LA MUTACIÓN PSICOLÓGICA - J.K. - CAPÍTULO 8 -

 Capítulo Octavo 

Esta mañana tal vez podríamos dejar a un lado todos nuestros problemas: los económicos, los de relación personal, los de mala salud y también los muchos problemas mayores que nos rodean, nacionales e internacionales, los de la guerra, del hambre, los motines, etc. No es que estemos eludiéndolos, mas si podemos, al menos esta mañana, dejarlos a un lado, quizá entonces seamos capaces de acometerlos de modo distinto, con una mente más fresca, con una percepción más aguda, y por ello tratarlos de manera nueva, con mayor vigor y claridad. Me parece que sólo el amor puede producir la acertada revolución, y que toda otra clase de revolución, es decir, la basada en teorías económicas, en ideologías sociales, y así sucesivamente, sólo puede producir más desorden, más confusión y desdicha. No podemos esperar resolver el problema humano, fundamental, reformando y recomponiendo sus muchas piezas. Sólo cuando hay gran amor es cuando podemos tener una perspectiva total y, por tanto, una total acción, en vez de esta actividad parcial, fragmentaria, que ahora llamamos revolución y que no conduce a ninguna parte. Esta mañana me gustaría hablar sobre algo que incluye la totalidad de la vida, algo que no es fragmentario, sino una actitud total ante la existencia entera del hombre; y para examinarlo con alguna profundidad me parece que tiene que dejar uno de estar preso en teorías, creencias, dogmas. La mayoría de nosotros aramos sin cesar en el suelo de la mente, mas parece que nunca sembramos; analizamos, discutimos, fragmentamos las cosas, mas no comprendemos el movimiento total de la vida. Pues bien, creo que hay tres cosas que tenemos que comprender de modo muy profundo si hemos de comprender todo el movimiento de la vida. Son el tiempo, el dolor y la muerte. Para comprender el tiempo, para abarcar el pleno significado del dolor y para convivir con la muerte, para todo eso hace falta la claridad del amor. El amor no es una teoría ni un ideal. O amáis o no amáis. El amor no puede enseñarse. No podéis tomar lecciones sobre cómo amar, ni existe un método por cuya práctica diaria podáis saber lo que es el amor. Mas yo creo que llega uno al amor de forma natural, fácil, espontánea, cuando realmente comprende el sentido del tiempo, la extraordinaria profundidad del dolor y la pureza que viene con la muerte. Acaso podamos, pues, considerar –en la realidad, no en teoría o de manera abstracta- la naturaleza del tiempo, la calidad o estructura del dolor y eso tan extraordinario que llamamos muerte. Estas tres cosas no están separadas. Si comprendemos el tiempo, comprenderemos lo que es la muerte, y también comprenderemos lo que es el dolor. Mas si consideramos el tiempo como algo que está aparte del dolor y la muerte, e intentamos tratarlo separadamente, entonces nuestro enfoque será fragmentario y, por tanto, nunca comprenderemos la extraordinaria belleza y vitalidad del amor.

