CAPÍTULO XIII
EL DESEO
Para la mayoría de nosotros, el deseo es todo un problema: el deseo de propiedad, de posición, de poder, de comodidad, de inmortalidad, de continuidad, el deseo de ser amado, de poseer algo permanente, satisfactorio, duradero, algo que esté más allá del tiempo. Ahora bien, ¿qué es el deseo? ¿Qué es esta cosa que nos impulsa, que nos compele? No quiero decir que debiéramos estar satisfechos con lo que tenemos o con lo que somos, lo cual es simplemente lo opuesto de lo que queremos. Estamos tratando de ver qué es el deseo; y si podemos examinarlo a modo de prueba, sin una idea fija, creo que causaremos una transformación que no es una mera substitución de un objeto de deseo por otro objeto de deseo. Esto último, empero, es generalmente lo que entendemos por “cambio”, ¿no es así? Estando insatisfechos con determinado objeto del deseo, le hallamos un substituto. Sin cesar nos movemos de un objeto del deseo a otro que consideramos superior, más noble, más refinado; pero, por refinado que sea, el deseo es siempre deseo, y en este movimiento del deseo hay lucha interminable, el conflicto de los opuestos. ¿No es, pues, importante averiguar qué es el deseo y si él puede ser transformado? ¿Qué es el deseo? ¿No es el símbolo y su sensación? El deseo es la sensación conjuntamente con el propósito de su logro. ¿Existe el deseo sin un símbolo, y su sensación? No, evidentemente. El símbolo podrá ser un cuadro, una persona, una palabra, un nombre, una imagen, una idea que me brinda una sensación, que me hace sentir que me gusta o me disgusta; si la sensación es agradable, yo deseo lograr, poseer, aferrar su símbolo y continuar con ese placer. De vez en cuando, de acuerdo con mis inclinaciones e intensidades, cambio el cuadro, la imagen, el objeto. De una forma de placer estoy harto, fastidiado, cansado, aburrido; busco, pues, una nueva sensación, una nueva idea, un nuevo símbolo. Rechazo la vieja sensación y me abro a una nueva, con nuevas palabras, nuevas significaciones, nuevas experiencias. Resisto a lo viejo y cedo a lo nuevo que considero superior, más noble, más satisfactorio. Así, en el deseo hay resistencia y rendición, lo cual involucra tentación; y, por supuesto, en el ceder a determinado símbolo de deseo hay siempre temor a la frustración. Si observo todo el proceso del deseo en mí mismo, veo que siempre hay un objeto hacia el cual mi mente se dirige en busca de más sensación, y que en este proceso hay involucrada resistencia, tentación y disciplina. Hay percepción, sensación, contacto y deseo, y la mente se convierte en el instrumento mecánico de este proceso, en el cual los símbolos, las palabras, los objetos, son el centro en torno del cual todo deseo, todos los empeños, todas las ambiciones se erigen; y ese centro es el “yo”. ¿Y es que yo puedo disolver ese centro del deseo, no un deseo ni un apetito o ansia en particular sino la estructura íntegra del deseo, del anhelo, de la esperanza, en la que siempre existe el temor a la frustración? Cuanto más me veo frustrado, mayor fuerza doy al “yo”. Mientras haya esperanza, anhelo, existe siempre el trasfondo del temor, el cual, una vez más, refuerza aquel centro. Y la revolución sólo es posible en aquel centro, no en la superficie, lo cual es mero proceso de distracción, un cambio superficial que conduce a una acción dañina. Cuando me doy cuenta, pues, de toda esta estructura del deseo, veo cómo mi mente ha llegado a ser un centro muerto, un proceso mecánico de memoria. Habiéndome cansado de un deseo, automáticamente quiero satisfacerme en otro. Mi mente experimenta siempre en términos de sensación, es el instrumento de la sensación. Estando aburrido de determinada sensación, busco una sensación nueva, que podrá ser lo que llamo “realización de Dios”; pero ello sigue siendo sensación. Ya me tiene harto este mundo y sus afanes, y deseo la paz, una paz que sea eterna; de suerte que medito, domino mi mente y la disciplino a fin de experimentar esa paz. La experiencia de esa paz sigue siendo sensación. Mi mente, pues, es el instrumento mecánico de la sensación, de la memoria, un centro muerto desde el cual yo actúo y pienso. Los objetos que persigo son las proyecciones de la mente como símbolos de los cuales ella deriva sensaciones. La palabra “Dios”, la palabra “amor”, la palabra “comunismo’ la palabra “democracia”, la palabra “nacionalismo”, todo estos son símbolos que despiertan sensaciones en la mente, y por lo tanto la mente se apega a ellos. Como vosotros y yo sabemos, toda sensación termina, y así pasamos de una sensación a otra; y cada sensación fortalece el hábito de buscar más sensación. De tal suerte la mente llega a ser mero instrumento de sensación y memoria, y en ese proceso estamos atrapados. Mientras la mente busque más experiencia, sólo puede pensar en términos de sensación; y a toda vivencia que sea espontánea, creativa, vital, sorprendentemente nueva, ella la reduce en seguida a sensación, y persigue esa sensación, que