CAPÍTULO 18 - EL AUTOENGAÑO -

 CAPÍTULO XVIII

 EL AUTOENGAÑO

 Desearía discutir o considerar la cuestión del autoengaño, las ilusiones a que la mente se entrega y se impone a sí misma y a los demás. Este es un asunto muy serio, sobre todo en una crisis del género de la que el mundo hoy enfrenta. Mas para comprender todo este problema del autoengaño, debemos seguirlo no sólo en el nivel verbal, sino intrínsecamente, fundamental y hondamente. Se nos satisface demasiado fácilmente con palabras y contrapalabras; somos sabihondos, y siéndolo, todo lo que podemos hacer es esperar que algo ocurra. Vemos que la explicación de la guerra no detiene la guerra; hay innumerables historiadores, teólogos y gente religiosa que explican la guerra y cómo ella se origina; pero las guerras han de continuar, tal vez más destructivas que nunca. Aquellos de nosotros que somos realmente serios debemos ir más allá de la palabra, debemos buscar esta revolución fundamental dentro de nosotros mismos; ese es el único remedio que puede producir una duradera y fundamental redención del género humano.

Análogamente, cuando discutimos esta clase de autoengaño, creo que deberíamos estar en guardia contra cualesquiera explicaciones y réplicas superficiales. Deberíamos, si puedo sugerirlo, no sólo escuchar a un orador, sino prestar atención al problema tal como lo conocemos en nuestra vida diaria; esto es, deberíamos observarnos a nosotros mismos en el pensar y en la acción, observarnos para ver cómo afectamos a los demás y cómo procedemos a actuar por impulso propio. ¿Cual es la razón, la base del autoengaño? ¿Cuántos de nosotros se dan realmente cuenta de que nos engañamos a nosotros mismos? Antes de que contestar la pregunta “¿qué es el autoengaño y como surge?”, debemos darnos cuenta de que nos engañamos a nosotros mismos. ¿No es así? ¿Sabemos que nos engañamos a nosotros mismos? ¿Qué entendemos por este engaño? Creo que ello es muy importante; porque, cuanto más nos engañamos a nosotros mismos, mayor es la fuerza del engaño que nos brinda cierta vitalidad, cierta energía, cierta capacidad, lo cual hace que impongamos nuestro engaño a los demás. Gradualmente, pues, no sólo imponemos el engaño a nosotros mismos sino a otras personas. Es un proceso recíproco de autoengaño, ¿Nos damos cuenta de este proceso porque nos creemos muy capaces de pensar claramente, con un propósito directamente? ¿Nos damos cuenta de que en este proceso de pensar hay autoengaño?

 ¿No es el pensamiento en sí un proceso de busca, una búsqueda de justificación, de seguridad, de autoprotección, un deseo de que se piense bien de uno, un deseo de tener posición, prestigio y poder? ¿No es este deseo de ser, en lo político o en lo religioso y social, la causa misma del autoengaño? En el momento en que deseo otra cosa que las necesidades puramente materiales, ¿no produzco, no provoco un estado en el que fácilmente se acepta? Tomemos como ejemplo esto: quiero saber qué ocurre después de la muerte, cosa en la que muchos de nosotros estamos interesados, y cuanto más viejos somos, más interesados estamos. Queremos saber la verdad al respecto. ¿Cómo la encontraremos? Por cierto que no mediante la lectura ni las diferentes explicaciones.

¿Cómo, entonces, descubriréis? Primero debéis purgar vuestra mente, en forma completa, de todo factor que se interponga, de toda esperanza, de todo deseo de continuar, de todo deseo de descubrir qué hay del otro lado. Como la mente busca en todo instante seguridad, tiene el deseo de continuar y espera que haya un medio de realización, una existencia futura. Una mente así, aunque busque la verdad sobre la vida después de la muerte, sobre la reencarnación o lo que sea, es incapaz de descubrir esa verdad. ¿No es cierto? Lo importante no es que la reencarnación sea o no verdad, sino como la mente busca justificación mediante el autoengaño, de un hecho que puede o no ser. Lo importante, pues, es el enfoque del problema, saber con qué móviles, con qué impulso, con qué deseo lo abordáis. El buscador se impone siempre a sí mismo este engaño. Nadie se lo puede imponer; él mismo lo hace. Creamos el engaño y luego nos convertimos en sus esclavos. De suerte que el factor fundamental del autoengaño es este constante deseo de ser algo en este mundo y en el otro. Conocemos el resultado de querer ser algo en este mundo: total confusión, en la que cada cual compite con el otro, en el que cada cual destruye al otro en nombre de la paz. Ya conocéis todo el juego de unos con otros, que es una forma extraordinaria de autoengaño. Similarmente, deseamos en el otro mundo seguridad, una posición.

 Empezamos, pues, a engañarnos a nosotros mismos en el momento en que surge este impulso de ser, de llegar a ser algo, o de lograr. Es muy difícil para la mente librarse de eso. Ese es uno de los problemas básicos de nuestra vida. ¿Es posible vivir en el mundo y no ser nada? Porque sólo entonces se está libre de todo engaño, porque sólo entonces la mente no busca un resultado, ni una respuesta satisfactoria, ni forma alguna de justificación, ni seguridad en ninguna forma ni en ninguna relación. Eso ocurre tan sólo cuando la mente comprende las posibilidades y sutilezas del engaño, y por lo tanto, con comprensión, la mente abandona toda forma de justificación, de seguridad, lo cual significa que la mente es entonces capaz de ser completamente “nada”. ¿Es ello posible? Mientras nos engañamos a nosotros mismos en cualquier forma, no puede haber amor. Mientras la mente sea capaz de crear e imponerse a sí misma una ilusión, es evidente que se aparta de la comprensión colectiva o integrada. Esa es una de nuestras dificultades. No sabemos cómo cooperar; todo lo que sabemos es que tratamos de trabajar juntos hacia un fin que ambos establecemos. Sólo puede haber cooperación cuando vosotros y yo no tenemos un objetivo común creado por el pensamiento. Lo importante de comprender es que la cooperación sólo es posible cuando nada deseamos ser, vosotros ni yo. Cuando vosotros y yo deseamos ser algo, tórnase necesaria la creencia y todo lo demás. Así como una utopía autoproyectada. Mas si vosotros y yo creamos anónimamente sin engañarnos a nosotros mismos, sin barreras de creencias y conocimiento, sin deseo de estar en seguridad, entonces hay verdadera cooperación. ¿Será posible que nosotros cooperemos, que estemos juntos sin un fin, sin un propósito, que ni vosotros ni yo buscamos? ¿Podemos vosotros y yo trabajar juntos sin buscar un resultado? Eso, por cierto, es verdadera cooperación. ¿No es así? Si vosotros y yo pensamos acabadamente en un resultado, lo planeamos, lo ponemos en ejecución, y juntos trabajamos para lograr ese resultado, ¿cuál es entonces el proceso que ello involucra? Nuestras mentes coinciden, nuestros pensamientos, nuestros intelectos, por supuesto, se entienden; pero emocionalmente, tal vez, todo el ser se resiste a ello, lo cual produce engaño, y éste trae conflicto entre vosotros y yo. Se trata de un hecho evidente, observable en nuestra vida diaria. Vosotros y yo acordamos intelectualmente hacer determinado trabajo; pero inconscientemente, en lo profundo, estamos en lucha unos contra otros. Yo deseo un resultado a mi satisfacción, deseo dominar, quiero que mi nombre esté antes del vuestro, si bien se dice que colaboro con vosotros. De suerte que vosotros y yo, que somos los autores de ese plan, en realidad nos oponemos unos a otros, aun cuando exteriormente vosotros y yo estemos de acuerdo acerca del plan.

¿No es importante, pues, averiguar si vosotros y yo podemos cooperar, estar en comunión, vivir juntos en un mundo en que vosotros y yo somos como la nada; si nosotros somos real y verdaderamente capaces de colaborar, no en el nivel superficial sino fundamentalmente? Ese es uno de nuestros problemas, quizá el mayor. Yo me identifico con un objeto o propósito, y vosotros os identificáis con el mismo objeto; por ambas partes estamos interesados en él y tenemos la intención de realizarlo. Este proceso de pensar es ciertamente muy superficial, porque mediante la identificación producimos separación, cosa evidente en nuestra vida diaria. Vosotros sois hindúes y yo católico; por ambas partes predicamos la fraternidad y nos vamos a las manos. ¿Por qué? Ese es uno de nuestros problemas, ¿verdad? Inconscientemente y en lo profundo, vosotros tenéis vuestras creencias y yo las mías. Con hablar de fraternidad no hemos resuelto para nada el problema de la creencia, pero teórica e intelectualmente, nada más, hemos acordado que debe resolverse; en lo íntimo y en lo profundo estamos unos contra otros. Hasta que disolvamos esas barreras que son un autoengaño, que nos brindan cierta vitalidad, no puede haber cooperación entre vosotros y yo. Identificándonos con un grupo, con una idea en particular, con determinado país, jamás podremos establecer cooperación.

 La creencia no trae cooperación; por el contrario, ella divide. Vemos cómo un partido político está contra otro, cada cual con su creencia en determinada manera de entender los problemas económicos, lo que hace que estén todos ellos en guerra unos con otros. No están dispuestos a resolver el problema del hambre, por ejemplo. Le interesan las teorías que habrán de resolver ese problema. No están realmente preocupados con el problema en sí sino con el método por el cual el problema habrá de ser resuelto. Tiene, pues, que haber disputas entre ellos, puesto que les interesa la idea y no el problema. De un modo análogo, las personas religiosas están las unas contra las otras aunque verbalmente digan que todos tienen una vida, un Dios; todo eso lo sabéis. Pero en su fuero interno, sus creencias, sus opiniones, sus experiencias, los destruyen y los mantienen separados. La experiencia llega a ser un factor de división en nuestras relaciones humanas; la experiencia es una senda de engaño. Si he experimentado algo, a ello me apego; no examino el problema total del proceso de “vivenciar”; pero, como he experimentado, eso resulta suficiente y a ello me aferro, con lo cual me impongo el engaño a través de esa experiencia. Nuestra dificultad es, pues, que cada uno de nosotros está tan identificado con una creencia en particular, con determinada forma o método de lograr felicidad, ajuste económico, que nuestra mente es cautiva de eso y resultamos incapaces de ahondar más en el problema; por lo tanto deseamos mantenernos individualmente apartados en nuestras particulares modalidades, creencias y experiencias. Hasta que las comprendamos y disolvamos, no sólo en el nivel superficial sino también en el nivel más profundo, no puede haber paz en el mundo. Por eso es importante que los que son realmente serios comprendan todo este problema: el deseo de llegar a ser algo, de lograr, de ganar, no sólo en el nivel superficial sino fundamental y hondamente. De otro modo no puede haber paz en el mundo.