Vamos, pues, esta mañana a tratar del tiempo, no como una abstracción, sino como una cosa real, siendo el tiempo duración, la continuidad de la existencia. Está el tiempo cronológico, las horas y días que se extienden hasta millones de años; y es el tiempo cronológico el que ha producido la mente con que operamos; ésta es el resultado del tiempo como continuidad de la existencia, y se llama progreso el perfeccionamiento o pulimento de la mente por esa continuidad. El tiempo es también la duración psicológica creada por el pensamiento como medio para lograr algo. Utilizamos el tiempo para progresar, para conseguir, para llegar a ser, para producir cierto resultado. El tiempo, para la mayoría de nosotros, es un peldaño hacia algo que es mucho más grande: hacia el desarrollo de ciertas facultades, hacia el perfeccionamiento de determinada técnica, hacia el logro de un fin, una meta, sea loable o no; y así hemos llegado a pensar que el tiempo es necesario para comprender lo que es verdadero, lo que es Dios, lo que está más allá de todo el afán del hombre. La mayoría de nosotros consideramos el tiempo como el periodo de duración entre el momento presente y algún momento futuro, en que habremos conseguido algo, y utilizamos ese tiempo para cultivar el carácter, para librarnos de cierto hábito, para desarrollar un músculo o un punto de vista. Durante dos mil años, la mente cristiana ha sido condicionada para creer en un Salvador, en el infierno, en el cielo; en Oriente se ha producido un similar condicionamiento mental a lo largo de un periodo mucho más dilatado. Creemos que el tiempo es necesario para todo lo que tenemos que hacer o comprender y, por tanto, el tiempo se convierte en una carga, en una barrera contra la percepción afectiva; nos impide ver de manera inmediata la verdad de algo, porque creemos que hay que tomarse tiempo para ello. Decimos: “Mañana o dentro de un par de años comprenderé esto con extraordinaria claridad.” Desde el momento en que admitimos el tiempo, estamos cultivando la indolencia, esa peculiar pereza que nos impide ver inmediatamente la cosa como es en realidad. Creemos necesitar el tiempo para abrirnos paso a través del condicionamiento que sobre la mente ha impuesto la sociedad, con sus religiones organizadas, sus códigos de moral, sus dogmas, su arrogancia y su espíritu de competencia. Pensamos en términos de tiempo, porque el pensamiento es del tiempo; el pensamiento es la respuesta de la memoria, y esta es toda la experiencia que se ha ido acumulando, que hemos heredado y adquirido por la raza, la comunidad, el grupo, la familia y el individuo. Estos conocimientos son el resultado del proceso aditivo de la mente, y su acumulación ha requerido tiempo. Para la mayoría de nosotros, la mente es memoria, y siempre que hay un estimulo, una demanda, es la memoria la que responde. Es como la respuesta del cerebro electrónico, que funciona por tiempo es necesario para todo lo que tenemos que hacer o comprender y, por tanto, el tiempo se convierte en una carga, en una barrera contra la percepción afectiva; nos impide ver de manera inmediata la verdad de algo, porque creemos que hay que tomarse tiempo para ello. Decimos: “Mañana o dentro de un par de años comprenderé esto con extraordinaria claridad.” Desde el momento en que admitimos el tiempo, estamos cultivando la indolencia, esa peculiar pereza que nos impide ver inmediatamente la cosa como es en realidad. Creemos necesitar el tiempo para abrirnos paso a través del condicionamiento que sobre la mente ha impuesto la sociedad, con sus religiones organizadas, sus códigos de moral, sus dogmas, su arrogancia y su espíritu de competencia. Pensamos en términos de tiempo, porque el pensamiento es del tiempo; el pensamiento es la respuesta de la memoria, y esta es toda la experiencia que se ha ido acumulando, que hemos heredado y adquirido por la raza, la comunidad, el grupo, la familia y el individuo. Estos conocimientos son el resultado del proceso aditivo de la mente, y su acumulación ha requerido tiempo. Para la mayoría de nosotros, la mente es memoria, y siempre que hay un estimulo, una demanda, es la memoria la que responde. Es como la respuesta del cerebro electrónico, que funciona por  asociación. Como el pensamiento es la reacción de la memoria, es, en su naturaleza misma, producto del tiempo y creador del mismo. Por favor, lo que estoy diciendo no es una teoría, no es algo sobre lo cual tengáis que pensar. No tenéis que pensar sobre ello, sino más bien verlo porque es así. No voy a entrar en todos los intrincados detalles, pero he indicado los hechos esenciales, y o lo veis o no lo veis. Si estáis siguiendo lo que se dice, no sólo de modo verbal, lingüístico o analítico, sino viendo efectivamente que es así, comprenderéis como engaña el tiempo; y entonces la cuestión es si el tiempo puede cesar; si podemos ver todo el proceso de nuestra propia actividad, ver su profundidad, su superficialidad, su belleza, su fealdad, no mañana sino inmediatamente, entonces esa misma percepción es la acción que destruye el tiempo. Sin comprender el tiempo no podemos comprender el dolor. No son dos cosas diferentes, como tratamos de hacer creer. Ir a la oficina, estar con la familia, procrear hijos, no son incidentes separados, aislados; al contrario, están profunda e íntimamente relacionados unos con otros; y no podemos ver esta extraordinaria intimidad de relación si no existe la sensibilidad que el amor conlleva.

