PREGUNTAS Y RESPUESTAS - J.K. - 15. LA CRÍTICA -

 15. LA CRÍTICA 

Pregunta: ¿Qué lugar ocupa la crítica en la vida de relación? ¿Cuál es la diferencia entre crítica constructiva y destructiva? 

KRISHNAMURTI: En primer lugar, ¿por qué criticamos? ¿Es con el fin de comprender? ¿O es simplemente un proceso de irritante censura? Si yo os critico, ¿acaso os comprendo? ¿Viene la comprensión a través del juicio critico? Si yo deseo comprender, si yo deseo captar, no de un modo superficial sino profundo, todo el significado de mi relación con vosotros, ¿empiezo por criticaros? ¿O me doy cuenta de esa relación entre vosotros y yo observándola en silencio, no proyectando mis opiniones, críticas, juicios, identificaciones o condenaciones, sino observando en silencio lo que ocurre? ¿Y qué sucede si no critico? Uno puede dormirse, ¿no es así? Lo cual no significa que no nos durmamos cuando regañamos o criticamos con insistencia. Tal vez eso se convierta en un hábito, y por hábito nos quedamos dormidos. ¿Lógrase una comprensión más amplia y más profunda de la convivencia por medio de la crítica? No importa que la crítica sea constructiva o destructiva; eso, por cierto, no viene al caso. Por lo tanto, la pregunta es ésta: ¿qué estado de la mente y del corazón se necesita para comprender nuestras relaciones con los demás? ¿Cuál es el proceso de la comprensión? ¿Cómo comprendemos algo? ¿Cómo comprendéis a vuestro hijo, si él os interesa? Lo observáis, ¿no es cierto? Lo observáis cuando juega; lo estudiáis en sus diferentes estados de ánimo; no proyectáis vuestras opiniones sobre él. No decís que él debe ser esto o aquello. Estáis activamente vigilantes, activamente perceptivos, ¿no es así? Entonces, tal vez, empezaréis a comprender al niño. Pero si criticáis constantemente, si inyectáis en todo instante vuestra propia personalidad, vuestra idiosincrasia, vuestras opiniones, decidiendo cómo debe ser o no debe ser el niño, y todo lo demás, es obvio que erigís una barrera en vuestra relación con él. Pero, por desgracia, casi todos criticamos para dirigir, para intervenir; y nos produce cierto placer, cierta satisfacción, el dar forma a algo, a vuestra relación con vuestro esposo, con vuestro hijo, o con quien sea. Con ello experimentáis una sensación de poder, sois el que manda; y en eso hay una tremenda satisfacción. Evidentemente, no es a través de todo ese proceso que se comprende la relación con otro. Lo único que hay es imposición, deseo de formar a otro en el molde de vuestra idiosincrasia, de vuestro deseo, de vuestro anhelo. Todo eso impide que se comprenda la relación, ¿no es así? Además, existe la autocrítica. El asumir una actitud crítica hacia uno mismo, el criticarse, condenarse o justificarse, ¿trae acaso comprensión de uno mismo? Cuando empiezo a criticarme, ¿no limito el proceso de comprender, de explorar? ¿Es que la introspección, que es una forma de autocrítica, revela el “yo”? ¿Qué es lo que hace posible la revelación del “yo”? Ser constantemente analítico, temeroso, crítico, eso, ciertamente, no ayuda a poner nada en claro. Lo que pone de manifiesto al “yo” de modo tal que empezáis a comprenderlo, es la constante captación del mismo sin condenación, sin identificación alguna. Ha de haber cierta espontaneidad; no podéis estar analizándolo constantemente, disciplinándolo, regulándolo. Esta espontaneidad es esencial para la comprensión. Si lo único que hago es limitar, dominar, condenar, detengo el movimiento del pensar y del sentir, ¿no es así? Es en el movimiento del pensar y del sentir donde descubro, no en el simple dominio o restricción. Y cuando uno descubre, resulta importante saber cómo hemos de actuar al respecto. Si yo actúo de acuerdo con una idea, con una norma, con un ideal, encajo al “yo” en un molde determinado. En eso no hay comprensión, no hay trascendencia. Pero si puedo observar el “mí mismo”, el “yo” sin condenación alguna, sin ninguna identificación, entonces es posible ir más allá.