entonces se vuelve recuerdo. La vivencia, por lo tanto, está muerta, y la mente llega a ser como las aguas estancadas del pasado. Por poco que hayamos examinado esto profundamente, estamos familiarizados con este proceso; y parecemos incapaces de ir más allá. Y nosotros queremos ir más allá, por que estamos cansados de esta interminable rutina, de esta mecánica búsqueda de sensación. La mente, pues, proyecta la idea de la verdad, de Dios; sueña con un cambio vital y con desempeñar un papel principal en ese cambio, y así sucesivamente. De ahí que no haya nunca un estado creador. Veo desarrollarse en mí mismo este proceso del deseo, que es que se repite, que mantiene a la mente en un proceso de rutina y hace de ella un centro muerto del pasado en el que no hay espontaneidad creadora. Y también hay momentos súbitos de acción creadora, de aquello que no pertenece a la mente, ni a la memoria, ni a la sensación, ni al deseo. Nuestro problema, pues, es el de comprender el deseo, no hasta dónde debiera ir, o dónde debiera terminar, sino el de comprender todo el proceso del deseo, las ansias, los anhelos, los apetitos vehementes. Muchos de nosotros creemos que el poseer muy poco indica liberación del deseo, ¡y qué culto rendimos a los que no tienen sino pocas cosas! Un taparrabo, una túnica, simbolizan nuestro deseo de estar libres del deseo; pero esa, nuevamente, es una reacción muy superficial. ¿Por qué empezar en el nivel superficial de abandonar la posesiones materiales cuando vuestra mente está mutilada por innumerables anhelos, innumerables deseos, creencias, luchas? Es ahí, por cierto, donde la revolución debe producirse, no en lo que respecta a cuánto poseéis o qué ropa usáis, o cuántas veces coméis. Pero esas cosas signan porque nuestra mente es muy superficial. De suerte que vuestro problema y el mío consiste en ver si la mente puede alguna vez estar libre del deseo, de la sensación. La creación, por cierto, nada tiene que ver con la sensación; la realidad, Dios o lo que fuere, no es un estado que pueda experimentarse como sensación. Cuando tenéis una vivencia, ¿qué acontece? Ella os ha dado cierta sensación, un sentimiento de júbilo o de depresión. Naturalmente, tratáis de evitar, de hacer a un lado el estado de depresión; pero si es una alegría, un sentimiento de júbilo, lo perseguís. Vuestra vivencia ha producido una sensación de placer, y deseáis más; y ese “más” refuerza el centro muerto de la mente, que siempre ansía más experiencia. De ahí que la mente no pueda experimentar nada nuevo, que sea incapaz de “vivenciar” nada nuevo, porque su enfoque es siempre a través de la memoria, a través del reconocimiento; y aquello que es reconocido por medio de la memoria no es verdad, no es creación, no es realidad. Una mente así no puede tener la vivencia de la realidad, sólo puede experimentar sensaciones; y la acción creadora no es sensación, es algo eternamente nuevo de instante en instante. Ahora bien, yo me doy cuenta del estado de mi propia mente; veo que ella es el instrumento de la sensación y del deseo, o, más bien, que ella es sensación y deseo, y que se halla mecánicamente atrapada en la rutina. Una mente así es incapaz de recibir alguna vez o de sentir cabalmente lo nuevo; pues resulta obvio que lo nuevo debe ser algo que está más allá de la sensación, la cual es siempre lo viejo. De suerte que este proceso mecánico con sus sensaciones tiene que terminar, ¿no es así? El querer más, el perseguir símbolos, palabras, imágenes con sus sensaciones, todo eso tiene que acabar. Sólo entonces es posible que la mente se halle en ese estado de “creatividad” en que lo nuevo puede siempre surgir. Si queréis comprender sin estar hipnotizados por palabras, por hábitos, por ideas, y ver cuán importante es que lo nuevo actúe sobre la mente de un modo constante, entonces, tal vez, comprenderéis el proceso del deseo, la rutina, el aburrimiento, el ansia constante de experiencia. Entonces, creo, empezaréis a ver que el deseo tiene muy poca significación en la vida para un hombre que busca realmente. Es obvio que hay ciertas necesidades físicas: alimento, vestido, albergue, y todo lo demás. Pero ellas nunca se convierten para él en apetitos psicológicos, en cosas sobre las cuales la mente se erige como centro de deseo. Más allá de las necesidades físicas, cualquier forma de deseo -de grandeza, de verdad, de virtud- llega a ser un proceso psicológico por el cual la mente elabora la idea del “yo” y se fortalece en el centro.
Cuando veáis este proceso, cuando os deis realmente cuenta de él sin oposición, sin un sentido de tentación, sin resistencia, sin justificarlo ni juzgarlo, entonces descubriréis que la mente es capaz de recibir lo nuevo, y que lo nuevo nunca es una sensación; por lo tanto no puede jamás ser reconocido, experimentado nuevamente. Es un estado de ser en que la creatividad adviene espontáneamente, sin que, intervenga la memoria; y eso es la realidad.
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