LA MUTACIÓN PSICOLÓGICA - J.K. - CAPÍTULO 3 -

 Capítulo Tercero 

Hay, creo, mucha diferencia entre comunicación y comunión. En la comunicación se comparten las ideas por medio de palabras, agradables o desagradables, por medio de símbolos, por gestos, y las ideas pueden traducirse ideológicamente o interpretarse con arreglo a las peculiaridades, idiosincrasias y trasfondo de uno mismo. Mas en la comunión creo que se realiza algo muy distinto: en ella no se comparten ni interpretan ideas. Podéis o no estar comunicándoos por medio de palabras, pero estáis en relación directa con lo que estas observando y estáis en comunión con vuestra propia mente, con vuestro propio corazón. Puede uno estar en comunión con un árbol, por ejemplo, o con una montaña o con un río. No sé si alguna vez os habréis sentado bajo un árbol y habréis tratado realmente de estar en comunión con él. No es sentimentalismo, no es emotividad: estáis directamente en contacto con el árbol. Hay una extraordinaria intimidad de relación; en tal comunión tiene que haber silencio, tiene que haber un hondo sentido de quietud; vuestros nervios, vuestro cuerpo, están en calma; el corazón mismo casi se detiene. No hay interpretación, no hay comunicación o participación. No sois el árbol, ni estáis identificados con él; sólo existe un sentido de intimidad dentro de una gran profundidad silenciosa. No sé si lo habréis intentado alguna vez. Ensayadlo en alguna ocasión, cuando vuestra mente no esté parloteando, cuando no esté vagando por todas partes, cuando no estéis monologando, cuando no recordéis las cosas que se han hecho o que hay que hacer. Olvidando todo esto, tratad sencillamente de entrar en comunión con una montaña, con un arroyo, una persona, un árbol, con el movimiento mismo de la vida. Eso requiere un asombroso sentido de quietud y una peculiar atención, no concentración, sino una atención que venga con facilidad, con agrado.

Pues bien, me gustaría entrar en comunión con vosotros esta mañana sobre lo que estuvimos discutiendo el otro día. Hablábamos sobre la libertad y su calidad. La libertad no es un ideal, algo que esté lejos; no es la formación de ideas de una mente retenida en prisión, lo que sería sólo una teoría. La libertad sólo puede existir cuando la mente ya no está impedida por ninguna clase de problemas. Una mente que tenga problemas nunca podrá estar en comunión con la libertad o darse cuenta de la extraordinaria calidad de ésta. La mayoría de las personas tienen problemas y se limitan a soportarlos; se acostumbran a los que tienen y los aceptan como parte de sus vidas, pero esos problemas no se resuelven aceptándolos ni acostumbrándose a ellos, y, si arañáis la superficie, ahí están todavía supurando; y la mayoría de las personas viven en ese estado: aceptando perpetuamente problema tras problema, un dolor tras otro. Hay un sentimiento de desilusión, de ansiedad, desesperación, y lo aceptan. Ahora bien, si nos limitamos a aceptar problemas y vivir con ellos, es evidente que no habremos resuelto sus problemas en absoluto. Podemos decir que están olvidados o que ya no importan; pero si importan infinitamente, porque pervierten la mente, falsean la percepción y destruyen la claridad. Para la mayoría de nosotros, cuando tenemos un problema este ocupa todo el campo de nuestra vida. Puede ser un problema de dinero, de sexo, de ignorancia o el deseo de realizarse, de llegar ha ser famoso; sea lo que fuere, nos interesa tanto ese problema que consume nuestro ser, y creemos que resolviéndolo quedaremos libres de toda nuestra desdicha, pero mientras una mente pequeña, estrecha, está tratando de resolver su problema particular, sin relación con el movimiento entero de la vida, nunca podrá estar libre de problemas, cada uno de ellos está relacionado con otro, y si os limitáis a tomar uno y tratar de resolverlo de un modo fragmentario, lo que estáis haciendo será completamente inútil. Es como cultivar un rincón de un campo y creer que lo habéis cultivado todo. Tenéis que cultivar todo el campo, tenéis que mirar todos los problemas. Como decía el otro día, lo importante no es la resolución de un problema, sino su comprensión, por muy doloroso, por demandante, por inminente y apremiante que sea. No soy dogmático ni autoritario, pero me parece que el interesarse sólo en un problema determinado indica una mente muy mezquina, pequeña; y una mente así, que esté perpetuamente tratando de resolver su propio problema particular, nunca puede hallar la salida de los problemas. Puede escapar de varios modos, puede volverse amargada, cínica o entregarse a la desesperación; pero nunca podrá comprender todo el problema de la existencia.