La Verdad no es algo que haya de ser logrado. El amor no puede llegar a aquellos que tienen un deseo de aferrarse a él o que gustan de identificarse con él. Tales cosas, por cierto, llegan cuando la mente no busca, cuando la mente está del todo quieta, cuando la mente ya no engendra movimientos y creencias de los que puede depender, o de los que deriva cierta fuerza, lo cual es indicio de autoengaño. Sólo cuando la mente comprende todo este proceso del deseo, puede ella estar en silencio. Sólo entonces la mente no está activa para ser o para no ser, sólo entonces existe la posibilidad de un estado en el cual no hay ningún género de engaño. 

CAPÍTULO 17 - LA FUNCIÓN DE LA MENTE -

 CAPÍTULO XVII

 LA FUNCIÓN DE LA MENTE

 Cuando observáis vuestra propia mente, observáis no sólo los niveles de la mente llamados superficiales, sino también lo inconsciente; veis lo que la mente hace en realidad. ¿No es así? Esa es la única manera de poder investigar. No habréis de sobreponerle lo que ella debiera hacer, como debiera pensar o cómo debiera actuar, y lo demás. Eso equivaldría a hacer meras afirmaciones. Esto es, si decís que la mente debería ser esto o no debería ser aquello, entonces suspendéis toda investigación y todo pensar; o si citáis alguna autoridad superior, igualmente dejáis de pensar. ¿No es cierto? Si citáis a Buda, o a Cristo, o a fulano, zutano o mengano, con ello termina toda busca, todo pensar y toda investigación. Es preciso, pues, guardarse de ello. Debéis dejar de lado todas estas sutilezas de la mente, si deseáis investigar este problema del “yo”, conmigo.

¿Cuál es la función de la mente? Para descubrirlo, debéis saber qué es lo que la mente hace en realidad. ¿Qué hace vuestra mente? Todo ello es un proceso de pensar. ¿No es así? De otro modo no interviene la mente. Mientras la mente no esté pensando consciente o inconscientemente, no hay conciencia. Tenemos que descubrir qué hacen, con relación a nuestros problemas, la mente que empleamos en nuestra vida diaria y asimismo la mente de la cual la mayoría de nosotros no somos conscientes. Debemos mirar la mente tal cual es y no tal como debiera ser.

 Ahora bien, ¿qué es la mente en su funcionamiento? Ella es, de hecho, un proceso de aislamiento. ¿No es cierto? Ella es eso, fundamentalmente. Eso es el proceso del pensamiento. Es el pensar en forma aislada, que sin embargo, sigue siendo colectiva. Cuando observéis vuestro propio pensar, veréis que es un proceso aislado, fragmentario. Pensáis conforme a vuestras reacciones -las reacciones de vuestra memoria, de vuestra experiencia, de vuestro conocimiento, de vuestra creencia. Ante todo eso reaccionáis. ¿No es cierto? Si yo digo que debe haber una revolución fundamental, vosotros reaccionáis de inmediato. Pondréis reparos a esa palabra “revolución” si tenéis fuertes intereses creados, espirituales o de otra índole. Vuestra reacción depende, pues, de vuestros conocimientos, de vuestra creencia, de vuestra experiencia. Ese es un hecho evidente. Hay diversas formas de reacción. Decís “debo ser fraternal”, “debo cooperar”, “debo ser amigable”, “debo ser bondadoso”, etc. ¿Qué es todo esto? Todo esto son reacciones; pero la reacción fundamental del pensar es un proceso de aislamiento. Cada uno de vosotros estáis vigilando el proceso de vuestra propia mente; lo cual significa que observáis vuestra propia acción, creencia, conocimiento, experiencia. Todo ello brinda seguridad. ¿No es así? Brinda seguridad al proceso del pensar, le da fuerza. Ese proceso no hace sino vigorizar el “yo”, la mente, el ego, sea que le llaméis superior o inferior. Todas nuestras religiones, todas nuestras sanciones sociales, todas nuestras leyes son para apoyo del individuo, del “yo” individual, de la acción separativa; y en oposición a eso está el Estado totalitario. Si ahondáis más en lo inconsciente, ahí también está en acción el mismo proceso. Ahí somos lo colectivo influido por el ambiente, por el clima, por la sociedad, por el padre, la madre, el abuelo. Ahí está asimismo el deseo de afirmar, de dominar como individuo, como el “yo”. ¿La función de la mente, tal como la conocemos y a diario funcionamos, no es, pues, un proceso de aislamiento? ¿No buscáis acaso la salvación individual? Habréis de ser alguien en lo futuro; en esta misma vida habréis de ser grandes hombres, grandes escritores. Toda nuestra tendencia es la de estar separados. ¿Puede la mente hacer algo que no sea eso? ¿Resulta posible para la mente no pensar de modo separativo, como encerrada en sí misma, fragmentariamente? Eso es imposible. De modo que adoramos la mente; la mente es importante en extremo. ¿No sabéis cuánta importancia adquirís en la sociedad no bien sois un tanto astutos, alertas, y tenéis un poco de información y conocimientos acumulados? Habéis visto el culto que rendís a los que son intelectualmente superiores, a los abogados, profesores, oradores, grandes escritores, a los que explican y exponen. Habéis cultivado el intelecto y la mente.

La función de la mente es ser separada; de otro modo vuestra mente no interviene. Habiendo cultivado este proceso durante siglos, hallamos que no podemos cooperar; sólo somos impulsados, compelidos, movidos por el temor, por la autoridad, ya sea económica o religiosa. Si ese es el estado existente, no sólo en el nivel consciente sino también en los niveles más profundos, en nuestros móviles, nuestras intenciones, nuestros empeños, ¿cómo puede haber cooperación? ¿Cómo puede haber inteligente unión para hacer alguna cosa? Como eso es casi imposible las religiones y partidos sociales organizados imponen al individuo ciertas formas de disciplina. La disciplina vuélvese entonces imperativa para reunirse y hacer cosas mancomunadamente.

 Hasta que comprendamos cómo ir más allá de este pensar egocéntrico, de este proceso de dar énfasis al “yo”, a lo mío, en forma colectiva o en forma individual, no tendremos paz; tendremos constantes conflictos y guerras. Nuestro problema es poner fin al proceso separativo del pensamiento. ¿Puede acaso el pensamiento destruir el “yo”, siendo el pensamiento el proceso de verbalización y de reacción? El pensamiento no es nada más que reacción; el pensamiento no es creativo. ¿Puede el pensamiento poner fin a sí mismo? Eso es lo que estamos tratando de descubrir. Cuando mi línea de pensamiento es ésta: “debo disciplinarme”; “debo identificarme”; “debo pensar con más propiedad”; “debo ser esto o aquello”, el pensamiento se fuerza a sí mismo, se disciplina, se impele a ser algo o a no ser algo. ¿No es eso un proceso de aislamiento? No es, por tanto, la inteligencia integrada que puede funcionar como un todo, y de la cual tan sólo puede provenir la cooperación.

¿Cómo habréis de llegar al fin del pensamiento; o, más bien, cómo habrá de llegar a su fin el pensamiento que es aislado, fragmentario y parcial? ¿Como empezar? ¿Vuestra llamada disciplina lo destruirá? Es evidente que durante estos largos años no lo habéis logrado; de no ser así, no estaríais aquí. Debéis examinar el proceso disciplinario que es tan sólo un proceso de pensamiento en el que hay sujeción, represión, control, dominación; todo lo cual afecta lo inconsciente, que se impone más tarde, a medida que envejecéis. Habiendo ensayado en vano la disciplina durante tanto tiempo, debéis haber hallado que la disciplina, evidentemente, no es el proceso para destruir el “yo”. El “yo” no puede ser destruido mediante la disciplina, porque la disciplina es un proceso de fortalecimiento del “yo”.

 Ello no obstante, todas vuestras religiones la sostienen; todas vuestras meditaciones, vuestras afirmaciones, se basan en eso. ¿El conocimiento destruirá el “yo”? ¿Lo destruirá la creencia? En otros términos, ¿todo lo que actualmente hacemos, todas las actividades en que hoy estamos empeñados para llegar hasta la raíz del “yo”, tendrá todo eso buen éxito? ¿No es todo eso fundamentalmente desperdiciado en un proceso de pensamiento que es un proceso de aislamiento, un proceso de reacción? ¿Qué es lo que hacéis cuando os dais cuenta a fondo, con hondura, que el pensamiento no puede poner fin a sí mismo? ¿Qué ocurre? Observaos, señores. Cuando os dais plena cuenta de este hecho, ¿qué acontece? Comprendéis entonces que cualquier reacción es condicionada, y que ni al comienzo ni al fin puede haber libertad a través del condicionamiento. La libertad es siempre al comienzo y no al fin.

Cuando comprendéis que cualquier reacción es una forma de condicionamiento y que por lo tanto da continuidad al “yo” de diferentes maneras, ¿qué es lo que ocurre en realidad? A este respecto tenéis que ser bien claros. La creencia, el conocimiento, la disciplina, la experiencia, todo el proceso de lograr un resultado o alcanzar un fin, la ambición, el llegar a ser algo en esta vida o en una futura; todo eso es un proceso de aislamiento, un proceso que trae destrucción, desdicha, guerras a las que no se puede escapar mediante la acción colectiva, por grande que sea para vosotros la amenaza de los campos de concentración y todo lo demás. ¿Os dais cuenta de ese hecho? ¿Cuál es el estado de la mente que dice “es así”, “ese es mi problema”, “he ahí exactamente donde estoy”, “yo veo lo que el conocimiento y la disciplina pueden hacer, lo que hace la ambición”? Ya hay, por cierto, un proceso diferente en acción, si veis todo eso.

 Vemos los caminos del intelecto. No vemos la senda del amor; la senda del amor no ha de hallarse a través del intelecto. El intelecto con todas sus ramificaciones, con todos sus deseos, ambiciones, empeños, debe cesar para que el amor surja a la existencia. ¿No sabéis que cuando amáis cooperáis, no pensáis en vosotros mismos? Esa es la más elevada forma de inteligencia -no el que améis como un ser superior o el que estéis en buena posición, lo cual no es sino miedo. Cuando están ahí vuestros intereses creados, no puede haber amor; sólo existe el proceso de explotación que nace del miedo. De suerte que el amor sólo puede surgir cuando la mente no interviene. Debéis, pues, comprender todo el proceso de la mente, la función de la mente.

Es sólo cuando sabemos amarnos los unos a los otros, cuando puede haber cooperación, cuando puede funcionar la inteligencia, cuando puede haber acuerdo sobre cualquier cuestión. Sólo entonces resulta posible descubrir qué es Dios, qué es la Verdad. Ahora procuramos hallar la verdad a través del intelecto, mediante la imitación, lo cual es idolatría. Sólo cuando descartáis completamente, gracias a la comprensión, toda la estructura del “yo”, adviene aquello que es eterno, atemporal, inconmensurable. No podéis ir a ello; ello viene a vosotros. 

CAPÍTULO 16 - ¿PUEDE EL PENSAMIENTO RESOLVER NUESTROS PROBLEMAS? -

 CAPÍTULO XVI

 ¿PUEDE EL PENSAMIENTO RESOLVER NUESTROS PROBLEMAS?