Para comprender el dolor, tenemos en realidad que comprender la naturaleza del tiempo y la estructura del pensamiento. El tiempo tiene que detenerse pues de lo contrario sólo estaremos repitiendo la información que hemos acumulado como un cerebro electrónico. Si no termina el tiempo lo cual significa la terminación del pensamiento, habrá mera repetición, ajuste, una continua modificación; nunca habrá nada nuevo. Somos como cerebros electrónicos glorificados, tal vez un poco más independientes, pero, sin embargo, maquinales en la forma en que funcionamos. Así, para comprender la naturaleza del dolor y para acabar con él, tiene uno que comprender el tiempo; y comprender el tiempo es comprender el pensamiento. No están separados. Al comprender el tiempo nos encontramos con el pensamiento, y la comprensión de este es la terminación del tiempo y por tanto, la del dolor. Si eso está muy claro, entonces podemos mirar el dolor sin rendirle culto, como hacen los cristianos. Aquello que no comprendemos lo adoramos o lo destruimos, lo ponemos en una iglesia, en un templo o en un oscuro rincón de la mente, y le tenemos mucho miedo; o le damos de puntapiés, lo tiramos o lo eludimos más aquí no estamos haciendo ninguna de esas cosas. Vemos que durante miles de años el hombre ha luchado con este problema del dolor, y que no ha podido resolver; se ha habituado, pues, a él, lo ha aceptado, diciendo que es una parte inevitable de la vida. Más el limitarse a aceptar el dolor es no sólo estúpido sino que contribuye a embotar la mente la vuelve insensible, brutal, superficial, y así la mediocridad invade la vida, la deja reducida únicamente a trabajo y placer. Uno vive una existencia fragmentada, como hombre de negocios, científico, artista, como persona sentimental o de las llamadas religiosas, etc. Mas para comprender el dolor y librarse de él tenéis que comprender el tiempo y por consiguiente el pensamiento. No podéis negar el dolor ni huir, eludirlo por las diversiones, las iglesias, las creencias organizadas; ni podéis aceptarlo y rendirle culto; y para no hacer ninguna de estas cosas, hace falta mucha atención, que es energía. El dolor hecha raíces en la autocompasión, y para comprenderlo tiene primero que haber una implacable actuación frente a toda autocompasión. No se si habréis observado como os compadecéis de vosotros mismos, por ejemplo cuando decís: “me siento sólo”. Desde el momento en que os tenéis lástima ya habéis proporcionado el terreno en que arraiga el dolor. Por mucho que justifiquéis la autocompasión y la racionalicéis, le deis lustre, la tapéis con ideas, ahí seguirá, enconándose hondamente en vuestro interior. Así pues, un hombre que quiere comprender el dolor tiene que empezar por librarse de esta trivialidad brutal, egocéntrica, egoísta, que es la lástima de si mismo. Podéis teneros lástima por tener una dolencia o porque hayáis perdido a alguien por la muerte, o porque no os hayáis realizado y en vista de ello os sintáis frustrados, embotados; pero, sea la que fuere la causa, la lástima de si mismo es la raíz del dolor. Una vez que estéis libres de esta lástima, podréis mirar el dolor sin rendirle culto ni escapar de él ni darle un significado espiritual, como  tiramos o lo eludimos más aquí no estamos haciendo ninguna de esas cosas. Vemos que durante miles de años el hombre ha luchado con este problema del dolor, y que no ha podido resolver; se ha habituado, pues, a él, lo ha aceptado, diciendo que es una parte inevitable de la vida. Más el limitarse a aceptar el dolor es no sólo estúpido sino que contribuye a embotar la mente la