Así es que, si hemos de tratar con problemas, tenemos que hacerlo con todo el campo del cual surgen los mismos, y no simplemente con un solo problema. Cualquiera de ellos, por muy intrincado, por demandante o apremiante, está relacionado con todos los demás; es pues, importante no pensar fragmentariamente en ese problema, una de las cosas más difíciles de hacer. Cuando tenemos un problema urgente, doloroso, insistente, la mayoría de nosotros creemos que debemos resolverlo aisladamente, sin tomar en consideración toda la red de problemas. Pensamos en él de un modo fragmentario, y una mente fragmentaria es realmente mezquina. Es, si se me permite la palabra, una mente burguesa. Escuchad, no estoy insultando, no uso esa palabra en forma despectiva, sino simplemente es indicación de lo que en realidad es la mente. Es mediocre la mente que quiere resolver aisladamente un problema determinado. Una persona que esté consumida por los celos quiere obrar en el acto, hacer algo, reprimir sus celos o vengarse. Pero ese problema particular está relacionado muy profundamente con otros; tenemos pues, que considerar todo el asunto, y no simplemente una parte de él. Cuando estamos discutiendo alrededor de los problemas, a de comprenderse que no tratamos de hallar respuesta para ninguno. Como he señalado, la indagación que trate meramente de hallar respuesta par un problema es una evasión de éste. Tal evasión puede ser cómoda o dolorosa, puede requerir cierta capacidad intelectual, etc., pero, sea lo que fuere, sigue siendo una evasión. Si hemos de resolver nuestros problemas, si hemos de quedar libres de ellos, liberados de todas las presiones que implican, de modo que la mente quede en completa calma y pueda percibir (porque sólo puede percibir en libertad),  entonces vuestro primer interés tiene que estar no en saber como resolver cualquier problema, sino en comprenderlo. Comprender es mucho más importante que resolver un problema. La comprensión no es la capacidad ni la agudeza de una mente que ha adquirido diversas formas de conocimiento analítico y que es capaz de analizar un problema determinado; mas una mente que comprende está en comunión con el problema. Estar en comunión no es estar identificado con él. Como dije, para estar en comunión con un árbol, con un ser humano, con un río, con la extraordinaria belleza de la naturaleza, tiene que haber cierta calma, cierto sentido de apartamiento, de estar lejos de las cosas. Lo que tratamos de hacer aquí es, aprender el modo de estar en comunión con el problema. Pero ¿comprendéis la dificultad en esta afirmación? Cuando hay comunión con otro, el pensamiento del “yo” está ausente. Cuando estáis en comunión con una persona amada, con vuestra esposa, con vuestro hijo, cuando estrecháis la mano de un amigo, en ese momento (si no es meramente el falso sentimentalismo, la sensación y todo eso que se llama amor, sino algo muy distinto, algo vital, dinámico, real), hay una ausencia total de todo el mecanismo del “yo” con su proceso del pensamiento. Del mismo modo, el estar en comunión con un problema implica observación completa sin identificación. ¿No es verdad? Vuestros nervios, cerebro, cuerpo, la entidad completa, están en calma. En ese estado podéis observar el problema sin identificación, y ese es el único estado en que puede haber comprensión del mismo. Como sabéis, el que llaman artista puede pintar un árbol o escribir un poema sobre él, mas yo me pregunto si está realmente en comunión con el árbol. En el estado de comunión, no se busca un medio de expresión. Es de muy escasa importancia el que expreséis esa comunión en palabras, en el lienzo o en piedra; pero el sentido de importancia llega en el momento en que queréis expresarla, mostrarla, venderla legar a ser famoso, etc.