El pensamiento no ha resuelto nuestros problemas, ni creo que jamás los resolverá. Hemos contado con el intelecto para que nos muestre cómo salir de nuestra complejidad. Cuanto más astuto, repugnante y sutil es el intelecto, mayor es la variedad de sistemas, de teorías y de ideas. Y las ideas no resuelven ninguno de nuestros problemas humanos; jamás lo han hecho ni jamás lo harán. En la mente no está la solución; la senda del pensamiento no es, evidentemente, la vía de salida de nuestras dificultades. Y nosotros, a mi entender, debiéramos primero comprender este proceso del pensar; y tal vez pudiéramos ir más allá, pues cuando el pensamiento cese, nos será quizá posible hallar algo que nos ayude a resolver nuestros problemas, no sólo los individuales, sino también los colectivos.

El pensamiento no ha resuelto nuestros problemas. Los intelectuales, los filósofos, los eruditos, los dirigentes políticos, no han resuelto realmente ninguno de nuestros problemas humanos, es decir, las relaciones entre vosotros y los demás, entre vosotros y yo mismo. Hasta ahora nos hemos valido de la mente, del intelecto, para ayudarnos a investigar el problema, con lo cual esperamos hallar una solución. ¿Podrá alguna vez el pensamiento disolver nuestros problemas? ¿No es el pensamiento -salvo en el laboratorio o en el tablero de dibujar- siempre autoprotector, autoperpetuador, condicionado? ¿No es egocéntrica su actividad? ¿Y puede jamás el pensamiento así resolver alguno de los problemas que el pensamiento mismo ha creado? ¿Puede la mente, que ha creado los problemas, resolver esas cosas que ella misma ha producido?

 Lo cierto es que el pensar es una reacción; si os hago una pregunta, a eso respondéis. Respondes según vuestra memoria, vuestros prejuicios, vuestra educación, de acuerdo con el clima, a todo el trasfondo de vuestro condicionamiento; contestáis de acuerdo con eso, de acuerdo con eso pensáis. El centro de este trasfondo es el “yo”, en el proceso de la acción. Mientras ese trasfondo no sea comprendido, mientras ese proceso de pensar, ese “yo” que crea el problema, no sea comprendido y no se le ponga fin, tendremos forzosamente conflicto dentro y fuera de nosotros mismos, en el pensamiento, en la emoción, en la acción. Ninguna solución de ningún género, por inteligente y bien pensada que sea, jamás podrá dar fin al conflicto entre hombre y hombre, entre vosotros y yo. Y comprendiendo esto, dándonos cuenta de cómo y de qué fuente el pensamiento surge, nos preguntamos luego: ¿podrá jamás el pensamiento cesar?

Ese es uno de los problemas, ¿verdad? ¿Puede el pensamiento resolver nuestros problemas? ¿Pensando acerca del problema lo habéis resuelto? ¿Los problemas de cualquier género -económicos, sociales, religiosos- han sido realmente resueltos alguna vez por el pensamiento? En vuestra vida diaria, cuanto más pensáis en un problema, tanto más complejo, irresoluble e incierto se vuelve. ¿No es eso así en la realidad de nuestra vida diaria? Puede que, al reflexionar sobre ciertas facetas del problema, veáis más claramente el punto de vista de otra persona. Pero el pensamiento no puede ver la totalidad y la plenitud del problema; sólo puede ver parcialmente, y una respuesta parcial no es una respuesta completa y por lo tanto no es una solución. 

 Cuanto más pensamos acerca de un problema, cuanto más lo investigamos, analizamos y discutimos, tanto más complejo se vuelve. ¿Será, pues, posible mirar el problema de un modo comprensivo, total? ¿Y cómo será ello posible? Porque ésa, a mi entender, es nuestra principal dificultad. Nuestros problemas se multiplican; hay inminente peligro de guerra, toda clase de perturbaciones en nuestra vida de relación, ¿y cómo podremos comprender todo eso comprensivamente, como un todo? Es evidente que eso puede ser resuelto tan sólo cuando podemos mirarlo como un todo, no en compartimentos, no dividido. ¿Y cuándo es eso posible? Sólo resulta posible, ciertamente, cuando el proceso de pensar -que tiene su origen en el “yo”, en el ego, en el trasfondo de tradición, de condicionamiento, de prejuicio, de esperanza, de desesperación- ha finalizado. ¿Podemos, pues, comprender este “yo”, no analizándolo, sino viendo la cosa tal como es, dándonos cuenta de ella como un hecho y no como una teoría? No se trata de buscar la disolución del “yo”, a fin de lograr un resultado, sino de ver la actividad del ego, del “yo”, constantemente en acción. ¿Podemos mirarlo sin hacer esfuerzo alguno para destruirlo ni para alentarlo? Ese es el problema, ¿no es así? Lo cierto es que si en cada uno de nosotros el centro del “yo” deja de existir, con su deseo de poder, de posición, de autoridad, de continuación, de autopreservación, nuestros problemas habrán terminado.

El “yo” es un problema que el pensamiento no puede resolver. Debe haber una clara conciencia que no es del pensamiento. Darse cuenta, sin condenación ni justificación, de las actividades del “yo” -captarlas, nada mas- resulta suficiente. Porque si os dais cuenta a fin de descubrir cómo resolver el problema, a fin de transformarlo, a fin de producir un resultado, entonces ello sigue estando dentro del ámbito del ego, del “yo”. Mientras busquemos un resultado, sea mediante el análisis, la clara conciencia, el examen constante de cada pensamiento, seguimos dentro del campo del pensamiento, esto es, dentro del ámbito del “mí”, del “yo”, del “ego” o de lo que os plazca. Mientras exista la actividad de la mente, no puede por cierto haber amor. Cuando haya amor no tendremos problemas sociales. Pero el amor no es algo que haya de adquirirse. La mente puede buscar adquirirlo, como se adquiere una idea nueva, un artefacto nuevo, una nueva manera de pensar; pero la mente no puede hallarse en estado de amor mientras esté empeñada en lograr el amor. Mientras la mente busque hallarse en un estado de “no codicia”, ella sigue siendo codiciosa, sin duda. ¿No es así? De un modo análogo, mientras la mente anhele, desee, practique,  a fin de hallarse en un estado en el que hay amor, lo cierto es que ella será una negación de ese estado, ¿verdad?

Viendo, pues, este problema, este complejo problema del vivir, y dándonos cuenta del proceso de nuestro propio pensar, y comprendiendo que en realidad él no conduce a parte alguna, cuando eso lo captamos profundamente, entonces, por cierto, hay un estado de inteligencia que no es individual ni colectivo. En tal caso el problema de las relaciones del individuo con la sociedad, del individuo con la comunidad, del individuo con la realidad, cesa; porque entonces hay sólo inteligencia, la cual no es personal ni impersonal. Es esta inteligencia únicamente, en mi sentir, lo que puede resolver nuestros inmensos problemas. Y eso no puede ser un resultado; adviene tan sólo cuando comprendemos este proceso total del pensar, íntegramente, no sólo en el nivel consciente sino también en los más profundos y ocultos niveles de la conciencia.

  Para comprender cualquiera de estos problemas debemos tener una mente muy tranquila, muy serena, para que ella pueda mirar el problema sin interponer ideas, teorías, sin distracción alguna. Y esa es una de nuestras dificultades, porque el pensamiento ha llegado a ser una distracción. Cuando deseo comprender, examinar algo, no tengo que pensar en ello: lo miro. En el momento en que me pongo a pensar, a tener ideas, opiniones al respecto, ya me hallo en un estado de distracción, desviada la atención de aquello que debo comprender. De suerte que el pensamiento, cuando tenéis un problema, se convierte en distracción -el pensamiento es idea, opinión, juicio, comparación- que nos impide mirar y con ello comprender y resolver el problema. Mas por desgracia, para la mayoría de nosotros el pensamiento ha adquirido gran importancia. Vosotros decís: “¿Cómo puedo existir, ser, sin pensar? ¿Cómo puedo tener la mente en blanco?” Tener la mente en blanco es encontrarse en un estado de estupor, de idiotez, de lo que sea, y vuestra reacción instintiva es rechazarlo. Pero una mente muy quieta, una mente que no está distraída por su propio pensar, una mente abierta, puede por cierto mirar el problema de un modo muy directo y muy simple. Y esta capacidad de mirar sin distracción nuestros problemas, es la única solución. Para ello tiene que haber una mente quieta, una mente tranquila.

Una mente así no es un resultado, no es el producto final de una práctica, de la meditación, del control. No surge mediante forma alguna de disciplina, compulsión o sublimación, ni por esfuerzo alguno del “yo”, del pensamiento; surge cuando comprendo todo el proceso de pensar, cuando puedo ver un hecho sin ninguna distracción. En ese estado de tranquilidad de una mente que está de veras en silencio, hay amor. Y el amor es lo único que puede resolver todos nuestros problemas humanos.

 

CAPÍTULO 15 - EL PENSADOR Y EL PENSAMIENTO -

CAPÍTULO XV
 EL PENSADOR Y EL PENSAMIENTO

 En todas nuestras experiencias hay siempre el experimentador, el observador que acopia más y más para sí, o hace abnegación de sí mismo. ¿No es ese un proceso equivocado? ¿Y no es ese un empeño que no hace surgir el estado creador? ¿Si es un proceso equivocado, podemos borrarlo completamente y dejarlo de lado? Eso puede tan sólo ocurrir cuando yo experimento, no como lo hace un pensador, sino cuando me doy cuenta del falso proceso y veo que sólo hay un estado en el cual el pensador es el pensamiento.

 Mientras yo esté experimentando, mientras esté “llegando a ser algo”, tiene que haber tal acción dualista; tiene que haber pensador y pensamiento, dos procesos separados en acción. No hay integración, siempre hay un centro que opera por medio de la voluntad, un centro de acción por ser o no ser: en lo colectivo, en lo individual, en lo nacional, y lo demás. Este es universalmente el proceso. Mientras el esfuerzo esté dividido en experimentador y experiencia, tiene que haber deterioro. La integración sólo es posible cuando el pensador ya no es el observador. Esto es, actualmente sabemos que hay el pensador y el pensamiento, el observador y lo observado, el experimentador y la experiencia; hay dos estados diferentes. Nuestro empeño es tender un puente entre los dos. La acción de la voluntad es siempre dualista. ¿Es posible ir más allá de esta voluntad que es separativa, y descubrir un estado en que no haya esa acción dualista? Eso puede hallarse tan sólo cuando experimentamos directamente el estado en que el pensador es el pensamiento. Ahora creemos que el pensamiento está separado del pensador, ¿pero es así? Nos agradaría creer que lo está porque entonces el pensador puede explicar las cosas a través de su pensamiento. El esfuerzo del pensador consiste en llegar a ser más o llegar a ser menos; y, por lo tanto, en esa lucha, en esa acción de la voluntad, en el “llegar a ser” algo, está siempre el factor de deterioro; perseguimos un proceso falso y no un proceso verdadero.