Por eso es que todo este proceso de aproximarse a un ideal es tan enteramente erróneo. Los ideales son dioses de nuestra propia creación; y ajustarse a una imagen proyectada por uno mismo no es, por cierto, una liberación. De modo que sólo puede haber comprensión cuando la mente capta en silencio, cuando observa; y ello es arduo, porque nos complace el estar activos, inquietos, el criticar, condenar, justificar. Esa es toda la estructura de nuestro ser; y a través de la pantalla de las ideas, prejuicios, puntos de vista, experiencias, recuerdos, tratamos de comprender. ¿Será posible libertarnos de todos esos tamices, y comprender al instante? Hacemos eso, sin duda, cuando el problema es muy intenso. No pasamos por todos esos métodos: enfocamos el problema directamente. La comprensión de nuestras relaciones se logra tan sólo cuando ese proceso de autocrítica se comprende y la mente está serena. Si me escucháis, y si tratáis de seguir sin gran esfuerzo lo que deseo transmitir, existe una posibilidad de que nos comprendamos. Pero si no hacéis más que criticar, si exponéis con énfasis vuestras opiniones, lo que habéis aprendido en los libros, lo que alguien os ha dicho, y así sucesivamente, entonces vosotros y yo no estamos en comunión porque entre nosotros se alza esa pantalla. Pero si vosotros y yo tratamos de descubrir las causas del problema, que se hallan en el problema mismo, si todos estamos ansiosos de ir hasta el fondo del problema, de saber la verdad a su respecto, de descubrir lo que es, entonces hay comunión entre nosotros. Entonces vuestra mente está a la vez alerta y pasiva observando para ver lo que hay de verdadero en esto. Vuestra mente, pues, tiene que ser en extremo ágil, no debe estar anclada en ninguna idea ni ideal, en ningún criterio, en ninguna opinión que hayáis consolidado a través de vuestras propias experiencias. La comprensión llega, sin duda, cuando existe la ágil ductilidad de una mente que está pasivamente alerta. Entonces es capaz de recibir, entonces es sensible. Una mente no es sensible cuando está atestada de ideas, prejuicios, opiniones, a favor o en contra de algo. Para comprender la vida de relación, debe haber captación alerta y pasiva, la cual no destruye la comunión. Por el contrario, ella hace que la relación sea mucho más vital, mucho más significativa. Entonces, en esa relación, existe una posibilidad de verdadero afecto; hay una cordialidad, una impresión de acercamiento, que no es simple sentimiento o sensación. Y si podemos enfocarlo todo de ese modo, estar en esa clase de comunión con todo, nuestros problemas serán fácilmente resueltos: los problemas de la propiedad, de la posesión. Porque nosotros somos aquello que poseemos. El hombre que posee dinero es dinero. El hombre que se identifica con la propiedad, es la propiedad, o la casa, o los muebles. De igual modo con las ideas o con las personas; y cuando hay espíritu posesivo no hay relación. Pero la mayoría de nosotros poseemos porque, de otro modo, nos sentimos vacíos. Somos cascarones vacíos si nada poseemos, si no llenamos nuestra vida con muebles, con música, con conocimientos, con esto o con aquello. Y ese cascarón hace mucho ruido, y a ese ruido le llamamos vivir; y con eso nos satisfacemos. Y cuando eso se nos despoja, cuando nos desprendemos de eso, sentimos dolor; porque entonces os descubrís tal cual sois: un cascarón vacío sin mayor significación. Así, pues, el darse cuenta del contenido total de nuestras relaciones, es acción; y de ésta surge una posibilidad de verdadera comunión, una posibilidad de descubrir su gran hondura, su gran significación, y de saber lo que es el amor.

