PREGUNTAS Y RESPUESTAS - 27 - EL NOMBRAR -

 27. EL NOMBRAR 

Pregunta: ¿Cómo puede uno darse cuenta de una emoción sin darle nombre o sin clasificarla? Si percibo un sentimiento, parece que sé lo que ese sentimiento es, casi inmediatamente después que surge. ¿O quiere usted significar algo diferente cuando dice “no nombréis”? 

KRISHNAMURTI: ¿Por qué le ponemos nombre a alguna cosa? ¿Por qué le ponemos rotulo a una flor, a una persona, a un sentimiento? 

Uno hace eso para comunicar el propio sentimiento, para describir la flor, y así sucesivamente, o para identificarse con ese sentimiento. ¿No es así? 

Yo nombro algo, un sentimiento, para comunicarlo. “Estoy enojado”. O me identifico con ese sentimiento, para fortalecerlo, para disolverlo o para hacer algo a su respecto. 

Le damos nombre a algo, a una rosa, para comunicarlo a otros; o al darle un nombre creemos que la hemos comprendido. Decimos “eso es una rosa”, la miramos rápidamente y continuamos nuestro camino. 

Al darle un nombre creemos haberla comprendido; la hemos clasificado y creemos que por eso hemos comprendido el contenido total y la belleza de esa flor. 

Al darle un nombre a alguna cosa, la hemos puesto simplemente en una categoría, y creemos haberla comprendido; no la miramos más de cerca. 

Pero si no le damos un nombre, nos vemos obligados a mirarla. 

Es decir, nos acercamos a la flor, o a lo que fuere, en actitud nueva, con una nueva cualidad de examen; la miramos como si nunca la hubiésemos visto antes. 

El poner nombre es un medio muy cómodo de deshacerse de las cosas y de la gente, diciendo que se trata de alemanes, de japoneses, de americanos, de hindúes. 

Les ponéis un rótulo y destruís el rótulo. Pero si no le ponéis un rótulo a las personas, os veis obligados a observarlas, y entonces resulta mucho más difícil matar a alguien. 

Podéis destruir el rótulo, con una bomba, y sentir que obráis con rectitud. 

Pero si no le ponéis un rótulo, y, por lo tanto, tenéis que mirar la cosa individualmente -ya sea un hombre o una flor, un incidente o una emoción-, entonces os veis forzados a considerar vuestra relación con la cosa y la acción que de ahí resulte. 

De suerte que nombrar o poner un rótulo es un modo muy cómodo de deshacerse de tal o cual cosa, de negarla, condenarla o justificarla. Ese es un aspecto de la cuestión.

¿Cuál es el centro desde el cual nombráis? ¿Cuál es el centro que siempre está nombrando, escogiendo, clasificando? 

Todos sentimos que hay un centro, un núcleo, desde el cual actuamos, juzgamos y denominamos, ¿no es así? ¿Qué es ese centro, ese núcleo? 

A algunos les agradaría pensar que es una esencia espiritual, Dios o lo que os plazca. 

Por lo tanto, descubramos qué es ese núcleo, ese centro que nombra, define, juzga. 

Ese centro, por cierto, es la memoria, ¿no es así? 

Una serie de sensaciones identificadas y conservadas; el pasado, vivificado a través del presente. 

Ese núcleo, ese centro, se alimenta del presente al nombrar, al clasificar, al recordar. 

Pronto veremos, según vamos poniéndolo de manifiesto, que mientras exista ese núcleo, ese centro, no puede haber comprensión. 

Sólo con la disipación de ese núcleo surge la comprensión. Porque, al fin y al cabo, ese núcleo es memoria, recuerdo de diversas experiencias a las que se ha dado nombres, rótulos, identificaciones. 

Con esas experiencias nombradas y rotuladas, desde ese centro, se acepta y se rechaza, se toma la determinación de ser o de no ser, conforme a las sensaciones, placeres y penas del recuerdo de la experiencia. 

