5. LA DISCIPLINA
Pregunta: Todas las religiones han insistido en alguna clase de autodisciplina para moderar los instintos del bruto en el hombre. Los santos y los místicos han afirmado haber alcanzado la Divinidad por medio de la autodisciplina. Ahora bien, usted parece dar a entender que tales disciplinas son un obstáculo para la realización de Dios. Estoy perplejo. ¿Quién está en lo cierto en este asunto?
KRISHNAMURTI: En este asunto, ciertamente, no se trata de saber quién está en lo cierto. Lo importante es descubrir por nosotros mismos la verdad al respecto, no de acuerdo con lo que diga tal o cual santo, o una persona procedente de la India o de otro lugar, cuanto más exótico mejor. Vosotros estáis atrapados entre estas dos cosas: alguien dice “disciplina”, otro dice “no disciplina”. Ocurre en general que elegís lo más cómodo, lo más satisfactorio: os gusta la persona, su aspecto, su personal idiosincrasia, favoritismo y todo lo demás. Descartando, pues, todo eso, examinemos esta cuestión directamente y descubramos la verdad a su respecto por nosotros mismos. Porque esta cuestión implica muchas cosas, y tenemos que enfocarla con mucha cautela y a modo de ensayo.
Casi todos deseamos que alguien con autoridad nos diga lo que debemos hacer. Buscamos directivas para nuestra conducta porque nuestro instinto es estar a salvo, no sufrir más. Se dice que alguien ha realizado la felicidad, la suprema dicha, o lo que sea, y esperamos que él nos diga qué hay que hacer para llegar a ese estado. Eso es lo que queremos: deseamos esa misma felicidad, esa misma quietud interior, ese júbilo; y en este enloquecido mundo de confusión, queremos que alguien nos diga lo que debemos hacer. Ese es, en realidad, el instinto fundamental de casi todos nosotros; y, conforme a ese instinto, establecemos nuestra norma de acción. ¿Se alcanza a Dios, ese algo supremo, innominable y que no puede medirse con palabras, se alcanza eso por medio de la disciplina, siguiendo determinada norma de acción? Deseamos llegar a una meta determinada, a un fin establecido, y creemos que con la práctica, mediante la disciplina, reprimiendo o dando rienda suelta, sublimando o substituyendo, seremos capaces de encontrar lo que buscamos.
¿Qué hay implícito en la disciplina? ¿Por qué nos disciplinamos, si es que lo hacemos? ¿Pueden ir juntas la disciplina y la inteligencia? Porque casi todos sienten que debemos, mediante alguna clase de disciplina, subyugar o dominar al bruto, a eso repugnante que hay en nosotros. ¿Y ese bruto, esa faz repugnante, ¿puede dominarse mediante la disciplina? ¿Qué entendemos por disciplina? Una línea de acción que promete una recompensa; una línea de acción que, si la seguimos, nos dará lo que deseamos, ya sea positivo o negativo. Una norma de conducta que, si se la pone en práctica de un modo diligente, asiduo y lleno de ardor, me dará al final lo que yo deseo. Puede que sea doloroso, pero estoy dispuesto a pasar por ello para conseguir lo que quiero. Es decir, al “yo” que es agresivo, egoísta, hipócrita, impaciente, miedoso -todo lo que sabéis-, a ese “yo” que es la causa del bruto en nosotros, lo queremos transformar, subyugar, destruir. ¿Y esto, cómo se va a hacer? ¿Ha de hacerse por medio de la disciplina, o de una comprensión inteligente del pasado del “yo”, de lo que es el “yo”, de cómo surge a la existencia, y todo lo demás? Es decir, ¿destruiremos al bruto en el hombre por medio de la coacción o por medio de la inteligencia? ¿Y es la inteligencia cuestión de disciplina? Olvidemos por ahora lo que han dicho los santos y todo el resto de la gente, y ahondemos el asunto por nosotros mismos, como si por primera vez considerásemos este problema; y entonces, al final, quizá podamos obtener algo creador, no meras citas de lo que otras personas