¿Hay división entre el pensador y el pensamiento? Mientras ellos estén separados, divididos, nuestro esfuerzo se disipa; perseguimos un proceso falso que es destructivo y que es el factor de deterioro. Creemos que el pensador está separado del pensamiento. Cuando hallo que soy codicioso, posesivo, brutal, pienso que yo no debiera ser todo eso. El pensador trata entonces do alterar sus pensamientos o sentimientos, y por lo tanto se hace un esfuerzo por “llegar a ser” algo; y en ese proceso de esfuerzo, él persigue la falsa ilusión de que hay dos procesos separados, mientras hay un proceso tan sólo. Creo que ahí está el principal factor de deterioro.

 ¿Es posible experimentar ese estado en que sólo hay una entidad y no dos procesos separados, el experimentador y la experiencia? Tal vez entonces descubriremos lo que es el ser creador; y qué es el estado en el que no hay deterioro en momento alguno, en cualesquiera relaciones en las que el hombre pueda hallarse. Soy codicioso. Yo y la codicia no son dos estados diferentes; hay sólo una cosa, y ello es la codicia. Si me doy cuenta de que soy codicioso, ¿qué acontece? Que entonces hago un esfuerzo por no ser codicioso, sea por razones sociológicas o por razones religiosas. Ese esfuerzo siempre será en un círculo limitado y pequeño; podré extender el círculo, pero él es siempre limitado. Por lo tanto el factor de deterioro está ahí. Mas cuando miro un poco más profunda y atentamente, veo que el que hace el esfuerzo es la causa de la codicia y es la codicia misma; y también veo que no hay un “yo” que exista aparte de la codicia, y que sólo hay codicia. Si me doy cuenta de que soy codicioso, de que no hay observador que sea codicioso sino que yo mismo soy la codicia, entonces toda nuestra cuestión es enteramente diferente; nuestra respuesta a ella es del todo diferente, y entonces nuestro esfuerzo no es destructivo.

¿Qué haréis cuando todo vuestro ser es codicia, cuando cualquier acción vuestra es codicia? Pero infortunadamente no pensamos en esa dirección. Está el “yo”, el ente superior, el soldado que controla, que domina. Pura mí ese proceso es destructivo. Es una ilusión, y sabemos por qué hacemos eso. Me divido a mí mismo en lo elevado y lo bajo, a fin de continuar existiendo. Si sólo hay codicia, completamente; si no estoy “yo” gobernando la codicia, y soy por entero la codicia, ¿qué ocurre entonces? Entonces, por cierto, funciona un proceso del todo diferente, surge un problema diferente. Es ese problema lo creador, en lo cual no hay sentido de un “yo” dominando, llegando a ser algo, positiva o negativamente. Debemos realizar ese estado si quisiéramos ser creadores. En ese estado no existe el que se esfuerza. No se trata de verbalizar ni de intentar descubrir qué es ese estado; si empezáis de esa manera, lo perderéis y jamás lo encontraréis. Lo importante es ver que el autor del esfuerzo y el objeto hacia el cual él se esfuerza, son lo mismo. Eso requiere comprensión enormemente grande, vigilancia, para ver cómo la mente se divide a sí misma en lo elevado y lo bajo; lo elevado es la seguridad, la entidad permanente pero que sigue siendo un proceso de pensamiento y por lo tanto de tiempo. Si esto podemos comprenderlo como vivencia directa, veréis entonces surgir un factor del todo diferente.

 

CAPÍTULO 14 - RELACIÓN Y AISLAMIENTO -

 CAPÍTULO XIV

 RELACIÓN Y AISLAMIENTO 

La vida es experiencia, experiencia en la vida de relación. No se puede vivir en el aislamiento. La vida es, pues, convivencia, y ésta es acción. ¿Cómo puede tenerse esa capacidad para comprender la relación que es la vida? ¿No significa la relación, además de comunión con las personas, intimidad con las cosas e ideas? La vida es relación, que se expresa mediante el contacto con cosas, personas e ideas. Comprendiendo la relación, tendremos capacidad para hacer frente plena y adecuadamente a la vida. Nuestro problema no es, pues, la capacidad -ésta no es independiente de la relación- sino más bien la comprensión de la convivencia, que naturalmente producirá capacidad de pronta flexibilidad, pronta adaptación y pronta respuesta. La vida de relación es sin duda el espejo en el cual os descubrís a vosotros mismos. Sin convivencia, no sois. Ser es estar relacionado; estar relacionado es existir. Sólo existís en la relación; fuera de ella no existís, la existencia carece de sentido. No es porque pensáis que sois, que surgís a la existencia. Existís porque estáis relacionados; y es la falta de comprensión de la relación lo que causa conflictos.

Ahora bien: no hay comprensión de la convivencia porque nos servimos de ésta como simple medio de promover la realización, la transformación, el devenir. La convivencia, empero, es un medio de autodescubrimiento porque la relación es ser, es existencia. Sin relación, no soy. Para comprenderme a mí mismo debo comprender la relación. Ésta es el espejo en que puedo mirarme. Dicho espejo puede estar deformado o puede estar como es y reflejar lo que es. Pero la mayoría de nosotros ve en esa relación, en ese espejo, las cosas que más nos agradaría ver; no vemos lo que es. Preferimos idealizar, evadirnos, vivir en el futuro en vez de entender la convivencia en el inmediato presente. Ahora bien, si examinamos nuestra vida, nuestras relaciones con los demás, veremos que es un proceso de aislamiento. El prójimo, en realidad, no nos interesa; aunque hablemos bastante al respecto, el hecho es que no nos interesa. Sólo estamos relacionados con alguien mientras esa relación nos resulta grata, mientras nos brinda un refugio, mientras nos satisface. Pero no bien sufre ella una perturbación que a nosotros nos produce incomodidad, dejamos de lado esa relación. En otros términos: sólo hay relación mientras estamos satisfechos. Esto podrá parecer desagradable, pero si realmente examináis vuestra vida con atención, veréis que se trata de un hecho; y el eludir un hecho es vivir en la ignorancia, lo cual jamás podrá producir verdadera convivencia. De suerte que si echamos una mirada a nuestra vida y observamos nuestra vida de relación, vemos que ella es un proceso de erigir resistencias contra los demás, muros por encima de los cuales miramos y observamos al prójimo; y ese muro siempre lo retenemos, y detrás de él permanecemos, ya se trate de un muro psicológico, material, económico o nacional. Mientras vivimos en aislamiento, detrás de un muro, no existe la convivencia con los demás; y vivimos encerrados porque resulta mucho más satisfactorio y creemos que es mucho más seguro. El mundo está tan desgarrado, hay tanto dolor, tanta pesadumbre, guerra, destrucción y miseria, que deseamos escapar y vivir dentro de los muros de seguridad de nuestro propio ser psicológico. De suerte que, para la mayoría de nosotros, la vida de relación es en realidad un proceso de aislamiento; y es obvio que tal relación construye una sociedad que es también aisladora. Eso, exactamente, es lo que ocurre a través del mundo: permanecéis en vuestro aislamiento y extendéis la mano por sobre el muro, llamando a eso nacionalismo, fraternidad o lo que os plazca; pero lo cierto es que los gobiernos soberanos y los ejércitos continúan. Es decir, aferrándoos a vuestras propias limitaciones, creéis que podéis establecer la unidad mundial, la paz del mundo; y ello es imposible. Mientras haya una frontera -nacional, económica, religiosa o social- es un hecho evidente que no puede haber paz en el mundo. 

 El proceso del aislamiento es el proceso de la búsqueda del poder. Y sea que uno busque el poder a titulo individual o para un grupo racial o nacional, tiene que haber aislamiento porque el deseo mismo de poder, de posición, es separatismo. Eso, en suma, es lo que cada cual desea, ¿verdad? Cada cual desea una posición fuerte en la que pueda dominar: en el hogar, en la oficina o en un régimen burocrático. Cada cual anda en busca de poder, y por el hecho de buscar el poder establecerá una sociedad basada en el poder: militar, industrial, económico, y lo demás. Ello, una vez más, es evidente. ¿El deseo de poder no es aislador por su propia naturaleza? Creo que es muy importante comprender eso; porque el hombre que desea un mundo pacifico, un mundo en el que no haya guerras, ni espantosa destrucción, ni miseria catastrófica en escala inconmensurable, tiene que comprender esta cuestión fundamental. ¿No es así? El hombre afectuoso, bondadoso, no tiene sentido alguno del poder, y por lo tanto ese hombre no está atado a ninguna nacionalidad, a ninguna bandera. Carece de bandera.

Vivir en el aislamiento es cosa inexistente; no hay país; ni pueblo, ni individuo, que pueda vivir aislado. Ello no obstante, como buscáis el poder de tantas maneras diferentes, engendráis aislamiento. El nacionalista es una maldición porque con su espíritu de nacionalismo, de patriotismo, erige un muro de aislamiento; está tan identificado con su patria que construye un muro contra las demás. ¿Y qué ocurre cuando levantáis un muro en contra de algo? Ese algo golpea constantemente contra vuestro muro. Cuando resistís a algo esa misma resistencia indica que estáis en conflicto con lo otro. De suerte que el nacionalismo, que es un proceso de aislamiento, que es el resultado del afán de poder, no puede traer paz al mundo. El hombre que es nacionalista y habla de fraternidad dice una mentira, vive en estado de contradicción. Veamos ahora si se puede vivir en el mundo sin deseo de poder, de posición, de autoridad. Es evidente que sí se puede. Uno lo hace cuando no se identifica con algo más grande. Esta identificación con algo más grande -el partido, la patria, la raza, la religión, Dios- es la búsqueda de poder. Como en vosotros mismos sois vacíos, torpes, débiles, gustáis de identificaros con algo más grande. Este deseo de identificaros con algo más grande es el deseo de poder. La vida de relación es un proceso de autorrevelación; y si uno no se conoce a sí mismo, si no conoce las modalidades de la propia mente y corazón, el mero hecho de establecer un orden externo, un sistema, una fórmula sagaz, tiene muy poco sentido. Lo importante, pues, es comprenderse uno mismo en relación con los demás. Entonces la relación no se convierte en un proceso de aislamiento, sino que es un movimiento en el que descubrís vuestros propios móviles, vuestros propios pensamientos, vuestros propios empeños; y es ese descubrimiento, precisamente, que es el comienzo de la liberación, el comienzo de la transformación.