vuelve insensible, brutal, superficial, y así la mediocridad invade la vida, la deja reducida únicamente a trabajo y placer. Uno vive una existencia fragmentada, como hombre de negocios, científico, artista, como persona sentimental o de las llamadas religiosas, etc. Mas para comprender el dolor y librarse de él tenéis que comprender el tiempo y por consiguiente el pensamiento. No podéis negar el dolor ni huir, eludirlo por las diversiones, las iglesias, las creencias organizadas; ni podéis aceptarlo y rendirle culto; y para no hacer ninguna de estas cosas, hace falta mucha atención, que es energía. El dolor hecha raíces en la autocompasión, y para comprenderlo tiene primero que haber una implacable actuación frente a toda autocompasión. No se si habréis observado como os compadecéis de vosotros mismos, por ejemplo cuando decís: “me siento sólo”. Desde el momento en que os tenéis lástima ya habéis proporcionado el terreno en que arraiga el dolor. Por mucho que justifiquéis la autocompasión y la racionalicéis, le deis lustre, la tapéis con ideas, ahí seguirá, enconándose hondamente en vuestro interior. Así pues, un hombre que quiere comprender el dolor tiene que empezar por librarse de esta trivialidad brutal, egocéntrica, egoísta, que es la lástima de si mismo. Podéis teneros lástima por tener una dolencia o porque hayáis perdido a alguien por la muerte, o porque no os hayáis realizado y en vista de ello os sintáis frustrados, embotados; pero, sea la que fuere la causa, la lástima de si mismo es la raíz del dolor. Una vez que estéis libres de esta lástima, podréis mirar el dolor sin rendirle culto ni escapar de él ni darle un significado espiritual, como tiramos o lo eludimos más aquí no estamos haciendo ninguna de esas cosas. Vemos que durante miles de años el hombre ha luchado con este problema del dolor, y que no ha podido resolver; se ha habituado, pues, a él, lo ha aceptado, diciendo que es una parte inevitable de la vida. Más el limitarse a aceptar el dolor es no sólo estúpido sino que contribuye a embotar la mente la vuelve insensible, brutal, superficial, y así la mediocridad invade la vida, la deja reducida únicamente a trabajo y placer. Uno vive una existencia fragmentada, como hombre de negocios, científico, artista, como persona sentimental o de las llamadas religiosas, etc. Mas para comprender el dolor y librarse de él tenéis que comprender el tiempo y por consiguiente el pensamiento. No podéis negar el dolor ni huir, eludirlo por las diversiones, las iglesias, las creencias organizadas; ni podéis aceptarlo y rendirle culto; y para no hacer ninguna de estas cosas, hace falta mucha atención, que es energía. El dolor hecha raíces en la autocompasión, y para comprenderlo tiene primero que haber una implacable actuación frente a toda autocompasión. No se si habréis observado como os compadecéis de vosotros mismos, por ejemplo cuando decís: “me siento sólo”. Desde el momento en que os tenéis lástima ya habéis proporcionado el terreno en que arraiga el dolor. Por mucho que justifiquéis la autocompasión y la racionalicéis, le deis lustre, la tapéis con ideas, ahí seguirá, enconándose hondamente en vuestro interior. Así pues, un hombre que quiere comprender el dolor tiene que empezar por librarse de esta trivialidad brutal, egocéntrica, egoísta, que es la lástima de si mismo. Podéis teneros lástima por tener una dolencia o porque hayáis perdido a alguien por la muerte, o porque no os hayáis realizado y en vista de ello os sintáis frustrados, embotados; pero, sea la que fuere la causa, la lástima de si mismo es la raíz del dolor. 