Ese centro es, pues, la palabra. Si no le dais nombre a ese centro, ¿hay acaso un centro? 

Esto es, si no pensáis con palabras, si no empleáis palabras, ¿podéis pensar? 

El pensar surge mediante la verbalización; o bien la verbalización empieza a responder al pensar. 

De suerte que el centro, el núcleo, es el recuerdo de innumerables experiencias de placer y dolor, expresado por medio de palabras. 

Observadlo en vosotros mismos, por favor, y veréis que las palabras, los nombres, se han vuelto mucho más importantes que la substancia; y vivimos de palabras.

Las palabras tales como verdad, Dios, o los sentimientos que esas palabras representan, han adquirido para nosotros gran importancia. 

Cuando decimos la palabra “americano”, “cristiano”, “hindú”, o la palabra “ira”, somos la palabra que representa el sentimiento. 

Pero no sabemos qué es ese sentimiento, porque lo que se ha vuelto importante es la palabra. 

Cuando decís que sois budistas, cristianos, ¿qué significa la palabra, qué sentido hay detrás de esa palabra que nunca habéis examinado? 

Nuestro centro, el núcleo, es la palabra, el rótulo. 

Si el nombre no hace al caso, si lo que importa es aquello que está detrás del nombre, entonces podéis inquirir; pero si estáis identificados con el nombre y confundidos con él, no podéis proseguir. 

Y nosotros estamos identificados con el nombre: la casa; la forma, el nombre, el mobiliario, la cuenta bancaria, nuestras opiniones, nuestros estimulantes, y así sucesivamente. 

Somos todas esas cosas; y esas cosas están representadas por un nombre. 

Las cosas han llegado a ser importantes, los nombres, los rótulos; y, por lo tanto, el centro, el núcleo, es la palabra.

Si no hay palabra ni rótulo, no hay centro, ¿no es así? 

Hay disolución, hay un vacío, no el vacío del miedo, lo cual es una cosa enteramente distinta. 

Hay una sensación de ser como la nada; y puesto que habéis eliminado todos los rótulos, o más bien, habiendo comprendido por qué les ponéis rótulo a los sentimientos y a las ideas, sois completamente nuevos, ¿verdad? 

No hay centro desde el cual actuéis. 

El centro, que es la palabra, ha sido disuelto. El rótulo ha sido eliminado, ¿y dónde estáis vosotros como centros? 

Estáis ahí, pero ha habido una transformación. 

Y esa transformación os asusta un poco; por eso no proseguir con lo que continúa implícito en ella; ya estáis empezando a juzgarla, a decidir si os gusta o no os gusta. 

No proseguís con la comprensión de lo que va a surgir, sino que ya estáis juzgando; lo cual significa que tenéis un centro desde el cual actuáis. 

Por lo tanto, os quedáis estancados tan pronto juzgáis; las palabras “me gusta” y “no me gusta” se vuelven importantes. 

¿Pero qué ocurre cuando nombréis? 

Captáis más directamente la emoción, la sensación, y, por lo tanto, os relacionáis con ella de manera muy distinta, igual que con una flor cuando no le dais nombre. 

Os veis forzados a mirarla de un modo nuevo. 

Cuando no dais nombre a un grupo de personas, os veis obligados a mirar cada rostro individual y no a tratarlos a todos ellos como “masa”. 

Estáis, por lo tanto, mucho más alertas, mucho más atentos, sois más comprensivos, tenéis un sentido de piedad, de amor, más profundo; mas si a todos los tratáis como “masa”, se acabó. 

Si no le ponéis nombre, tenéis que considerar cada sentimiento a medida que surge. 

Cuando nombráis, ¿es el sentimiento diferente del nombre? ¿O el nombre despierta el sentimiento? 

Por favor, pensadlo bien. Cuando le asignamos un nombre, casi todos nosotros intensificamos el sentimiento. 