PREGUNTAS Y RESPUESTAS - J.K. 14. LA MURMURACIÓN -

 14. LA MURMURACIÓN 

Pregunta: La murmuración tiene importancia en el descubrimiento de uno mismo, especialmente para que los demás se nos revelen. En serio: ¿por qué no emplear la murmuración como un medio para descubrir lo que es? Yo no tiemblo ante la palabra “murmuración” simplemente porque haya sido condenada durante siglos. 

KRISHNAMURTI: Desearía saber por qué murmuramos. No porque ello nos revele lo que son los demás. ¿Y por qué los demás habrían de sernos revelados? ¿Por qué deseáis conocer a los demás? ¿Por qué ese interés extraordinario en los demás? En primer lugar, ¿por qué murmuramos? Es una forma de inquietud, ¿no es cierto? Al igual que la preocupación, indica una mente intranquila. ¿Y por qué ese deseo de meterse con los demás, de saber qué hacen o dicen? Es una mente muy superficial la que murmura, ¿no es así? Es una mente inquisitiva que está mal encaminada. El interlocutor parece creer que los demás le son revelados porque él se interesa en ellos: en lo que hacen, en lo que piensan, en lo que opinan. ¿Pero conocemos acaso a los demás si no nos conocemos a nosotros mismos? ¿Podemos juzgar a los demás si no conocemos nuestra propia manera de pensar, el modo como actuamos, nuestra manera de comportarnos? ¿Y por qué ese extraordinario interés en los 

demás? ¿No es en realidad un escape, ese deseo de averiguar lo que el prójimo piensa y siente, y acerca de qué murmura? ¿Eso no ofrece una evasión de nosotros mismos? ¿Y no está también en eso el deseo de inmiscuirnos en la vida de los demás? ¿No es acaso nuestra propia vida bastante difícil, bastante compleja, bastante dolorosa, aun sin ocuparnos de los demás, sin meternos con ellos? ¿Hay acaso tiempo para pensar acerca de los demás de esa manera chismosa, fea, cruel? ¿Por qué hacemos eso? Bien sabéis que todo el mundo lo hace. Toda persona, prácticamente, murmura acerca de alguien. ¿Por qué? Creo, en primer lugar, que murmuramos de los demás porque no estamos bastante interesados en el proceso de nuestro propio pensar y de nuestros propios actos. Deseamos ver lo que otros hacen, y, para decirlo con suavidad, imitarlos. En general, cuando murmuramos es para condenar a los demás. Pero, haciendo una concesión caritativa, tal vez sea para imitarlos. ¿Y por qué queremos imitar a los demás? ¿No indica todo eso una extraordinaria superficialidad de parte nuestra?