Comprender un problema por completo es estar en comunión con él. Entonces hallaréis que el problema no es nada importante y que lo que si importa es el estado de la mente que se haya en comunión con el problema. Una mente así no crea problemas; mas la que no sea capaz de comunión con el problema, que sea egocéntrica, egoísta, que quiera expresarse y todas las demás cosas inmaduras, esa mente mezquina es la que crea los problemas. Así es que, como decía el otro día, para comprender el problema, cualquier problema; tenéis que comprender todo el proceso del deseo. Somos autocontradictorios psicológicamente y, por tanto en nuestra acción. Pensamos una cosa y hacemos otra, vivimos en un estado de contradicción con nosotros mismo, pues, si no, no habría problema; y la autocontradicción surge cuando no hay comprensión del deseo. Para vivir sin conflicto de ninguna clase en absoluto, tiene uno que comprender la estructura y la naturaleza del deseo, no reprimirlo, someterlo a control, tratar de destruirlo, ni meramente entregarse a él, como hace la mayoría. Esto no significa echarse a dormir, vegetar y limitarse a aceptar la vida con toda su degeneración. Lo que significa es ver por sí mismo que el conflicto, en cualquier forma –ya sea reñir con la esposa o el marido, con la comunidad, con la sociedad, con lo que sea-, deteriora la mente, la vuelve obtusa, insensible.

Como dije el otro día, el deseo por sí mismo no está en estado de contradicción; son los objetos del deseo y la relación de éste con tales objetos lo que crea la contradicción. El deseo sólo tiene continuidad cuando hay identificación del pensamiento con ese deseo. Para observar tiene que haber sensibilidad; nuestros nervios, ojos y oídos, todo nuestro ser tiene que estar vivo y, sin embargo, la mente ha de estar en calma. Entonces puede uno mirar un hermoso automóvil, una bella mujer, una espléndida casa, o una cara extraordinariamente viva e inteligente; puede uno observar estas cosas, verlas como son, y ahí termina el asunto. Pero ¿qué es lo que suele suceder? Hay deseo; y el pensamiento al identificarse con ese deseo le da continuidad. No sé si me explico claramente. Discutiremos este punto un poco más adelante. Lo importante es observar sin aportar pensamiento. Mas no convirtáis esta información en un problema. No digáis: “¿Cómo voy a observar, como voy a ver y sentir, sin dejar que intervenga el pensamiento?”. Si percibís por vosotros mismos todo el proceso del deseo y la contradicción producida por sus objetos, y la continuidad que el pensamiento da al deseo, si veis toda esta maquinaria en funcionamiento, entonces no haréis esa pregunta. Como sabéis, para aprender a conducir un auto no basta con que nos hablen sobre ello, tenéis que sentaros al volante, hacer arrancar el vehículo, aplicar los frenos, aprender todos los movimientos de la conducción. Del mismo modo tenéis que conocer el mecanismo extraordinariamente delicado del pensamiento y el deseo, y no limitaros a ser instruidos sobre el. Tenéis que mirarlo, aprender por vosotros mismo, y eso requiere una actitud sensible.

 Lo importante es, pues, no la resolución del problema, sino su comprensión. Un problema surge sólo cuando hay contradicción, conflicto; y este último implica esfuerzo. El esfuerzo para lograr, para llegar a ser, para cambiar esto en aquello, el esfuerzo para acercar una cosa y alejar alguna otra. Este esfuerzo tiene su origen en el deseo: el deseo al que el pensamiento ha dado continuidad. Tenéis, pues, que aprender a cerca de todo este proceso: aprender, y no limitaros a que os instruya el que habla, cosa que no tiene valor alguno. Lo que oís por el teléfono puede ser bonito o puede ser desagradable; puede ser real o bien tonto, falso por completo; mas lo importante es lo que oís y no el instrumento mismo. Los más de nosotros concedemos importancia al instrumento; creemos que éste nos va a enseñar algo, y yo he prevenido constantemente contra esta forma particular de estupidez. Estáis aquí para aprender; y escucháis, no simplemente al orador, sino a vosotros mismos. Estáis en comunión con vuestra propia mente. Estáis observando el funcionamiento del deseo y la forma en que surgen los problemas. Estáis entrando en intimidad con vosotros mismos, y esa intimidad sólo puede sentirse profundamente cuando abordáis el problema muy en calma, sin decir: “Tengo que resolver esta cosa brutal”, ni agitaros o excitaros sobre ello. Estáis descubriendo cómo surge un problema y cómo lo perpetúa el pensamiento, dando continuidad a un deseo determinado. Vamos, pues, a aprender sobre la aparición de un problema y su terminación, no tomándonos tiempo para pensar sobre él, sino acabar con él de manera inmediata.