El sentimiento, y el darle un nombre, son instantáneos. 

Si hubiera un intervalo entre el sentimiento y el nombrar, podríais descubrir si el sentimiento es diferente del nombre, y entonces podríais habéroslas con el sentimiento, sin ponerle nombre. 

El problema es éste: ¿como librarnos de un sentimiento que nombramos, tal como la ira? 

No se trata de subyugarlo, de sublimarlo, de reprimirlo, todo lo cual es idiota y falto de madurez; se trata de como librarse realmente de él. 

Y para estar realmente libres de él, tenemos que descubrir si la palabra es más importante que el sentimiento. 

La palabra “ira” tiene más significación que el sentimiento mismo. 

Y, para descubrir eso, en realidad, tiene que haber un intervalo entre el sentimiento y el nombrar. 

Esa es una parte.

Si no nombro un sentimiento, es decir, si el pensamiento no funciona solamente a causa de las palabras, o si no pienso en términos de palabras, imágenes o símbolos, lo que casi todos hacemos, ¿qué ocurre entonces? 

Entonces la mente, por cierto, no es simplemente el observador. 

Esto es, cuando la mente no piensa en términos de palabras, símbolos, imágenes, no hay pensador separado del pensamiento, el cual es la palabra. 

Entonces la mente está serena, quieta, ¿no es así? 

No está aquietada sino quieta. 

Y cuando la mente está realmente quieta, es posible habérnoslas instantáneamente con los sentimientos que surgen. 

Es tan sólo cuando les damos nombres a los sentimientos y con ello los fortalecemos, que los sentimientos tienen continuidad; se acumulan en el centro desde el cual seguimos poniéndoles nombres, ya sea para fortalecerlos o para comunicarlos. 

Cuando la mente ya no es, en calidad de pensador, el centro hecho de palabra, de experiencias pasadas -todas las cuales son recuerdos, nombres, acumulados y ordenados en categorías, en casillas-, cuando no hace ninguna de esas cosas, entonces es obvio que la mente está quieta. 

Ya no está atada, ya no hay un centro como el “yo” -“mi” casa, “mi” logro, “mi” trabajo-, que siguen siendo palabras, las cuales dan ímpetu al sentimiento y con ello fortalecen la memoria. 

Cuando ninguna de esas cosas ocurre, la mente está muy serena, quieta. 

Ese estado no es negación. 

Por el contrario, para llegar a ese punto tenéis que pasar por todo eso, lo cual es una empresa enorme.

 Ello no consiste simplemente en aprender unas cuantas series de palabras y repetirlas como lo haría un escolar: no nombrar, no nombrar.

 Seguir a fondo todo lo que ello implica, vivenciarlo, ver cómo la mente funciona y así llegar al punto en que ya no ponéis nombres -lo cual significa que ya no hay un centro distinto del pensamiento-; todo este proceso, sin duda, es verdadera meditación. 

Cuando la mente está de veras tranquila, entonces es posible que se manifieste aquello que es inconmensurable. 

Cualquier otro proceso, cualquiera otra búsqueda de la realidad, es mera autoproyección, cosa de nuestra propia hechura, y, por tanto, ilusoria. 

Pero este proceso es arduo, y él significa que la mente tiene en todo instante que darse cuenta do todo lo que internamente le ocurre. 

Para llegar a ese punto, no puede haber condenación ni justificación desde el principio hasta el fin, sin que esto sea un fin. 

No existe un fin, porque hay algo extraordinario que aún continúa. 

Esto no es una promesa. 

A vosotros os toca experimentar, penetrar de más en más profundamente en vosotros mismos, de suerte que todas la innumerables capas del centro sean disueltas; y eso lo podéis hacer rápida o perezosamente.

 Pero es en extremo interesante observar el proceso de la mente, cómo depende de las palabras, cómo las palabras estimulan la memoria, resucitan la experiencia muerta y le infunden vida. 

