19. ORACIÓN Y MEDITACIÓN
Pregunta: ¿El anhelo que se expresa en la oración no es un camino hacia Dios?
KRISHNAMURTI: Vamos a examinar en primer término los problemas contenidos en esta pregunta. Ella comprende la oración, la concentración y la meditación. Ahora bien, ¿qué entendemos por oración? Ante todo, en la oración hay súplica, ruego a lo que llamáis Dios, la Realidad. Vosotros, como individuos, pedís, suplicáis, rogáis y buscáis ser guiados por algo que llamáis Dios; vuestro enfoque, por lo tanto, consiste en buscar recompensa, satisfacción. Os halláis en dificultades, nacionales o individuales, e imploráis que se os guíe. O estáis confusos, y rogáis que se os permita ver claro; esperáis ayuda de lo que llamáis Dios. Esto implica que Dios, sea lo que Dios fuere -esto no lo discutiremos por ahora- habrá de disipar la confusión que vosotros y yo hemos creado. Porque, al fin y al cabo, somos nosotros quienes hemos producido la confusión, la miseria, el esos, la espantosa tiranía, la falta de amor; y queremos que lo que llamamos Dios despeje todo eso. En otras palabras; deseamos que nuestra confusión, nuestra miseria, nuestro dolor, nuestro conflicto, sean disipados por otro; suplicamos a otro ser que nos traiga luz y felicidad.
Ahora bien, cuando oráis, cuando rogáis, cuando suplicáis pidiendo algo, generalmente se lo obtiene. Cuando pedís, recibís; pero lo que recibís no creará orden porque lo que recibís no trae claridad, comprensión. Sólo satisface, brinda placer, pero no produce comprensión; porque, cuando pedís, recibís aquello que vosotros mismos proyectáis. ¿Cómo puede la realidad, Dios, responder a vuestra petición particular? ¿Puede lo inconmensurable, lo innominable, tener algo que ver con nuestras pequeñas y mezquinas zozobras, miserias, confusiones, que nosotros mismos hemos creado? ¿Qué es, por consiguiente, lo que responde? Es obvio que lo inconmensurable no puede responder a lo mensurable, a lo insignificante, a lo pequeño. ¿Pero qué es lo que responde? En ese momento, cuando rogamos, nos hallamos bastante aquietados, en un estado de receptividad; y nuestro propio subconsciente nos trae una claridad momentánea. Es decir, deseáis algo, lo anheláis, y en ese momento de anhelo, de sumisa súplica, estáis bastante receptivos; vuestra mente consciente, activa, está comparativamente serena, en calma, de modo que lo inconsciente se proyecta en eso y recibís una respuesta. Pero no es, ciertamente, una respuesta de la realidad, de lo inconmensurable; es vuestro propio inconsciente que responde. No nos confundamos, pues, y no pensemos que cuando vuestra plegaria es atendida estáis en relación con la realidad. La realidad debe venir a vosotros; no podéis ir a ella. En este problema de la oración hay luego otro factor envuelto: la respuesta de aquello que denominamos “voz interior”. Como ya lo he dicho, cuando la mente suplica, ruega, está comparativamente serena; y cuando oís la “voz interior”, es vuestra propia voz, que se proyecta en esa mente relativamente serena. Una vez más, ¿cómo puede ser eso la voz de la realidad? Una mente confusa, ignorante, codiciosa, exigente, suplicante, ¿cómo puede comprender la realidad? La mente puede recibir la realidad tan sólo cuando está absolutamente en calma, sin pedir, sin codiciar, sin anhelar, sin rogar, ya sea para vosotros mismos, para la nación o para el prójimo. Cuando la mente está serena en absoluto, cuando el deseo cesa, sólo entonces adviene la realidad. Una persona que pide, que ruega, que suplica, que anhela ser dirigida, hallará lo que busca, pero ello no será la verdad. Lo que reciba será la respuesta de las capas inconscientes de su propia mente, que se proyectan en lo consciente; y esa vocecita silenciosa que os dirige no es lo real sino tan sólo la respuesta de lo inconsciente.