No estamos analizando, no investigamos analíticamente el dolor para librarnos de él, porque eso no es más que una jugarreta de la mente. Ésta analiza el dolor y entonces imagina que ha comprendido y que está libre de ese dolor, lo cual es un disparate. Podéis libraros de una clase determinada de dolor, pero éste volverá a surgir en otra forma. Hablamos del dolor como una cosa total –del dolor en si-, sea vuestro, mío o de cualquier otro ser humano. Como he dicho, para comprender el dolor tiene que haber comprensión del tiempo y del pensamiento, tiene que haber una comprensión sin selección, de todos los modos de escapar, de toda lástima de si mismo, de todas las verbalizaciones, para que la mente llegue a estar en completa quietud frente a algo que tiene que comprenderse. No hay entonces división alguna entre el observador y la cosa observada. No es que vosotros –el observador, el pensador- sintáis dolor y estéis observándolo, sino que existe sólo el estado de dolor. Ese estado de dolor no dividido es necesario, porque cuando miráis el dolor como observador creáis conflicto, que embota la mente y disipa la energía, y por consiguiente no hay atención.

Cuando la mente comprende la naturaleza del tiempo y del pensamiento, cuando se ha despojado de la autocompasión, el sentimentalismo, el emocionalismo y todo eso, entonces el pensamiento –que ha creado toda esa complejidad- termina, y no existe el tiempo; por tanto, estáis directa e íntimamente en contacto con eso que llamáis dolor. Éste se sostiene sólo cuando uno escapa de él, cuando desea eludirlo o resolverlo o adorarlo. Mas cuando no hay nada de todo eso, porque la mente está en contacto directo con el dolor y por tanto, en completo silencio con respecto a él, entonces descubriréis por vosotros mismos que en la mente no hay dolor en absoluto. Desde el momento en que la mente está en completo contacto con el hecho del dolor, ese mismo hecho resuelve todas las cualidades del tiempo y del pensamiento que producen el dolor. Éste por consiguiente, termina. ¿Cómo vamos a comprender eso que llamamos muerte y de lo que tanto nos asustamos? El hombre ha creado muchas enrevesadas maneras de hacer frente a la muerte: rindiéndole culto, negándola, aferrándose a innumerables creencias, etc. Mas, para comprender la muerte, tenéis ciertamente que llegar a ella con una mente fresca; porque, en realidad, no sabéis nada sobre la muerte, ¿verdad? Puede ser que hayáis visto morir a personas y hayáis observado en vosotros mismos o en otros la llegada de la vejez, con su deterioro. Sabéis que la vida física termina por el envejecimiento, por accidente, enfermedad, asesinato, o suicidio, mas no conocéis la muerte como conocéis el sexo, el hambre, la crueldad, la brutalidad. No sabéis realmente lo que es morir, y hasta que no lo sepáis no tendrá sentido alguno la muerte ni cuales son sus implicaciones, se asusta de ella, se asusta del pensamiento, no del hecho, que no conoce.

Os ruego que examinéis esto un momento conmigo. Si murieseis instantáneamente, no habría tiempo para pensar sobre la muerte y asustarse de ella, pero hay un lapso entre ahora y el momento en que la muerte vendrá, y durante ese intervalo tenéis mucho tiempo para preocuparos, para racionalizar. Queréis llevar a la próxima vida –si es que hay una próxima vida –todas las preocupaciones, los deseos y el conocimiento que habéis acumulado, y así inventáis teorías o creéis en alguna clase de inmortalidad. Para vosotros, la muerte es algo que está separado de la vida; la muerte está allá, mientras que vosotros estáis acá, ocupados en vivir conduciendo el auto, dedicados al sexo, sintiendo hambre, inquietud, yendo a la oficina, acumulando conocimientos etc. No queréis morir, porque no habéis acabado de escribir vuestro libro o tocar perfectamente el violín. Separáis, pues, la muerte de la vida y decís: “Quiero comprender la vida ahora y luego ya comprenderé la muerte.” Mas no están separadas una de otra y eso es lo primero que hay que comprender. La vida y la muerte son una, están íntimamente relacionadas, y no podéis aislar una de ellas y tratar de comprenderla aparte de la otra. Pero la mayoría de nosotros hacemos esto, separamos la vida en compartimientos impenetrables, no relacionados. Si sois economistas, entonces la economía es lo único en que os interesáis, y no sabéis nada sobre lo demás. Si sois un médico cuya especialidad es la nariz y la garganta, o el corazón, vivís en ese limitado campo de conocimiento durante cuarenta años, y os sentís en el paraíso cuando morís.