han dicho, todo lo cual es tan vano e inútil. Primero decimos que en nosotros hay conflicto: lo negro contra lo blanco, la codicia contra la “no codicia”, y todo lo demás. Yo soy codicioso, lo cual trae dolor; y para librarme de esa codicia, debo disciplinarme. Esto es, debo resistir cualquier forma de conflicto que me cause dolor, conflicto que en este caso llamo codicia. Luego digo que ello es antisocial, inmoral, que no es santo, y lo demás -las diversas razones de índole social y religiosa que damos para resistirle. ¿Nuestra codicia se destruye o se elimina por la coacción? Examinemos, en primer lugar, el proceso que implica la represión, la compulsión, el eliminar la codicia; el resistirle. ¿Qué ocurre cuando hacéis eso, cuando ofrecéis resistencia a la codicia? ¿Qué es eso que resiste a la codicia? Esa es la primera cuestión, ¿no es así? ¿Por qué ofrecéis resistencia a la codicia, y cuál es el ente que dice “yo” debo estar libre de codicia”? El ente que dice “yo debo estar libre”, es también codicia, ¿no es así? Porque hasta aquí la codicia le ha traído ventaja, pero ahora ella resulta penosa, y por lo tanto dice: “debo librarme de la codicia”. El motivo para librarse de ella continúa siendo un proceso de codicia, porque él quiere ser algo que no es. La “no codicia” es ahora provechosa, y por ello busco la “no codicia”; pero el móvil, la intención, sigue siendo el ser algo, el ser “no codicioso”, lo cual continúa siendo codicia, indudablemente. Y ello es asimismo una forma negativa de la acentuación del “yo”.
Encontramos, pues, que por diversas razones que son obvias, el ser codicioso causa dolor. Mientras disfrutamos de ello, mientras vale la pena ser codicioso, no hay problema. La sociedad nos estimula de diferentes maneras a ser codiciosos; también nos estimulan de diverso modo las religiones. Mientras resulta provechoso, mientras no causa dolor, proseguimos con ello. Pero no bien se vuelve penoso, deseamos resistirle. Esa resistencia es lo que llamamos “disciplina contra la codicia”. ¿Pero acaso nos libramos de la codicia por la resistencia, por la sublimación, por la represión? Cualquier acto por parte del “yo”, con el deseo de librarse de la codicia, sigue siendo codicia. Es evidente, por lo tanto, que ninguna reacción de mi parte respecto de la codicia es la solución. Antes que nada se necesita una mente serena, una mente no perturbada, para comprender cualquier cosa, especialmente algo que uno no conoce, algo en lo que la mente no puede penetrar: eso que el interlocutor dice que es Dios. Para comprender cualquier cosa, cualquier problema intrincado -de la vida de relación, cualquier problema, en realidad-, la mente necesita cierta serena profundidad. ¿Y a esa serena profundidad se llega por alguna forma de coacción? La mente superficial puede forzarse, hacerse serena; pero, sin duda, esa serenidad es la quietud de la decadencia, de la muerte. No es capaz de adaptabilidad, de flexibilidad, de sensibilidad. La resistencia, pues, no es el camino.
Ahora bien, para ver eso se requiere inteligencia, ¿no es así? Comprender que la mente se embota con la coacción, es ya el principio de la inteligencia, ¿verdad? Lo es el ver que la disciplina es mera conformidad a una norma de acción, por obra del temor. Porque eso es lo que está implícito en el hecho de disciplinarnos a nosotros mismos: tememos no conseguir lo que deseamos. ¿Y qué ocurre cuando disciplináis la mente, cuando disciplináis vuestro ser? No hay duda -¿verdad?- de que él se torna muy duro, inflexible, falto de agilidad, inadaptable. ¿No conocéis personas que se han disciplinado, si es que tales personas existen? El resultado, evidentemente, es un proceso de decadencia. Hay un conflicto interior que uno echa a un lado, que uno oculta; pero siempre está ahí, candente.