Y en ese proceso la mente vive en el futuro o en el pasado. 

Por tanto, las palabras tienen un enorme significado, tanto neurológico como psicológico. 

Os ruego que no aprendáis todo esto de mi o de un libro. 

No podéis aprenderlo de otra persona ni hallarlo en un libro. 

Lo que aprendáis o encontréis en un libro no será lo real. 

Pero podéis experimentarlo, podéis observaros en la acción, observaros al pensar, ver cómo pensáis, cuán rápidamente le dais nombre al sentimiento a medida que surge; y la observación de todo este proceso librará a la mente de su centro. 

Entonces la mente, estando quieta, puede recibir aquello que es eterno.



PREGUNTAS Y RESPUESTAS - 26 - LO VIEJO Y LO NUEVO -

 26. LO VIEJO Y LO NUEVO 

Pregunta: Cuando le escucho a usted, todo me parece claro y nuevo. En mi hogar, el viejo y sordo desasosiego se hace sentir. ¿Qué es lo que en mí anda mal? 

KRISHNAMURTI: ¿Qué es lo que efectivamente ocurre en nuestra vida? Hay constante reto y respuesta. Eso es la existencia, eso es la vida: constante provocación y respuesta. ¿No es así? 

El reto, siempre es nuevo, y la respuesta siempre es vieja. Lo encontré a usted ayer, y hoy viene usted a mí. Es diferente, ha cambiado, es un nuevo hombre. Pero yo tengo la imagen de usted tal cual era ayer.

Absorbo, por lo tanto, lo nuevo en lo viejo. 

No me encuentro con usted de un modo nuevo, sino que tengo su imagen de ayer; de suerte que mi respuesta al reto presente es siempre condicionada. 

Aquí, por el momento, usted deja de ser brahmán, o cristiano, deja de ser casta superior, o lo que sea; se olvida de todo. 

No hace más que escuchar, absorto, tratando de descubrir. Mas cuando reasume su vida cotidiana, vuelve a ser usted lo que era: está de nuevo en su casta, su sistema, su empleo, su familia. 

Es decir, lo nuevo se ve siempre absorbido en lo viejo, en los viejos hábitos, costumbres, ideas, tradiciones, recuerdos. 

Lo nuevo nunca está presente, puesto que siempre hacéis frente a lo nuevo con lo viejo; el reto es nuevo, pero le hacéis frente con lo viejo. 

De modo que el problema, en este asunto, es éste: ¿cómo liberar el pensamiento de lo viejo, para que sea nuevo en todo momento? 

Cuando veis una flor, cuando veis un rostro, cuando veis el cielo, un árbol, una sonrisa, ¿cómo vais a hacerle frente de un modo nuevo? ¿Por qué no le hacemos frente de un modo nuevo? ¿Por qué es que lo pasado absorbe lo nuevo y lo modifica? ¿Por qué lo nuevo cesa cuando volvéis al hogar?

 Ahora bien, la vieja respuesta surge del pensador. 

¿No es el pensador siempre lo viejo? Como vuestro pensamiento se basa en el pasado, cuando os encontráis con lo nuevo es el pensador quien le hace frente; es la experiencia de ayer que le hace frente.

 El pensador es siempre lo viejo. Volvemos, pues, al mismo problema de manera diferente: ¿cómo liberar la mente de sí mismo como pensador? ¿Cómo extirpar el recuerdo, no el recuerdo “factual” sino el recuerde psicológico, que es la acumulación de la experiencia? 

Porque, sin estar libre del residuo de la experiencia, no puede haber captación de lo nuevo. Ahora bien, el libertar el pensamiento, el estar libre del proceso de pensar y así hacer frente a lo nuevo, es arduo, ¿verdad? 

Porque todas nuestras creencias, todas nuestras tradiciones, todos nuestros métodos educativos, son un proceso de imitación, de copia, de “memorización”, de formar el receptáculo de la memoria. 