Sea el que fuere el problema, el pensamiento le da continuidad. Si decís algo que me agrada, el pensamiento se identifica con ese placer y quiere seguir viviendo en él; por lo tanto, os considero mi amigo y os veo con frecuencia. Pero si decís algo que me ofende, ¿qué pasa? También le doy continuidad a ese particular sentimiento al pensar en él. Lo que habéis dicho puede ser verdad, pero no me gusta, y por lo tanto os eludo o quiero devolver el golpe. Éste es el mecanismo que crea problemas y que los mantiene en marcha. Creo que esto está ya bastante claro. Al pensar constantemente sobre algo, le da uno continuidad. Ya conocéis la confusión con que pensáis sobre vosotros mismos y vuestra familia, todos los recuerdos placenteros y las ilusiones que tenéis sobre vosotros mismos; pensáis constantemente en todo eso y, por tanto, tiene continuidad. Mas, si empezáis a comprender todo el proceso y a aprender por vosotros mismos los caminos de la continuidad, entonces, cuando surge un problema, podéis estar en completa comunión con él, porque no interviene el pensamiento; y por tanto, se da la inmediata terminación del problema. ¿Entendéis? Mirad, señores, tomemos un problema muy común: el deseo de seguridad. La mayoría de nosotros queremos sentirnos seguros. Ésta es un de las exigencias de la parte animal de los seres humanos. Es evidente que debéis tener cierta seguridad en el sentido físico, debéis tener un lugar en que vivir y debéis saber dónde vais a comer la próxima vez, a no ser que viváis en Oriente, donde podéis andar jugando con la inseguridad física, vagando de pueblo en pueblo y todo eso. Afortunada o desgraciadamente, aquí no podéis hacer eso; si lo hicierais, os meterían en la cárcel por vagabundos.