Vemos, pues, que la disciplina, que es resistencia, crea un hábito, y el hábito, evidentemente, no puede ser productor de inteligencia: el hábito jamás lo es, la práctica jamás lo es. Podéis ser muy hábiles con los dedos practicando en el piano todo el día, haciendo algo con las manos; pero se requiere inteligencia para dirigir las manos, y ahora estamos investigando esa inteligencia. Si veis a alguien que consideráis feliz o que creéis ha “alcanzado”, y él hace ciertas cosas, vosotros, deseando esa felicidad, lo imitáis. Esa imitación se llama disciplina, ¿no es así? Imitamos a fin de recibir lo que otro tiene; copiamos a fin de ser felices, como nos figuramos que él es. ¿La felicidad se encuentra por medio de la disciplina? Y poniendo en práctica cierta regla, practicando cierta disciplina, una norma de conducta, ¿sois libres alguna vez? Para descubrir, tiene sin duda que haber libertad, ¿no es así? Si habéis de descubrir algo, debéis ser interiormente libres, lo cual es obvio. ¿Acaso sois libres dirigiendo vuestra mente de un modo determinado, cosa que llamáis disciplina? No lo sois, evidentemente. Sois una simple máquina de repetir; resistís de acuerdo con cierta conclusión, con cierto modo de conducta. La libertad, pues, no puede llegar por medio de la disciplina. La libertad sólo puede surgir con la inteligencia; y esa inteligencia se despierta, o tenéis esa inteligencia, tan pronto veis que cualquier forma de coacción niega la libertad, interior o externa.
De modo que el primer requisito -no se trata de disciplina- es evidentemente la libertad; y sólo la virtud brinda esa libertad. La codicia es confusión; la ira es confusión, la aspereza es confusión. Cuando eso lo veis, es evidente que ya estáis libres de tales cosas. No es que vayáis a resistirles; veis que sólo siendo libres podéis descubrir, que ninguna forma de coacción es libertad, y que así no hay descubrimiento. Lo que la virtud hace, es daros libertad. La persona que no es virtuosa está confundida; ¿y cómo podéis descubrir cosa alguna en medio de la confusión? ¿Cómo lo podréis? La virtud no es, pues, el producto final de una disciplina; la virtud es libertad, y la libertad no puede surgir mediante acción alguna que no sea virtuosa, que no sea verdadera en sí misma. Nuestra dificultad consiste en que la mayoría de nosotros hemos leído tanto, hemos seguido superficialmente tantas disciplinas: levantarnos todas las mañanas a cierta hora, sentarnos en cierta postura, tratando de dominar la mente de cierta manera. Ya lo sabéis: práctica, práctica, disciplina. Porque se os ha dicho que si hacéis esas cosas durante un cierto número de años, al final tendréis a Dios. Puede que yo lo exprese con crudeza, pero esa es la base de nuestro pensar. Pero Dios, a buen seguro, no llega con tanta facilidad. Dios no es artículo negociable: yo hago esto y tú me das aquello. La mayoría de nosotros está tan condicionada por influencias externas, por doctrinas religiosas, por creencias y por nuestra propia exigencia íntima de llegar a algo, de ganar algo, que es muy difícil para nosotros pensar de un modo nuevo sobre este problema, sin hacerlo en términos de disciplina. Primero debemos ver muy claramente lo que implica la disciplina, cómo contrae la mente, cómo la limita, cómo la obliga a una acción determinada por obra de nuestro deseo, de las influencias y de todo lo demás. Y no es posible que una mente condicionada sea libre, por “virtuoso” que sea ese “condicionamiento”; y ella, por lo tanto, no puede comprender la realidad. Y Dios, la realidad, o como os plazca llamarle -el nombre no importa- sólo puede manifestarlo cuando hay libertad; y no hay libertad donde hay coacción, positiva o negativa, por causa del temor. No hay libertad si buscáis un fin, porque ese fin os ata. Puede que estéis libres del pasado, pero el futuro os retiene; y eso no es libertad. Y sólo en la libertad puede uno descubrir algo: una nueva idea, un sentimiento nuevo, una nueva percepción. Y toda forma de disciplina basada en la coacción niega esa libertad, ya sea política o religiosa. Y puesto que la disciplina -que es adaptación a una acción con un fin en vista- ata la mente, ésta nunca puede ser libre. Sólo puede funcionar dentro de ese surco, a semejanza de un disco de fonógrafo.