CAPÍTULO 13 - EL DESEO -

 CAPÍTULO XIII

 EL DESEO

 Para la mayoría de nosotros, el deseo es todo un problema: el deseo de propiedad, de posición, de poder, de comodidad, de inmortalidad, de continuidad, el deseo de ser amado, de poseer algo permanente, satisfactorio, duradero, algo que esté más allá del tiempo. Ahora bien, ¿qué es el deseo? ¿Qué es esta cosa que nos impulsa, que nos compele? No quiero decir que debiéramos estar satisfechos con lo que tenemos o con lo que somos, lo cual es simplemente lo opuesto de lo que queremos. Estamos tratando de ver qué es el deseo; y si podemos examinarlo a modo de prueba, sin una idea fija, creo que causaremos una transformación que no es una mera substitución de un objeto de deseo por otro objeto de deseo. Esto último, empero, es generalmente lo que entendemos por “cambio”, ¿no es así? Estando insatisfechos con determinado objeto del deseo, le hallamos un substituto. Sin cesar nos movemos de un objeto del deseo a otro que consideramos superior, más noble, más refinado; pero, por refinado que sea, el deseo es siempre deseo, y en este movimiento del deseo hay lucha interminable, el conflicto de los opuestos.

¿No es, pues, importante averiguar qué es el deseo y si él puede ser transformado? ¿Qué es el deseo? ¿No es el símbolo y su sensación? El deseo es la sensación conjuntamente con el propósito de su logro. ¿Existe el deseo sin un símbolo, y su sensación? No, evidentemente. El símbolo podrá ser un cuadro, una persona, una palabra, un nombre, una imagen, una idea que me brinda una sensación, que me hace sentir que me gusta o me disgusta; si la sensación es agradable, yo deseo lograr, poseer, aferrar su símbolo y continuar con ese placer. De vez en cuando, de acuerdo con mis inclinaciones e intensidades, cambio el cuadro, la imagen, el objeto. De una forma de placer estoy harto, fastidiado, cansado, aburrido; busco, pues, una nueva sensación, una nueva idea, un nuevo símbolo. Rechazo la vieja sensación y me abro a una nueva, con nuevas palabras, nuevas significaciones, nuevas experiencias. Resisto a lo viejo y cedo a lo nuevo que considero superior, más noble, más satisfactorio. Así, en el deseo hay resistencia y rendición, lo cual involucra tentación; y, por supuesto, en el ceder a determinado símbolo de deseo hay siempre temor a la frustración.

 Si observo todo el proceso del deseo en mí mismo, veo que siempre hay un objeto hacia el cual mi mente se dirige en busca de más sensación, y que en este proceso hay involucrada resistencia, tentación y disciplina. Hay percepción, sensación, contacto y deseo, y la mente se convierte en el instrumento mecánico de este proceso, en el cual los símbolos, las palabras, los objetos, son el centro en torno del cual todo deseo, todos los empeños, todas las ambiciones se erigen; y ese centro es el “yo”. ¿Y es que yo puedo disolver ese centro del deseo, no un deseo ni un apetito o ansia en particular sino la estructura íntegra del deseo, del anhelo, de la esperanza, en la que siempre existe el temor a la frustración? Cuanto más me veo frustrado, mayor fuerza doy al “yo”. Mientras haya esperanza, anhelo, existe siempre el trasfondo del temor, el cual, una vez más, refuerza aquel centro. Y la revolución sólo es posible en aquel centro, no en la superficie, lo cual es mero proceso de distracción, un cambio superficial que conduce a una acción dañina. Cuando me doy cuenta, pues, de toda esta estructura del deseo, veo cómo mi mente ha llegado a ser un centro muerto, un proceso mecánico de memoria. Habiéndome cansado de un deseo, automáticamente quiero satisfacerme en otro. Mi mente experimenta siempre en términos de sensación, es el instrumento de la sensación. Estando aburrido de determinada sensación, busco una sensación nueva, que podrá ser lo que llamo “realización de Dios”; pero ello sigue siendo sensación. Ya me tiene harto este mundo y sus afanes, y deseo la paz, una paz que sea eterna; de suerte que medito, domino mi mente y la disciplino a fin de experimentar esa paz. La experiencia de esa paz sigue siendo sensación. Mi mente, pues, es el instrumento mecánico de la sensación, de la memoria, un centro muerto desde el cual yo actúo y pienso. Los objetos que persigo son las proyecciones de la mente como símbolos de los cuales ella deriva sensaciones. La palabra “Dios”, la palabra “amor”, la palabra “comunismo’ la palabra “democracia”, la palabra “nacionalismo”, todo estos son símbolos que despiertan sensaciones en la mente, y por lo tanto la mente se apega a ellos. Como vosotros y yo sabemos, toda sensación termina, y así pasamos de una sensación a otra; y cada sensación fortalece el hábito de buscar más sensación. De tal suerte la mente llega a ser mero instrumento de sensación y memoria, y en ese proceso estamos atrapados. Mientras la mente busque más experiencia, sólo puede pensar en términos de sensación; y a toda vivencia que sea espontánea, creativa, vital, sorprendentemente nueva, ella la reduce en seguida a sensación, y persigue esa sensación, que entonces se vuelve recuerdo. La vivencia, por lo tanto, está muerta, y la mente llega a ser como las aguas estancadas del pasado.

Por poco que hayamos examinado esto profundamente, estamos familiarizados con este proceso; y parecemos incapaces de ir más allá. Y nosotros queremos ir más allá, por que estamos cansados de esta interminable rutina, de esta mecánica búsqueda de sensación. La mente, pues, proyecta la idea de la verdad, de Dios; sueña con un cambio vital y con desempeñar un papel principal en ese cambio, y así sucesivamente. De ahí que no haya nunca un estado creador. Veo desarrollarse en mí mismo este proceso del deseo, que es que se repite, que mantiene a la mente en un proceso de rutina y hace de ella un centro muerto del pasado en el que no hay espontaneidad creadora. Y también hay momentos súbitos de acción creadora, de aquello que no pertenece a la mente, ni a la memoria, ni a la sensación, ni al deseo. Nuestro problema, pues, es el de comprender el deseo, no hasta dónde debiera ir, o dónde debiera terminar, sino el de comprender todo el proceso del deseo, las ansias, los anhelos, los apetitos vehementes. Muchos de nosotros creemos que el  poseer muy poco indica liberación del deseo, ¡y qué culto rendimos a los que no tienen sino pocas cosas! Un taparrabo, una túnica, simbolizan nuestro deseo de estar libres del deseo; pero esa, nuevamente, es una reacción muy superficial. ¿Por qué empezar en el nivel superficial de abandonar la posesiones materiales cuando vuestra mente está mutilada por innumerables anhelos, innumerables deseos, creencias, luchas? Es ahí, por cierto, donde la revolución debe producirse, no en lo que respecta a cuánto poseéis o qué ropa usáis, o cuántas veces coméis. Pero esas cosas signan porque nuestra mente es muy superficial. De suerte que vuestro problema y el mío consiste en ver si la mente puede alguna vez estar libre del deseo, de la sensación. La creación, por cierto, nada tiene que ver con la sensación; la realidad, Dios o lo que fuere, no es un estado que pueda experimentarse como sensación. Cuando tenéis una vivencia, ¿qué acontece? Ella os ha dado cierta sensación, un sentimiento de júbilo o de depresión. Naturalmente, tratáis de evitar, de hacer a un lado el estado de depresión; pero si es una alegría, un sentimiento de júbilo, lo perseguís. Vuestra vivencia ha producido una sensación de placer, y deseáis más; y ese “más” refuerza el centro muerto de la mente, que siempre ansía más experiencia. De ahí que la mente no pueda experimentar nada nuevo, que sea incapaz de “vivenciar” nada nuevo, porque su enfoque es siempre a través de la memoria, a través del reconocimiento; y aquello que es reconocido por medio de la memoria no es verdad, no es creación, no es realidad. Una mente así no puede tener la vivencia de la realidad, sólo puede experimentar sensaciones; y la acción creadora no es sensación, es algo eternamente nuevo de instante en instante. Ahora bien, yo me doy cuenta del estado de mi propia mente; veo que ella es el instrumento de la sensación y del deseo, o, más bien, que ella es sensación y deseo, y que se halla mecánicamente atrapada en la rutina. Una mente así es incapaz de recibir alguna vez o de sentir cabalmente lo nuevo; pues resulta obvio que lo nuevo debe ser algo que está más allá de la sensación, la cual es siempre lo viejo. De suerte que este proceso mecánico con sus sensaciones tiene que terminar, ¿no es así? El querer más, el perseguir símbolos, palabras, imágenes con sus sensaciones, todo eso tiene que acabar. Sólo entonces es posible que la mente se halle en ese estado de “creatividad” en que lo nuevo puede siempre surgir. Si queréis comprender sin estar hipnotizados por palabras, por hábitos, por ideas, y ver cuán importante es que lo nuevo actúe sobre la mente de un modo constante, entonces, tal vez, comprenderéis el proceso del deseo, la rutina, el aburrimiento, el ansia constante de experiencia. Entonces, creo, empezaréis a ver que el deseo tiene muy poca significación en la vida para un hombre que busca realmente. Es obvio que hay ciertas necesidades físicas: alimento, vestido, albergue, y todo lo demás. Pero ellas nunca se convierten para él en apetitos psicológicos, en cosas sobre las cuales la mente se erige como centro de deseo. Más allá de las necesidades físicas, cualquier forma de deseo -de grandeza, de verdad, de virtud- llega a ser un proceso psicológico por el cual la mente elabora la idea del “yo” y se fortalece en el centro.

Cuando veáis este proceso, cuando os deis realmente cuenta de él sin oposición, sin un sentido de tentación, sin resistencia, sin justificarlo ni juzgarlo, entonces descubriréis que la mente es capaz de recibir lo nuevo, y que lo nuevo nunca es una sensación; por lo tanto no puede jamás ser reconocido, experimentado nuevamente. Es un estado de ser en que la creatividad adviene espontáneamente, sin que, intervenga la memoria; y eso es la realidad. 

CAPÍTULO 12 - EL TEDIO Y EL INTERÉS -

 12. EL TEDIO Y EL INTERÉS

 Pregunta: Yo no estoy interesado en nada, pero la mayoría de la gente anda ocupada con muchos intereses. No tengo necesidad de trabajar, y por lo tanto no lo hago. ¿Debo emprender algún trabajo útil?