En el animal, en el bebe, en el niño, es muy fuerte el impulso a sentirse físicamente seguros, y la mayoría de nosotros exigimos sentirnos psicológicamente seguros, queremos estar seguros, ciertos. Por eso somos competidores, por eso somos celosos, tenemos codicia, envidia, somos brutales; por eso nos preocupamos tanto de cosas que nada importan. Esta demanda insistente de seguridad psicológicamente ha existido durante millones de años, y nunca hemos investigado su verdad. Hemos dado por sentado que debemos tener seguridad psicológica en nuestra relación con nuestra familia, con nuestra esposa o nuestro marido, con los hijos, con la propiedad, con lo que llamamos Dios. A toda costa queremos sentirnos seguros. Ahora bien, yo quiero estar en comunión con esta demanda de seguridad psicológica, porque es un problema real, ¿comprendéis? El no sentirnos psicológicamente seguros significa, para la mayoría de nosotros, hundirnos, o bien volvernos neuróticos, raros. Podéis ver esa mirada peculiar en la cara de muchas personas. Quiero descubrir la verdad del asunto, quiero comprender toda esta exigencia de seguridad; pues es el deseo de estar seguro en la relación lo que engendra celos, ansiedad, lo que hace surgir el odio y la desdicha en que vivimos la mayoría de nosotros. Y habiendo exigido seguridad durante tantos millones de años, ¿cómo va la mente, estando tan condicionada, a descubrir la verdad de la seguridad? Para descubrir su verdad, ciertamente, tengo que estar en comunión con ella. No puede decírmelo otra persona. Eso sería demasiado tonto. Tengo que aprender yo mismo sobre ello, tengo que investigarlo, descubrirlo; tengo que estar en completa intimidad con esta exigencia de seguridad; si no, nunca sabré si existe o no eso de la seguridad. Éste es probablemente el gran problema para la mayoría de nosotros. Si descubro que no existe la seguridad en absoluto, entonces no hay problema, ¿verdad? Entonces estoy fuera de esta batalla por la seguridad, y, por lo tanto, mi acción en la relación humana es enteramente distinta. Si mi esposa quiere escaparse, escapará, y yo no convierto esto en un problema, no odio a nadie, no me vuelvo celoso, envidioso, furioso, y todo lo demás. Veo que ahora estáis mucho más familiarizados que yo con esta clase de cosas. Personalmente, no quiero convertir la seguridad en un problema; no quiero crear en mi vida un problema de ninguna clase: económico, social, psicológico o el llamado religioso. Veo muy claramente que una mente que tenga problemas; se vuelve obtusa, insensible, y que sólo es inteligente una mente sensible en alto grado. Y como este anhelo de seguridad es tan hondo y perpetuo en cada uno de nosotros, quiero descubrir la verdad sobre la seguridad, mas ésta es una cuestión muy difícil de investigar, porque, no sólo desde la niñez, sino desde el principio mismo del tiempo, siempre hemos querido sentirnos seguros: seguros en nuestro trabajo, en nuestros pensamientos y sentimientos, creencias y dioses, en nuestra nación, familia y propiedad. Por eso la memoria, la tradición, todo el trasfondo del pasado desempeñan un papel tan extraordinariamente importante en nuestra vida. Mas toda esa experiencia hace aumentar mi sensación de seguridad. ¿Comprendéis? Toda experiencia se registra en la memoria, se añade al almacén de cosas que han pasado. Esta experiencia acumulada llega a ser mi trasfondo permanente mientras yo viva, y con ese trasfondo sigo experimentando; por lo tanto, toda ulterior experiencia se añade a ese trasfondo de memoria en que me siento salvo y seguro, y lo refuerza. ¿Entendéis? Tengo, pues, que darme cuenta de todo este extraordinario proceso de mi condicionamiento. No se trata de saber como librarme de mi condicionamiento, sino de estar en comunión con él en todo momento. Entonces puedo mirar el deseo de seguridad sin convertirlo en un problema.

¿Está claro esto hasta aquí? ¿Queréis hacer preguntas al llegar a este punto? 

Pregunta: No hay comunión porque la mente está abrumada por el “yo”. 

Krishnamurti: Señor, os estoy preguntando algo. Os pregunto: ¿Qué es comunión? Pero ¿qué pasa cuando oís esa pregunta? Entra en funcionamiento todo el mecanismo de vuestra mente condicionada, y así contestáis; mas no habéis escuchado realmente la pregunta. Podéis haber pensado o no en ella antes, podéis haber pensado en ella casualmente; o tal vez habéis leído sobre esto en un libro u otro, y repetís lo que habéis leído. Pero no estáis escuchando. Cuando el que habla os dice: “Tratad de estar en comunión con un árbol”, necesariamente si estáis interesados, primero tenéis que descubrir lo que significa. Id a sentaros bajo un árbol, o a orillas del río, o a la sombra de un monte, o simplemente mirad a vuestra esposa, a vuestro hijo. ¿Qué significa estar en comunión? Significa que no haya barrera de pensamiento entre el observador y lo que es observado. El observador no se identifica con el árbol, con la persona, con el río, con la montaña, con el cielo. Sencillamente, no hay barrera. Si hay un “yo”, con sus complejos pensamientos y ansiedades, que está observando el árbol, entonces no hay comunión con él. Estar en comunión con alguien o con algo requiere espacio, silencio; vuestro cuerpo, nervios, mente, corazón, todo vuestro ser ha de estar en calma, en completa quietud. No digáis: “¿Cómo voy a estar en quietud?” No convirtáis la quietud en otro problema. Sencillamente ved que no hay comunión si el mecanismo del pensamiento está actuando, lo que no quiere decir que os echéis a dormir. Probablemente nunca habréis echo esto; nunca habréis estado en comunión con vuestra esposa o vuestro marido, con quien dormís, respiráis, coméis, tenéis hijos, y todo lo demás. Probablemente nunca habréis estado en comunión ni aún con vosotros mismos. Si sois católicos, vais a la iglesia y recibís lo que se llama la comunión; pero no es eso. Tales cosas carecen de madurez. Cuando hablamos así sobre comunión con la naturaleza, con las montañas, o de unos con otros, la mayoría no sabemos lo que significa y tratamos de imaginarlo. ¿Entendéis? Especulamos sobre eso y decimos que es el “yo” el que impide esta comunión. ¡Por Dios, no convirtáis la comunión en otro problema más! Ya tenemos bastantes. De modo que limitaos a escuchar. Estáis en comunión conmigo y yo lo estoy con vosotros. Os estoy diciendo algo y, para comprenderlo, tenéis que escuchar, pero el escuchar significa atención sin esfuerzo, dar descanso a vuestros nervios; no significa decir: “Tengo que escuchar”, y, por tanto, poner en tensión lo nervios y todo el cuerpo. Significa que escuchéis con placidez, facilidad, en silencio, para descubrir qué es lo que quiere trasmitir el que habla. Aquello de que les hablo puede ser un completo disparate, o puede ser algo real, y tenéis que escuchar para descubrirlo. Pero ésa parece ser una de vuestras mayores dificultades. No estáis realmente escuchando; en vuestra mente estáis disputando conmigo, levantando una muralla de palabras.