De suerte que por la práctica, por el hábito, por el cultivo de un ideal, la mente sólo logra el objetivo que tiene en vista. No es libre, por lo tanto; no puede realizar aquello que es inconmensurable. La comprensión de ese proceso total, de por qué os disciplináis constantemente de acuerdo con la opinión pública; con ciertos santos; -eso de adaptarse a la opinión, ya sea la de un santo o la del vecino, pues lo mismo da-; el darse cuenta de toda esa conformidad por medio de la práctica, de los modos sutiles de someteros, de negar, de afirmar, de reprimir, de sublimar, todo lo cual implica adaptación a un modelo: el darse cuenta de todo eso es ya el principio de la libertad, de la cual surge la virtud. La virtud, por cierto, no es el cultivo de una idea en particular. La “no codicia”, por ejemplo, si se la persigue como un fin, ya no es virtud, ¿verdad? En otras palabras, ¿sois virtuosos si tenéis conciencia de no ser codiciosos? Y, sin embargo, eso es lo que hacemos por medio de la disciplina.
La disciplina, la conformidad, la práctica, no hacen más que acentuar la autoconciencia de ser algo. La mente practica la “no codicia”, y, por lo tanto, no está libre de su propia conciencia de ser “no codiciosa”; ella no es, pues, en realidad, “no codiciosa”. Lo que ha hecho es ponerse un nuevo manto, que denomina “no codicia”. Podemos ver el proceso total de todo esto: la “motivación, el deseo de un resultado, la adaptación a un modelo, el deseo de seguridad siguiendo una norma; todo eso no es más que el movimiento do lo conocido a lo conocido, siempre dentro de los límites del proceso por el que la mente se aprisiona a sí misma. El ver todo eso, el captarlo, es el principio de la inteligencia, y la inteligencia no es en sí virtuosa ni “no virtuosa”; no se la puede acomodar dentro de un molde en calidad de virtud o de “no virtud”. La inteligencia trae libertad, que no es libertinaje ni desorden. Sin esa inteligencia no puede haber virtud; y la virtud da libertad, y en la libertad surge la realidad. Si veis todo el proceso integralmente, en su totalidad, descubriréis que no hay conflicto. Es porque estamos en conflicto, y porque deseamos escapar a ese conflicto, que recurrimos a diversas formas de disciplinas, abnegaciones y ajustes. Mas cuando vemos lo que es el proceso del conflicto, ya no hay problema de disciplina porque entonces comprendemos de instante en instante las modalidades del conflicto. Eso requiere estar muy alerta, una vigilancia incesante; y lo curioso de ello es que, aunque no os vigiléis de continuo, interiormente continúa un proceso de registro, una vez que la intención existe. La sensibilidad -la sensibilidad interior- registra toda impresión a cada instante, de modo que lo interno proyectará esas impresiones en el momento en que estemos serenos. Por consiguiente, no se trata de disciplina. La sensibilidad jamás puede manifestarse por la fuerza. Podéis obligar a un niño a hacer algo, sentarlo en un rincón, y puede que él esté quieto; pero en su fuero intimo estará furioso, mirando por la ventana, haciendo algo para escaparse. Eso es lo que seguimos haciendo. De suerte que el problema de la disciplina, y el de decidir quién está en lo cierto y quién está equivocado, sólo uno mismo puede resolverlo.
Observad que tememos equivocarnos porque deseamos tener éxito. El temor está en lo profundo del deseo de ser disciplinado; pero lo desconocido no puede ser atrapado en la red de la disciplina. Todo lo contrario. Lo desconocido requiere libertad, no el molde de vuestra mente. Por eso es que la tranquilidad de la mente es esencial. Cuando la mente es consciente de que está tranquila, deja de estarlo; cuando es consciente de ser “no codiciosa” de que está libre de codicia, se reconoce a sí misma en su nuevo atavío de “no codicia”; pero eso no es quietud. Por tal motivo debe uno también comprender el problema que implica este asunto de la persona que reprime y aquello que es reprimido. No son, por cierto, fenómenos separados, sino un fenómeno conjunto: el dominador y lo dominado son uno solo.