Es una mente en extremo torpe la que desea excitación y la busca fuera de sí misma. En otras palabras, la murmuración es una forma de sensación en la que nos complacemos, ¿no es así? Puede que sea una clase diferente de sensación, pero siempre existe ese deseo de excitarse, de distraerse. Y así, ahondando realmente en esta cuestión, uno vuelve a sí mismo, lo cual demuestra cuán superficial uno es, en realidad, ya que, al hablar de los demás, lo que busca es excitación fuera de sí mismo. Sorprendeos a vosotros mismos la próxima vez que murmuréis de alguien, y si os dais cuenta de ello, muchísimo os será revelado acerca de vosotros mismos. No lo disimuléis diciendo que sois simplemente inquisitivos acerca del prójimo. Eso indica inquietud, cierta tendencia a ta excitación, superficialidad, falta de interés real y profundo en las personas, que nada tiene que ver con la murmuración. Ahora el siguiente problema es éste: ¿cómo poner fin a la murmuración? Esa es la segunda cuestión, ¿no es así? Cuando os dais cuenta de que murmuráis, ¿cómo pondréis coto a la murmuración? ¿Si ésta se ha convertido en un hábito, en una cosa repugnante que continúa día tras día, ¿cómo acabaréis con ella? ¿Pero surge acaso ese interrogante? Cuando sabéis que murmuráis, cuando os dais cuenta de que murmuráis y de todo lo que ello implica, dos decís a vosotros mismos “¿cómo he de terminar con esto?” ¿No termina acaso espontáneamente, tan pronto os dais cuenta de que murmuráis? El “cómo” no surge en absoluto. El “cómo” sólo surge cuando no os dais cuenta; y, sin duda, la murmuración indica falta de captación, de percepción. Experimentad con esto por vosotros mismos la próxima vez que murmuréis, y observad que la murmuración termina sin tardanza, de inmediato, cuando os dais cuenta de lo que estáis diciendo, cuando percibís que vuestra lengua os arrastra. No hace falta acción alguna de la voluntad para poner fin a la murmuración. Lo único que se requiere es que os deis cuenta, que seáis conscientes de lo que decís y que veáis lo que ello implica. No tenéis que condenar ni justificar la murmuración. Daos cuenta de ella, y veréis cuán rápidamente dejáis de murmurar, porque la murmuración le revela a uno las modalidades de la propia acción, la propia conducta, el propio tipo de pensamiento. Y en esa revelación uno se descubre a sí mismo, lo cual es mucho más importante que murmurar de los demás, de lo que hacen, de lo que piensan, de cómo se comportan. La mayoría de nosotros, que leemos la prensa diaria, nos llenamos de murmuración, de murmuración global. Todo ello es una evasión de nosotros mismos, de nuestra propia pequeñez, de nuestra propia fealdad. Creemos que interesándonos de un modo superficial en los acontecimientos mundiales, nos hacemos cada vez más sabios, más capaces de enfrentarnos a nuestra propia vida. Todas esas cosas, sin duda, son medios de huir de nosotros mismos, ¿no es cierto? Porque en nuestro fuero íntimo somos sumamente vacíos, superficiales; nos asustamos de nosotros mismos. Somos interiormente tan pobres, que la murmuración actúa como una forma de variado entretenimiento, como un escape de nosotros mismos. Tratamos de llenar ese vacío interior con conocimientos, con ritos, con murmuración, con reuniones de grupos, con innumerables medios de evasión. De suerte que los escapes llegan a ser lo más importante, no la comprensión de lo que somos. La comprensión de lo que somos exige atención. Para saber que uno es vacío, que uno está acongojado, se necesita enorme atención, no escapatorias. Pero a la mayoría de nosotros nos gustan estas evasiones, porque son mucho más agradables, más placenteras. Asimismo, cuando nos conocemos tal cuales somos, es muy difícil habérnoslas con nosotros mismos; y ese es uno de los problemas con los cuales nos enfrentamos. No sabemos qué hacer. Cuando sé que soy vacío, que sufro, que estoy acongojado, no sé qué hacer, no sé cómo habérmelas con ello. Recurrimos, pues, a toda clase de escapatorias. La pregunta es, pues: ¿qué hacer? Es obvio, por supuesto, que uno no puede escapar, ya que eso es lo más absurdo y pueril. Mas cuando os enfrentáis con vosotros mismos, tal cuales sois, ¿qué debéis hacer? Ante todo, ¿es posible no negarlo ni justificarlo, sino quedaros simplemente con lo que sois? Ello es sumamente arduo, porque la mente busca explicaciones, condenación, identificación. Si no hace ninguna de esas cosas sino que se queda con lo que sois, entonces es como admitir algo. Si yo admito que soy moreno, todo termina ahí; pero si estoy deseoso de cambiar a un color más claro, entonces surge el problema. Aceptar, pues, lo que es, resulta sumamente difícil; y uno puede hacer eso tan sólo cuando no hay escapatoria; y la condenación o la justificación son modos de evadirse. De ahí que, cuando uno comprende por qué murmura, el proceso total de ese hecho, y percibe lo absurdo que es, la crueldad y todas las cosas que encierra, entonces queda uno reducido a lo que uno es; y eso lo enfocamos siempre para destruirlo o para transformarlo. Mas si no hacemos ninguna de esas dos cosas, y enfocamos el hecho con la intención de comprenderlo, de estar en un todo con él, entonces encontraremos que ya no es la cosa que temíamos. Entonces existe una posibilidad de transformar aquello que es.