Como dije, tratar la vida de modo fragmentario es vivir en constante confusión, contradicción, desdicha. Tenéis que ver la totalidad de la vida; y sólo podéis ver esta totalidad cuando hay afecto, amor. El amor es la única revolución que producirá orden. De nada sirve adquirir cada vez más conocimientos sobre matemáticas, medicina, historia, economía y luego juntar los fragmentos. Eso no resolverá nada. Sin amor, la revolución sólo lleva al culto del estado o al de una imagen, o bien al de innumerables corrupciones tiránicas y a la destrucción del hombre. Del mismo modo, cuando la mente, por estar asustada, aleja la muerte y la separa del vivir cotidiano, esa separación sólo sirve para engendrar más miedo, más inquietud, y para multiplicar las teorías sobre la muerte. Para comprender la muerte tenéis que comprender la vida, la vida no es la continuidad del pensamiento. Esta continuidad misma es lo que ha engendrado toda nuestra desdicha. ¿Puede, pues, la mente traer la muerte desde la distancia a que la proyectamos, al presente inmediato? ¿Comprendéis? La muerte no está en realidad lejos: está aquí y ahora, está aquí cuando estáis hablando, cuando disfrutáis, cuando escucháis, cuando vais a la oficina; está aquí en cada minuto de la vida, lo mismo que está el amor. Una vez que percibáis este hecho, encontraréis que no hay miedo alguno a la muerte. Teme uno no lo desconocido, sino perder lo conocido; teméis perder vuestra familia, quedaros solos, sin compañía; os da miedo la pena de la soledad, estar sin las experiencias, sin las posesiones que habéis acumulado. Es lo conocido lo que nos da miedo dejar. Lo conocido es memoria, y a esa memoria se aferra la mente. Pero la memoria es sólo algo mecánico, como lo demuestran muy bellamente los ordenadores.

Para comprender la belleza y la extraordinaria naturaleza de la mente tiene que haber liberación de lo conocido. Al morir para lo conocido empieza la comprensión de la muerte, porque entonces la mente se vuelve fresca, nueva, y no hay miedo; por eso puede uno entrar en ese estado que se llama la muerte. Así que, desde el principio hasta el fin, vida y muerte son una sola cosa. El sabio comprende el tiempo, el pensamiento y el dolor, y sólo él puede comprender la muerte. La mente que está muriendo a cada minuto, sin acumular nunca, sin acopiar jamás experiencia, es inocente y por lo tanto, se halla en un constante estado de amor. No se si querréis preguntar algo sobre todo esto, así podríamos profundizar con más detalle.

Pregunta: Señor, ¿cuál es la diferencia entre vuestro pensamiento sobre el amor y el pensamiento cristiano acerca del mismo? 

Krishnamurti: Temo no poder decíroslo. No estoy pensando en el amor. No podéis pensar en él; si pensáis, no será amor. Ya sabéis, hay una enorme diferencia entre el sexo y el pensamiento sobre el sexo, que estimula la sensación. La mente que sólo se ocupa del disfrute del sexo, que sólo piensa en el sexo, que se excita con imágenes, ilustraciones o pensamientos, esa mente tiene un rasgo destructivo. Pero lo otro, el sentimiento, cuando no hay pensamiento sobre él, es por completo distinto. Del mismo modo, no podéis pensar sobre el amor. Podéis pensar en él con arreglo al modelo de vuestro recuerdo, o en términos de lo que se os ha dicho: que es bueno, profano, sagrado, etc. Mas ese pensar no es amor. El amor no es cristiano ni hindú, no es oriental ni occidental, no es vuestro ni mío. Sólo cuando os libráis de todas esas ideas de vuestra nacionalidad, raza, religión y todo lo demás, sólo entonces es cuando sabéis lo que es amar. 

Como veis, he hablado esta mañana sobre la muerte, para que realmente comprendáis todo esto, no sólo mientras estéis aquí en esta tienda, sino durante el resto de vuestra vida, y así os liberéis del dolor, del miedo, y sepáis efectivamente lo que significa morir. Si ahora en los días venideros vuestra mente no está completamente alerta, inocente, profundamente atenta, entonces el escuchar palabras es del todo fútil. Mas si os dais cuenta, si estáis profundamente atentos, concientes, de vuestros propios pensamientos y sentimientos, si no estáis interpretando lo que dice el que habla, sino que en realidad os observáis mientras él describe y profundiza en el problema, entonces, cuando salgáis de esta tienda, viviréis, no sólo con gozo, sino con la muerte y el amor.

28 de julio de 1964

Saanen

 


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