 KRISHNAMURTI: ¿Debo dedicarme al servicio social, a la acción política, o a la vida religiosa? ¿Es eso, no? ¿Como usted no tiene otra cosa que hacer, se hace reformador? Señor, si nada tiene usted que hacer, si está aburrido, ¿por qué no estarlo? ¿Por qué no ser eso? Si estáis sumidos en la aflicción, estad afligidos. No tratéis de hallarle una salida. Porque el que estéis fastidiados, aburridos, tiene un significado inmenso, si es que podéis comprenderlo, vivirlo. Pero si decís “estoy aburrido, y por lo tanto voy a hacer otra cosa”, lo único que hacéis es tratar de escapar al aburrimiento. Y como casi todas nuestras actividades son evasiones; hacéis mucho daño en el terreno social y en todos los otros. El daño es mucho mayor cuando escapáis que cuando sois lo que sois y os quedáis con el tedio. La dificultad estriba en quedarse con el tedio y no en huir; y como la mayoría de nuestras actividades son un proceso de evasión, os resulta inmensamente difícil dejar de escapar y hacer frente al tedio. Así, pues, me alegro de que usted esté realmente aburrido, y le digo: punto final, quedémonos ahí y examinemos el asunto. ¿Por qué habría usted de hacer algo? Si estáis aburridos, ¿por qué lo estáis? ¿Qué es eso que llamáis aburrimiento? ¿Por qué es que nada os interesa? Tiene que haber causas y razones por las cuales estáis sin ánimo los sufrimientos, las escapatorias, las creencias, la actividad incesante, os han oscurecido la mente y endurecido el corazón. Pero si pudierais descubrir por qué estáis aburridos, qué carecéis de interés, entonces, seguramente, podríais resolver el problema. ¿No es así? Entonces, despierto, funcionará el interés. Pero si no os interesa el porqué de vuestro aburrimiento, no podéis interesaros a la fuerza en una actividad, simplemente para hacer algo, como una ardilla que da vueltas en una jaula. Yo sé que esta es la clase de actividad a que se entrega la mayoría de nosotros. Sin embargo, podemos descubrir en nuestro fuero interior, psicológicamente, por qué nos hallamos en ese estado de total aburrimiento; podemos ver por qué se halla en ese estado la mayoría de nosotros: nos hemos agotado emocional y mentalmente, hemos probado tantas cosas, tantas sensaciones, tantas diversiones, tantos experimentos, que nos hemos entorpecido y hastiado. Ingresamos a una agrupación, hacemos todo lo que se nos pide, y luego la abandonamos; entonces pasamos a otra cosa y la probamos. Si fracasamos con un psicólogo, recurrimos a otra persona o a un sacerdote; si allí fracasamos, recurrimos a otro instructor, y así sucesivamente; siempre seguimos en movimiento. Este constante proceso de esforzarse y aflojar es agotador, ¿verdad? Como todas las sensaciones, no tarda en oscurecer la mente. Esto es lo que hemos hecho: hemos ido de sensación en sensación, de una excitación a otra, hasta llegar a un punto en que estamos realmente agotados.

Ahora bien, dándoos cuenta de ello, no prosigáis: tomad un descanso. Aquietaos. Dejad que la mente se fortalezca a sí misma. No la forcéis. Así como la tierra se renueva durante el invierno, así también se renueva la mente cuando se le permite aquietarse. Pero es muy difícil permitir que la mente se aquiete, que permanezca en barbecho después de todo esto, ya que la mente desea en todo momento hacer algo. Y cuando lleguéis al punto en que realmente aceptáis ser lo que sois -aburridos, feos, horribles, lo que fuere-, entonces hay una posibilidad de habérosla con todo ello. ¿Qué ocurre cuando aceptáis algo, cuando aceptáis lo que sois? Cuando aceptáis ser lo que sois, ¿dónde está el problema? El problema existe únicamente cuando no aceptamos una cosa tal cual es, y deseamos transformarla, lo cual no significa que yo abogue por la resignación; al contrario. Si aceptamos lo que somos, entonces vemos que la cosa que nos aterraba, la cosa que llamábamos aburrimiento, desesperación, miedo, ha sufrido un cambio completo. Hay una transformación completa de la cosa que nos infundió temor. Por eso es importante, como ya lo dije, que se comprenda el proceso, las modalidades de nuestro propio pensar. El conocimiento propio no puede adquirirse por intermedio de nadie, ni de ningún libro, ni de ninguna confesión, psicología o psicoanalista. Tiene que ser descubierto por vosotros mismos, porque es nuestra vida; y sin ampliar y ahondar ese conocimiento del “yo”, hagáis lo que hagáis, así alteréis cualesquiera de las circunstancias e influencias externas o internas, ello será siempre una fuente de desesperación, de pena y de dolor.

 Para ir más allá de las actividades en que la mente se encierra a sí misma, tenéis que comprenderlas; y el comprenderlas significa darse cuenta de la acción en la vida de relación: relación con las cosas, con las personas y con las ideas. En esa vida de relación, que es el espejo, empezamos a vernos a nosotros mismos sin condenación ni justificación; y partiendo de ese conocimiento más amplio y profundo de las modalidades de nuestra mente, es posible proseguir adelante. Entonces es posible que la mente esté quieta y reciba aquello que es lo real.

CAPÍTULO 10 - CONTINUACIÓN - EL MIEDO -

 CAPÍTULO X 

EL MIEDO

 ¿Qué es el miedo? El miedo sólo puede existir con relación a algo, no aisladamente. ¿Cómo puedo tenerle miedo a la muerte, cómo puedo tener miedo de algo que no conozco? Sólo puedo tener miedo de algo que conozco. Cuando digo que la muerte me da miedo, ¿temo realmente a lo desconocido -o sea a la muerte- o tengo miedo de perder lo que he conocido? Mi miedo no es a la muerte, sino a perder mi asociación con las cosas que me pertenecen. Mi miedo existe siempre en relación con lo conocido, no con lo desconocido. Voy a averiguar cómo se está libre de miedo a lo conocido, es decir, del miedo de perder mi familia, mi reputación, mi carácter, mi cuenta bancaria, mis apetitos, etc. Podréis decir que el miedo surge de la conciencia; pero vuestra conciencia está formada por vuestro condicionamiento, de modo que la conciencia sigue siendo el resultado de lo conocido. ¿Qué es lo que yo conozco? Conocer es tener ideas, opiniones sobre las cosas, tener un sentido de continuidad de lo conocido, y nada más. Las ideas son recuerdos, resultados de la experiencia, la cual es respuesta al reto. Siento temor de lo conocido, lo que significa que temo perder personas, cosas o ideas, que temo descubrir lo que soy, que temo hallarme sin saber qué hacer, que temo el dolor que pudiera sobrevenir cuando haya perdido o no haya ganado, o no tenga más placer. Existe el miedo al dolor. El dolor físico es la respuesta nerviosa, pero el dolor psicológico se produce cuando me aferro a las cosas que me brindan satisfacción, pues entonces tengo miedo de quienquiera o de cualquier cosa que pueda quitármelas. Las acumulaciones psicológicas impiden el dolor psicológico mientras río se las perturba; esto es, yo soy un manojo de acumulaciones, de experiencias, lo cual impide cualquier forma seria de perturbación; y no quiero ser perturbado. Siento temor, por lo tanto, de quienquiera las perturbe. Mi miedo es así a lo conocido; siento temor de las acumulaciones -físicas o psicológicas- que he adquirido como medio de evitar el dolor o de impedir el sufrimiento. Pero el sufrimiento está en el proceso mismo de acumular para evitar el dolor psicológico. El conocimiento también ayuda a impedir el dolor. Así como la ciencia médica ayuda d evitar el dolor físico, las creencias ayudan a evitar el dolor psicológico, y es por eso que temo perder mis creencias, aunque no posea un conocimiento perfecto ni prueba concreta de la realidad de tales creencias. Puede que yo rechace algunas de las creencias tradicionales que me han sido inculcadas, porque mi propia experiencia me da fuerza, confianza, comprensión; pero tales creencias, y los conocimientos que he adquirido, son fundamentalmente lo mismo: un medio de evitar el dolor, el sufrimiento.

El miedo existe mientras hay acumulación de lo conocido, lo cual engendra temor de perder. El miedo a lo desconocido es por tanto el temor de perder las cosas conocidas que he acumulado. La acumulación invariablemente significa temor, el cual a su vez significa dolor; y en el momento en que digo “no debo perder”, hay miedo. Aunque mi intención al acumular sea la de evitar el sufrimiento, éste es inherente al proceso de la acumulación. Las cosas mismas que yo poseo engendran miedo, es decir, dolor. La semilla de la defensa engendra la ofensa. Deseo seguridad física; establezco así un gobierno soberano, el cual necesita fuerzas armadas; y éstas significan guerra, la cual destruye la seguridad. Donde hay deseo de autoprotección, hay miedo. Cuando me doy cuenta de la falacia de reclamar seguridad, ya no acumulo. Si decís que veis eso pero que no podéis evitar de acumular, es porque en realidad no veis que, inherentemente, en la acumulación hay dolor. El miedo existe en el proceso de la acumulación, y la creencia en algo forma parte del proceso acumulativo. Mi hijo muere, y yo creo en la reencarnación para que me impida psicológicamente tener más dolor; pero en el proceso mismo de creer hay duda. Exteriormente acumulo cosas, y traigo guerra; interiormente acumulo creencias y traigo dolor. Mientras yo quiera estar en seguridad, tener cuentas bancarias, placeres, etc., mientras quiera llegar a ser algo, fisiológica o psicológicamente, tiene que haber dolor. Las cosas mismas que haga para evitar el dolor me traen miedo, dolor.

 El miedo surge cuando deseo adecuarme a una determinada norma de conducta. Vivir sin miedo significa vivir sin una norma determinada. Cuando exijo determinada manera de vivir, eso es en sí mismo una fuente de temor. Mi dificultad es mi deseo de vivir en un molde determinado. ¿No puedo romper el molde? Sólo puedo hacer tal cosa cuando veo la verdad: que el molde causa temor, y que este temor fortalece el molde. Si yo digo que debo romper el molde porque deseo estar libre de temor, entonces no hago más que seguir otro patrón, el cual causará más temor. Toda acción de mi parte, basada en el deseo de romper el molde, sólo creará un nuevo patrón y por lo tanto miedo. ¿Cómo habré de romper el molde sin causar miedo, es decir, sin ninguna acción consciente o inconsciente de parte mía con relación a aquélla? Esto significa que no debo actuar, no debo hacer movimiento alguno para romper con la norma. ¿Qué me ocurre, pues, cuando miro simplemente el patrón de conducta sin hacer nada a su respecto? Yo veo que la mente es en sí el molde, el patrón; vive en el patrón habitual que se ha creado. De suerte que la mente misma es miedo. Cualquier cosa que la mente haga, contribuye a fortalecer un viejo patrón de conducta o a fomentar uno nuevo. Esto significa que todo lo que la mente hace para despojarse del miedo, causa miedo.