Esa memoria responde constantemente a lo nuevo; y a la respuesta de esa memoria llamamos “pensar”, y ese pensar hace frente a lo nuevo. ¿Cómo, pues, puede existir lo nuevo? 

Sólo cuando no hay residuo de la memoria puede haber lo nuevo, y hay residuo cuando la experiencia no está finalizada, concluida, terminada, es decir, cuando la comprensión de la experiencia es incompleta. 

Cuando la experiencia es completa, no hay residuo. Esa es la belleza de la vida. 

El amor no es residuo, el amor no es experiencia; es un estado de ser. 

El amor es enteramente nuevo. 

De suerte que nuestro problema es éste: ¿puede uno hacer frente a lo nuevo constantemente, aun en el hogar? 

Por cierto que sí. 

Para hacer eso hay que producir una revolución en el pensamiento, en el sentir, y sólo podéis ser libres cuando todo incidente es cabalmente pensado de instante en instante, cuando toda respuesta es plenamente comprendida, no mirada de un modo casual y luego desechada. 

Sólo se está libre de la acumulación de recuerdos cuando todo pensamiento, todo sentimiento, es completado, pensado cabalmente hasta el final. 

Es decir, cuando cada pensamiento y cada sentimiento es considerado acabadamente y concluye, hay un final; y entonces existe un intervalo entre ese final y el siguiente pensamiento. 

En ese intervalo de silencio hay renovación; la nueva “creatividad” se manifiesta. 

Ahora bien, esto no es teórico ni impracticable. 

Si tratáis de captar por completo todo pensamiento y sentimiento, descubriréis que eso es extraordinariamente práctico en vuestra vida diaria; pues entonces sois nuevos, y lo que es nuevo es eterno, perdurable. 

Lo nuevo es creador, y ser creador es ser feliz; y a un hombre feliz no le importa ser rico o pobre, ni a qué casta, clase social o país pertenece. 

No tiene dirigentes, ni dioses, ni templos, ni iglesias y por lo tanto tampoco tiene disputas ni enemistad.

 Ese, por cierto, es el modo más práctico de resolver nuestras dificultades en el presente caos mundial.

 Es porque no somos creadores en el sentido en que uso ese término, que somos tan antisociales en todos los diferentes niveles de vuestra conciencia. 

Para ser muy práctico y eficaz en nuestras relaciones sociales, en nuestras relaciones con todo, uno debe ser feliz; y no puede haber felicidad si no hay terminación, no puede haber felicidad si hay un constante proceso de llegar a ser algo. 

En el finalizar hay renovación, renacimiento, novedad, lozanía, júbilo. 

Pero lo nuevo es absorbido en lo viejo, y lo viejo destruye lo nuevo, mientras haya trasfondo, mientras el pensamiento condicione a la mente, al pensador. 

Para verse libre del trasfondo, de las influencias condicionantes, del recuerdo hay que estar libre de la continuidad; y hay continuidad mientras el pensamiento y el sentimiento no hayan terminado por completo. 

Usted completa un pensamiento cuando lo sigue hasta el final, poniendo con ello fin a todo pensamiento, a todo sentimiento. 

El amor, por cierto, no es hábito, memoria; el amor siempre es nuevo. 

Sólo puede haber captación de lo nuevo cuando la mente es nueva; y la mente no es nueva mientras haya el residuo de pasadas experiencias. 

La memoria es “factual” a la vez que psicológica. 

No me refiero a la memoria “factual” sino a la memoria psicológica. 

Mientras la experiencia no sea completamente comprendida; deja residuo, que es lo viejo, que es lo de ayer, la cosa del pasado; y el pasado está siempre absorbiendo lo nuevo, y por lo tanto destruyéndolo.

 Sólo cuando la mente está libre de lo viejo, hace frente a lo nuevo de un modo nuevo, y en eso hay júbilo.