En este problema de la oración está lo relativo a la concentración. Para la mayoría de nosotros, la concentración es un proceso de exclusión. La concentración se produce por el esfuerzo, la coacción, la dirección, la imitación, por lo cual la concentración es un proceso de exclusión. Me intereso en la así llamada “meditación”, pero mis pensamientos se distraen, divagan. Fijo, pues, mi mente en un cuadro, una imagen, o en una idea, y excluyo todos los otros pensamientos; y a este proceso de concentración, que es exclusión, se lo considera como un medio de meditar. Es eso lo que hacéis, ¿verdad? Cuando os sentáis a meditar, fijáis vuestra mente en una palabra, en una imagen o en un cuadro; pero la mente vaga por todas partes. Hay constante interrupción de otras ideas, otros pensamientos, otras emociones, y tratáis de alejarlos; empleáis vuestro tiempo batallando con vuestros pensamientos. A este proceso vosotros lo llamáis Meditación”. Esto es, procuráis concentraros en algo que no os interesa, y vuestros pensamientos continúan multiplicándose, aumentando, interrumpiendo. De suerte que gastáis vuestra energía en excluir, en desviar, en rechazar; y si podéis concentraros en un pensamiento escogido, en un objeto determinado, creéis que por fin habéis logrado éxito en la meditación. Eso, por cierto, no es meditación, ¿verdad? La meditación no es un proceso de excluir, excluir en el sentido de evitar las ideas intrusas, de erigir contra ellas una resistencia. La plegaria, pues, no es meditación, y la concentración excluyente no es meditación.
¿Qué es, pues, la meditación? La concentración no es meditación, porque, cuando hay interés, es relativamente fácil concentrarse en algo. Un general que hace planes para la guerra, para la matanza, está muy concentrado. Un hombre de negocios ocupado en ganar dinero está muy concentrado; hasta puede ser cruel al prescindir de todo otro sentimiento y concentrarse completamente en lo que él desea. Un hombre que está interesado en cualquier cosa se concentra de un modo natural, espontáneo. Pero esa concentración, por cierto, no es meditación, es una mera exclusión.
¿Qué es, entonces, la meditación? La meditación es por cierto comprensión, la meditación del corazón es comprensión. ¿Cómo puede haber comprensión habiendo exclusión? ¿Cómo puede haber comprensión cuando hay ruego, súplica? En la comprensión está la paz, la libertad; quedáis libres de aquello que comprendéis. Pero el mero hecho de concentrarse o de orar no trae comprensión. La comprensión es la base misma, el proceso fundamental de la meditación. No tenéis que aceptar mi palabra al respecto; pero si examináis la oración y la concentración con mucho cuidado, a fondo, hallaréis que ninguna de ellas trae comprensión. Sólo conducen a la obstinación, a la fijación, a la ilusión. Mientras que la meditación, en la cual hay comprensión, trae libertad, claridad e integración. Ahora bien, ¿qué entendemos por comprensión? La comprensión significa atribuir significado verdadero, dar su verdadero valor a todas las cosas. Ser ignorante es dar falsos valores. Está en la naturaleza misma de la estupidez la falta de comprensión de los verdaderos valores. La comprensión, pues, surge cuando existen verdaderos valores, cuando los verdaderos valores son establecidos. ¿Y cómo habrá uno de establecer verdaderos valores: el verdadero valor de la propiedad, el verdadero valor de las relaciones, el verdadero valor de las ideas? Para que surjan los verdaderos valores, es preciso que comprendáis al pensador, ¿no es así? Si no comprendo al pensador, que soy yo mismo, lo que yo escojo carece de sentido. Es decir, si no me conozco a mí mismo, mi acción, mi pensamiento, no tienen fundamento alguno. De suerte que el conocimiento propio es el comienzo de la meditación; no el conocimiento que uno obtiene de los libros, de las autoridades, de los “gurús”, sino el conocimiento que surge de la explotación de uno mismo, que es autopercepción. La meditación es el principio del conocimiento propio, y sin conocimiento propio no hay meditación. Porque, si no comprendo las modalidades de mis pensamientos, de mis sentimientos, si no comprendo mis móviles, mis deseos, mis exigencias, mi busca de normas de acción, que son ideas; si no me conozco a mí mismo, no existe base para pensar. Y el pensador