El miedo encuentra diversas escapatorias. La variedad corriente es la identificación. ¿No es cierto? Identificación con la patria, con la sociedad, con una idea. ¿No habéis notado cómo respondéis cuando veis un desfile -desfile militar o procesión religiosa- o cuando el país está en peligro de ser invadido? Entonces os identificáis con el país, con una persona, con una ideología. Otras veces os identificáis con vuestro hijo, con vuestra esposa, con determinada forma de acción o de inacción. La identificación es, pues, un proceso de olvido de sí mismo. Mientras yo tengo conciencia del “yo”, sé que hay dolor, que hay lucha, que hay constante temor. Mas si puedo identificarme con algo más grande, con algo que valga la pena, con la ‘belleza, con la vida, con la verdad, con la creencia, con el conocimiento, al menos temporariamente, hay una evasión del “yo”. ¿No es así? Si hablo de mi patria, me olvido de mí mismo temporariamente. ¿Verdad? Si puedo decir algo acerca de Dios, me olvido de mí mismo. Si puedo identificarme con mi familia, con un grupo, con determinado partido, con cierta ideología, entonces hay evasión temporaria. La identificación es una forma de escapar al “yo” en igual grado que la virtud es una forma de eludir el “yo”’ El hombre que persigue la virtud se evade del “yo” y tiene una mente estrecha. Esa no es una mente virtuosa, pues la virtud es algo que no puede ser perseguido. Cuanto más tratáis de llegar a ser virtuosos, tanto mayor es el vigor, la seguridad que dais al “yo”. De suerte que el miedo, común a la mayoría de nosotros en diferentes formas, tiene siempre que hallar una substitución, y por lo tanto ha de acrecentar nuestra lucha. Cuanto más os identificáis con una substitución mejor es la fuerza para aferraros a aquello por lo cual estáis dispuestos a luchar, a morir; porque el miedo es lo que influye. ¿Sabemos ahora qué es el miedo? ¿No es la no aceptación de lo que ese Debemos comprender la palabra “aceptación”. No estoy empleando esa palabra en el sentido del esfuerzo que se hace por aceptar. No es cuestión de aceptar cuando soy capaz de ver lo que es. Cuando no veo claramente lo que es, entonces hago surgir el proceso de la aceptación. De suerte que el miedo es la no aceptación de lo que es. ¿Cómo puedo yo, que soy un manojo de todo estas reacciones, respuestas, recuerdos, esperanzas, depresiones, frustraciones, que soy el resultado del movimiento de la conciencia obstruida, ir más allá? ¿Puede la mente, sin esta obstrucción y estorbo, ser consciente? Sabemos qué extraordinario júbilo se produce cuando no hay estorbo. Bien sabéis que, cuando el cuerpo está en perfecta salud, hay cierto gozo y bienestar. ¿Y acaso no sabéis, cuando la mente está completamente libre, sin obstrucción alguna, cuando el centro de reconocimiento -el “yo”- no está ahí, que experimentáis cierto júbilo? ¿No habéis vivido ese estado en que el “yo” está ausente? Por cierto que todos lo hemos vivido. Sólo hay comprensión y liberación del “yo” cuando puedo mirarlo completa e integralmente como un todo; y eso puedo hacerlo únicamente cuando comprendo el proceso integro de toda actividad nacida del deseo, que es la expresión misma del pensamiento -el pensamiento no es diferente del deseo-, sin justificarlo, sin condenarlo, sin reprimirlo. Si eso puedo comprenderlo, entonces sabré que existe la posibilidad de ir más allá de las restricciones del “yo”.


CAPÍTULO 9 - La vida de relación - continuación -

 9. LA VIDA DE RELACIÓN

Pregunta: A menudo ha hablado usted de la vida de relación. ¿Qué significa para usted?

 KRISHNAMURTI: En primer término, no hay ser alguno que esté aislado. Ser es estar en relación, y sin relación no hay existencia. ¿Qué entendemos por relación? Es la conexión entre el reto y la respuesta en el trato de dos personas, de vosotros conmigo; es el reto que vosotros lanzáis y que yo acepto o al cual respondo; también el reto que yo os lanzo. La relación de dos personas crea la sociedad; la sociedad no es independiente de vosotros y de mí; la masa no es por sí misma una entidad separada, sino que vosotros y yo, en nuestra mutua relación, creamos la masa, el grupo, la sociedad. La relación es el darse cuenta de la conexión existente entre dos personas. ¿En qué se basa por lo general esa relación? ¿No se basa acaso en la llamada “interdependencia”, en la ayuda mutua? Decimos por lo menos que ella es ayuda mutua, auxilio mutuo, y así sucesivamente; pero en realidad, independientemente de las palabras, de la resistencia emocional que ofrecemos los unos a los otros, ¿en qué se basa la relación? En la mutua satisfacción, ¿no es así? Si yo no os agrado, prescindís de mí; si yo os agrado, me aceptáis como esposa, vecino o amigo. Ese es el hecho. ¿Qué es lo que llamáis “familia”? Evidentemente, es una relación de intimidad, de comunión. En vuestra familia, en la relación con vuestra esposa, con vuestro esposo, ¿existe comunión? Eso, por cierto, es lo que entendemos por relación, ¿verdad? La relación significa comunión en la que no hay temor, libertad para comprenderse el uno al otro, para comunicarse al instante. Es obvio que la relación significa eso, estar en comunión con otro. ¿Lo estáis vosotros? ¿Estáis en comunión con vuestra esposa? Tal vez lo estéis físicamente, pero eso no es relación. Vosotros y vuestra esposa vivís en lados opuestos de un muro de aislamiento, ¿no es así? Tenéis vuestros propios empeños, vuestras ambiciones, y ella tiene los suyos. Vivís detrás del muro y de vez en cuando miráis por encima de él, y a eso le llamáis “relación”. Eso es un hecho, ¿verdad? Podéis magnificarlo, suavizarlo, introducir un nuevo juego de palabras para describirlo, pero el hecho es ése: que vosotros y los que os rodean vivís aislados, y a esa vida en aislamiento le llamáis “relación”. Si hay verdadera relación entre dos personas, lo cual significa que entre ellas hay comunión, entonces las implicaciones son enormes. Entonces no hay aislamiento; hay amor y no responsabilidad o deber. Las personas que se aíslan detrás de sus muros son las que hablan de deber y responsabilidad. El hombre que ama, no habla de responsabilidad, ama. Por lo tanto comparte con otro su júbilo, su pena, su dinero. ¿Son así vuestras familias? ¿Existe comunión directa con vuestra esposa, con vuestros hijos? Es obvio que no. Por consiguiente la familia es un mero pretexto para continuar con vuestro nombre y tradición, para que ella os dé lo que deseáis, en lo sexual o en lo psicológico, de suerte que la familia llega a ser un medio de autoperpetuación, de prolongar vuestro nombre. Esa es una clase de inmortalidad, de permanencia. La familia también se utiliza como medio de satisfacción. Yo exploto a los demás sin piedad, en el mundo de los negocios, en el mundo exterior político o social; y en el hogar procuro ser bueno y generoso. ¡Qué absurdo! O bien el mundo me agobia y quiero paz, y me voy a casa. En el mundo exterior yo sufro; me voy a casa y trato de hallar consuelo. Utilizo, pues, la relación como medio de satisfacción, lo cual significa que no me quiero ver perturbado por mis relaciones. De suerte que la relación se busca donde hay mutua satisfacción, halago. Donde no halláis esa satisfacción, cambiáis de relaciones; o bien os divorciáis, o continuáis juntos pero buscáis satisfacción en otra parte, hasta hallar lo que buscáis, es decir, satisfacción, halago, y una sensación de estar protegidos y cómodos. Después de todo, esa es nuestra vida de relación en el mundo; y así es, en realidad. Se busca la relación donde pueda haber seguridad, donde vosotros como individuos podáis vivir en un estado de seguridad, en un estado de satisfacción, en un estado de ignorancia, todo lo cual causa siempre conflicto, ¿no es así? Si vosotros no me satisfacéis y yo busco satisfacción, es natural que haya conflicto, porque ambos buscamos seguridad el uno en el otro; y cuando esa seguridad se torna incierta, os ponéis celosos, os volvéis violentos, posesivos, y lo demás. La relación, pues, conduce a la posesión, a la condenación, a las exigencias autoafirmativas de seguridad, de comodidad y de satisfacción; y en eso, naturalmente, no hay amor. Hablamos de amor, hablamos de responsabilidad, de deber, pero en realidad no hay amor; la realización se basa en la satisfacción, de lo cual vemos el efecto en la civilización actual. El modo como tratamos a nuestras esposas, a nuestros hijos, a los vecinos y amigos, es un indicio de que en nuestra vida de relación no hay realmente nada de amor. Ella es mera búsqueda de satisfacción. Y siendo ello así, ¿qué objeto tiene entonces la relación? ¿Cuál es su significación esencial? Si os observáis a vosotros mismos en relación con los demás, ¿no encontráis que la relación es un proceso de autorrevelación? ¿Mi contacto con vosotros no revela acaso el estado de mi propio ser, si me doy cuenta, si estoy bastante alerta para tener conciencia de mi propia reacción en la vida de relación? La relación es realmente un proceso de revelación de uno mismo, es decir, un proceso de conocimiento propio; y en esa revelación hay muchas cosas desagradables, pensamientos y actividades inquietantes, molestos. Como no me gusta lo que descubro, huyo de una relación que no es agradable hacia una relación que sea grata. La relación, por lo tanto, tiene muy poco sentido cuando sólo buscamos satisfacción mutua; pero se vuelve en extremo significativa cuando es un medio de revelación y conocimiento de uno mismo. Después de todo, en el amor no hay relación, ¿verdad? Sólo cuando amáis algo y esperáis retribución de vuestro amor, hay una relación. Cuando amáis, es decir, cuando os entregáis a algo enteramente, plenamente, entonces no hay relación. Si realmente amáis, si existe un amor así surge entonces algo maravilloso. En semejante amor no hay razonamiento, no existe el uno y el otro, hay unidad completa. Es un estado de integración, un completo ser. Esos momentos tan raros, dichosos, jubilosos, existen, entonces hay completo amor, comunión total. Lo que generalmente ocurre es que lo importante no es el amor sino el otro, el objeto del amor; aquel a quien se da el amor se vuelve lo importante, no el amor en sí. Por diversas razones, ya sean biológicas o verbales, o por un deseo de satisfacción, de consuelo, y lo demás, el objeto del amor llega entonces a ser lo importante; y el amor se aleja. Entonces la posesión, los celos y las exigencias causan conflicto, y el amor se aleja cada vez más; y cuanto más se aleja, tanto más el problema de la relación pierde su significación, su valor y su sentido. Por eso el amor es una de las cosas más difíciles de comprender. No puede provenir de una urgencia intelectual, no puede ser fabricado por diversos métodos, medios y disciplinas. Es un estado de ser cuando las actividades del “yo” han cesado; pero ellas no cesarán si simplemente las reprimís, las rehuís o las disciplináis. Es preciso que comprendáis las actividades del “yo” en todas las diferentes capas de la conciencia. Hay momentos en que realmente amamos, en que no hay pensamiento ni móvil; pero esos momentos son muy raros. Y es porque son raros que nos aferramos a ellos en el recuerdo y así creamos una barrera entre la viviente realidad y la acción de nuestra existencia diaria. Para comprender la vida de relación es importante comprender primero lo que es, lo que realmente está ocurriendo en nuestra vida, en todas las diferentes formas sutiles; y también lo que la relación significa en realidad. La relación es autorrevelación. Es porque no queremos revelarnos a nosotros mismos que nos refugiamos en la comodidad, y entonces la relación pierde su extraordinaria hondura, significación y belleza. Sólo puede haber verdadera relación cuando hay amor, pero el amor no es la búsqueda de satisfacción. El amor existe tan sólo cuando hay olvido de uno mismo, cuando hay completa comunión, no entre uno o dos sino comunión con lo supremo; y eso sólo puede acontecer cuando se olvida el “yo”.