Digo que lo importante en todo esto es aprender a estar en comunión con vosotros mismos de un modo agradable, feliz, para que podáis seguir todos los pequeños movimientos del propio pensar, del sentir, sin tratar de corregirlos, sin decir que son buenos o malos, sin todos esos juicios tontos, burgueses, de pequeñas mentes mezquinas. Sencillamente observar; y, al hacerlo, sin identificaros con ningún pensamiento o sentimiento agradable o desagradable, hallaréis que podéis tener comunión con vosotros mismos. La mayoría de nosotros queremos sentirnos psicológicamente seguros, insistimos en ello y, por eso, la familia se convierte en una pesadilla; llega a ser una cosa terrible, porque la usamos como medio de nuestra propia seguridad. Luego es la nación la que llega a ser nuestra seguridad, y pasamos por todo eso del nacionalismo. La familia está bien, pero cuando se utiliza como medio de seguridad se convierte en un veneno mortal. Para descubrir lo verdadero sobre la seguridad, tenéis que estar en comunión con el profundamente arraigado deseo de estar seguros, que se está repitiendo constantemente en diversas formas: buscáis la seguridad, no sólo en la familia, sino también en recuerdos y en el dominio o la influencia de otro. Volvéis al recuerdo de alguna experiencia o relación que os ha complacido, que os dio esperanza, seguridad, y en ese recuerdo os refugiáis. Existe la seguridad de la habilidad, del conocimiento; existe la del nombre y la posición, y existe la de la capacidad: podéis pintar o tocar el violín o hacer cualquier otra cosa que os dé una sensación de seguridad.

 Sin embargo, una vez que estáis en comunión con el deseo que os impulsa a buscar seguridad, y percibís que es este deseo el que crea contradicción, porque nada en la Tierra está nunca seguro, incluso vosotros mismos; cuando habéis descubierto eso y no os habéis limitado a que os hablen de ello, y habéis resuelto el problema por completo, entonces habéis salido de todo este campo de contradicción y estáis, pues, libres de temor. ¿Es esto suficiente por esta mañana? No sé si estáis alguna vez en silencio en vuestro interior. Cuando camináis por la calle, la mente está en completa calma, observando y escuchando sin pensamiento; cuando conducís, miráis el camino, los árboles, los automóviles que pasan al lado, os limitáis a observar sin reconocimiento, sin que se ponga a actuar todo el mecanismo del pensamiento. Cuanto más actúa el mecanismo del pensamiento, más desgasta la mente, no deja espacio para la inocencia, y sólo la mente inocente es la que puede ver la realidad. 

16 de julio de 1964.

Saanen