que sólo pide, niega o excluye, sin comprenderse a sí mismo, tiene inevitablemente que terminar en la confusión, en la ilusión. El principio de la meditación es, pues, el conocimiento propio, y éste significa darse cuenta de todo movimiento del pensar y del sentir, conocer todas las capas de mi conciencia, no sólo las superficiales sino las ocultas, las actividades profundamente encubiertas. Mas para conocer las actividades profundamente encubiertas, los móviles, respuestas, pensamientos y sentimientos ocultos, tiene que haber tranquilidad en la mente consciente; es decir, la mente consciente debe estar en calma, serena, a fin de recibir la proyección de lo inconsciente. La mente superficial, consciente, está ocupada con sus diarias actividades: ganar el sustento, engañar y explotar a los demás, huir de los problemas, todas las diarias actividades de nuestra existencia. Esa mente superficial tiene que comprender el verdadero significado de sus propios actividades, y con ello lograr tranquilidad para sí misma. No puede lograr tranquilidad, calma, por la mera regulación, por la coacción, por la disciplina. Sólo puede lograr tranquilidad, paz, serenidad, comprendiendo sus propias actividades, observándolas, dándose cuenta de ellas, viendo su propia crueldad, cómo habla al sirviente, a la esposa, a la hija, a tu madre, y lo demás. Cuando la mente superficial, consciente, se da así plena cuenta de todas sus actividades, mediante esa comprensión llega ella a estar espontáneamente tranquila, no narcotizada por la coacción ni regulada por el deseo; entonces está capacitada para recibir las intimaciones, las insinuaciones de lo inconsciente, de las muchísimas capas ocultas de la mente: los instintos raciales, los recuerdos enterrados, los secretos deseos, las profundas heridas que aún no han sido sanadas. Tan sólo cuando todo eso se ha proyectado y ha sido comprendido, cuando la totalidad de la conciencia se ha descargado y ya no está trabada por ninguna herida, por ninguna clase de recuerdo, está ella en condiciones de recibir lo eterno.
La meditación es, pues, conocimiento propio, y sin conocimiento propio no hay meditación. Si no os dais cuenta en todo momento de todas vuestras reacciones, si no sois plenamente conscientes, si no os dais plena cuenta de vuestras diarias actividades, el mero hecho de encerraros en una habitación y sentaros frente a un cuadro de vuestro “guía espiritual”, de vuestro Maestro, de meditar, es una escapatoria. Sin conocimiento propio, en efecto, no hay verdadero pensar, y sin verdadero pensar lo que vosotros hacéis carece de sentido, por nobles que sean vuestras intenciones. La oración no tiene, pues, significado alguno sin conocimiento propio; mas cuando hay conocimiento propio hay verdadero pensar, y por lo mismo verdadera acción. Cuando hay verdadera acción no hay confusión, y por lo tanto no suplicáis a nadie que os saque de ella. Un hombre que es plenamente sensible, perceptivo, está meditando; él no ora, porque nada desea. Mediante la oración, la disciplina, la repetición, y todo lo demás, podéis producir cierta serenidad; pero eso es simple embotamiento, y reduce la mente y el corazón a un estado de hastío, de cansancio. Con ello se narcotiza la mente; y la exclusión, que llamáis concentración, no conduce a la realidad; jamás lo podrá exclusión alguna. Lo que trae comprensión es el conocimiento propio, y no es muy difícil ser consciente, perceptivo, habiendo verdadera intención. Si os interesa descubrir todo el proceso de vosotros mismos -no sólo la parte superficial sino el proceso integro de todo vuestro ser-, entonces ello resulta relativamente fácil. Si realmente deseáis conoceros a vosotros mismos, escudriñaréis vuestro corazón y vuestra mente para conocer su pleno contenido; y cuando exista la intención de conocer, conoceréis. Entonces podréis seguir, sin condenación ni justificación, todo movimiento del pensar y del sentir; y siguiendo todo pensamiento y todo sentimiento a medida que surge, realizaréis una paz que no será producto de la voluntad ni de la disciplina sino el resultado de no tener ningún problema, ninguna contradicción. Es como el lago que se vuelve apacible, sereno, cuando al caer la tarde ya no sopla el viento; y cuando la mente está serena, aquello que es inconmensurable se manifiesta.