LA GUERRA - CAPÍTULO 10 - CONTINUACIÓN -

10. LA GUERRA

 Pregunta: ¿Cómo podemos resolver, nuestro caos político actual y la crisis del mundo? ¿Hay algo que un individuo pueda hacer para atajar la guerra que se avecina? KRISHNAMURTI: La guerra es la proyección espectacular y sangrienta de nuestra vida diaria, ¿no es así? La guerra es una mera expresión externa de nuestro estado interno, una amplificación de nuestra actividad diaria. Es más espectacular, más  sangrienta, más destructiva, pero es el resultado colectivo de nuestras actividades individuales. De suerte que vosotros y yo somos responsables de la guerra, ¿y qué podemos hacer para detenerla? Es obvio que la guerra que nos amenaza constantemente no puede ser detenida por vosotros ni por mi porque ya está en movimiento; ya está desencadenándose, aunque todavía en el nivel psicológico principalmente. Como ya está en movimiento, no puede ser detenida; los puntos en litigio son demasiados, excesivamente graves, y la suerte ya está echada. Pero vosotros y yo, viendo que la casa está ardiendo, podemos comprender las causas de ese incendio, alejamos de él y edificar en un nuevo lugar con materiales diferentes que no sean combustibles, que no produzcan otras guerras. Eso es todo lo que podemos hacer. Vosotros y yo podemos ver qué es lo que engendra las guerras, y si nos interesa detenerlas, podemos empezar a transformamos a nosotros mismos, que somos las causas de la guerra. Una señora americana vino a verme hace un par de años, durante la guerra. Me dijo que había perdido a su hijo en Italia y que tenía otro hijo de dieciséis años al que quería salvar; de suerte que charlamos del asunto. Yo le sugerí que para salvar a su hijo debía dejar de ser americana; debía dejar de ser codiciosa, de acumular riquezas, de buscar el poder y la dominación, y ser moralmente sencilla, no sólo sencilla en cuanto a vestidos, a las cosas externas, sino sencilla en sus pensamientos y sentimientos, en su vida de relación. Ella dijo: “Eso es demasiado. Me pide usted demasiado. Yo no puedo hacer eso, porque las circunstancias son demasiado poderosas para que yo las altere”. Por lo tanto, resultaba responsable  de la destrucción de su hijo. Las circunstancias pueden ser dominadas por nosotros, porque nosotros hemos creado las circunstancias. La sociedad es el producto de la relación; de vuestras relaciones y las mías, de todas ellas juntas. Si cambiamos en nuestra vida de relación, la sociedad cambia. El confiar únicamente en la legislación, en la compulsión, para la transformación externa de la sociedad mientras interiormente seguimos siendo corrompidos, mientras en nuestro fuero íntimo continuamos en busca del poder, de las posiciones, de la dominación, es destruir lo externo, por muy cuidadosa y científicamente que se lo haya construido. Lo que es del fuero íntimo se sobrepone siempre a lo externo. ¿Qué es lo que causa la guerra religiosa, política o económica? Es evidente que la creencia, ya sea en el nacionalismo, en una ideología o en un dogma determinado. Si en vez de creencias tuviéramos buena voluntad, amor y consideración entre nosotros, no habría guerras. Pero se nos alimenta con creencias, ideas y dogmas, y por lo tanto, engendramos descontento. La presente crisis, por cierto, es de naturaleza excepcional, y nosotros, como seres humanos, o tenemos que seguir el sendero de los conflictos constantes y continuas guerras, que son el resultado de nuestra acción cotidiana, o de lo contrario ver las causas de la guerra y volverles la espalda. Lo que causa la guerra, evidentemente, es el deseo de poder, de posición, de prestigio, de dinero, como asimismo la enfermedad llamada nacionalismo -el culto de una bandera- y la enfermedad de la religión organizada, el culto de un dogma. Todo eso es causa de guerra; y si vosotros como individuos pertenecéis a cualquiera de las religiones organizadas, si sois codiciosos de poder, si sois envidiosos, forzosamente produciréis una sociedad que acabará en la destrucción. Nuevamente: ello depende de vosotros y no de los dirigentes, no de los llamados hombres de Estado, ni de ninguno de los otros. Depende de vosotros y de mí, pero no parecemos darnos cuenta de ello. Si por una vez sintiéramos realmente la responsabilidad de nuestros propios actos, ¡cuán pronto podríamos poner fin a todas estas guerras, a toda esta miseria aterradora! Pero, como veis, somos indiferentes. Comemos tres veces al día, tenemos nuestros empleos, nuestra cuenta bancaria, grande o pequeña, y decimos: “por el amor de Dios, no nos moleste, déjenos tranquilos”. Cuanto más alta es nuestra posición, más deseamos seguridad, permanencia, tranquilidad, menos injerencia admitimos, y más deseamos mantener las cosas fijas, como están; pero ellas no pueden mantenerse como están, porque no hay nada que mantener. Todo se desintegra. No queremos hacer frente a estas cosas, no queremos encarar el hecho de que vosotros y yo somos responsables de las guerras. Vosotros y yo charlamos de paz, nos reunimos en conferencias, nos sentamos en torno a una mesa y discutimos; pero en nuestro fuero íntimo, en lo psicológico, deseamos poder y posición, y nos mueve la codicia. Intrigamos, somos nacionalistas; nos atan las creencias, los dogmas, por los cuales estamos dispuestos a morir y a destruirnos unos a otros. ¿Creéis que semejantes hombres -vosotros y yo- podemos tener paz en el mundo? Para que haya paz, debemos ser pacíficos; vivir en paz significa no crear antagonismos. La paz no es un ideal. Para mí un ideal es simple evasión, un modo de eludir lo que es, una contradicción con lo que es. Un ideal impide la acción directa sobre lo que es. Mas para que haya paz tendremos que amar, tendremos que empezar, no a vivir una vida ideal sino a ver las cosas como son y obrar sobre ellas, a transformarlas. Mientras cada uno de nosotros busque seguridad psicológica, la seguridad fisiológica que necesitamos -alimento, vestido y albergue- se ve destruida. Andamos en busca de seguridad psicológica, que no existe; y, si podemos, la buscamos por medio del poder, de la posición, de los títulos, de los nombres, todo lo cual destruye la seguridad física. Esto, cuando se lo considera, resulta un hecho evidente.

Para traer paz al mundo, por lo tanto, para detener todas las guerras, tiene que haber una revolución en el individuo, en vosotros y en mí. La revolución económica sin esta revolución interna carece de sentido, pues el hambre es el resultado del defectuoso ajuste de las condiciones económicas producido por nuestros estados psicológicos: codicia, envidia, mala voluntad y espíritu de posesión. Para poner fin al dolor, al hambre, a la guerra, es preciso que haya una revolución psicológica, y pocos de nosotros están dispuestos a enfrentar tal cosa. Discutiremos sobre la paz, proyectaremos leyes, crearemos nuevas ligas, las Naciones Unidas, y lo demás. Pero no lograremos la paz porque no queremos renunciar a nuestra posición, a nuestra autoridad, a nuestros dineros, a nuestras propiedades, a nuestra estúpida vida. Confiar en los demás es absolutamente vano; los demás no nos traerán la paz. Ningún dirigente, ni gobierno, ni ejército, ni patria, va a darnos la paz. Lo que traerá la paz es la transformación interna que conducir a la acción externa. La transformación interna no es aislamiento; no consiste en retirarse de la acción externa. Por el contrario, sólo puede haber acción verdadera cuando hay verdadero pensar; y no hay pensar verdadero cuando no hay el conocimiento propio. Si no os conocéis a vosotros mismos, no hay paz. Para poner fin a la guerra externa, debéis empezar por poner fin a la guerra en vosotros mismos. Algunos de vosotros moverán la cabeza y dirán “estoy de acuerdo”, y saldrán y harán exactamente lo mismo que han estado haciendo durante los últimos diez o veinte años. Vuestra conformidad es puramente verbal y carece de significación, pues las miserias y las guerras del mundo no van a ser detenidas por vuestro fortuito asentimiento. Sólo serán detenidas cuando os deis cuenta del peligro, cuando percibáis vuestra responsabilidad, cuando no dejéis eso en manos de otros. Si os dais cuenta del sufrimiento, si veis la urgencia de la acción inmediata y no la aplazáis, entonces os transformaréis; y la paz vendrá tan sólo cuando vosotros mismos seáis pacíficos, cuando vosotros mismos estéis en paz con vuestro prójimo.

PRÓLOGO

 

lunes, 6 de noviembre de 2017

PRÓLOGO

PREFACIO

El hombre es un ser anfibio que vive a un tiempo en dos mundos: el mundo de lo dado y el mundo de lo hecho por él mismo; el mundo de la materia, la vida y la conciencia, y el mundo de los símbolos. En nuestro pensar utilizamos un repertorio de sistemas que son símbolos: el lenguaje, las matemáticas, el arte pictórico, la música, el ritual y lo demás. Sin tal sistema de símbolos no habría arte, ni ciencia, ni filosofía, ni siquiera tendríamos los rudimentos de la civilización: en otras palabras, descenderíamos a la animalidad.
Los símbolos son, pues, imprescindibles. Pero, como lo comprueba la historia de todos los tiempos, los símbolos también pueden tener consecuencias fatales. Como ejemplo, tómese de un lado el dominio de la ciencia, y del otro, el de la política y la religión. El pensar en términos de cierta clase de símbolos y el actuar en respuesta a los mismos nos ha permitido comprender, y hasta cierto punto dominar las fuerzas elementales de la naturaleza. En cambio, el pensar en términos de otra clase de símbolos y el actuar en respuesta a ellos nos hace utilizar esas fuerzas como instrumentos para el asesinato en masa y el suicidio colectivo. En el primer caso los símbolos estuvieron bien escogidos, cuidadosamente analizados y progresivamente adaptados a los hechos de la existencia física. En el segundo caso los símbolos originalmente mal escogidos no han sido nunca sometidos a riguroso análisis, ni tampoco se han ido modificando para ponerlos en armonía con los hechos de la vida humana. Más aun, estos símbolos inadecuados inspiran a todo el mundo tanto respeto como si por arte de magia fueran más reales que las mismas realidades que representan. Así, en los textos de religión y de política, no se piensa que las palabras representan defectuosamente hechos y cosas, sino que, por el contrario. los hechos y las cosas sirven para comprobar la validez de las palabras.
Hasta hoy, los símbolos sólo han sido utilizados de un modo realista en materias a las cuales no damos la máxima importancia. En todo lo concerniente a nuestros móviles más profundos, persistimos en valernos de símbolos no sólo irracionalmente sino con asomos de idolatría y hasta de locura. El resultado final de todo esto es que el hombre ha podido cometer, a sangre fría y por largos períodos de tiempo, actos que las bestias sólo son capaces de cometer por breves instantes, cuando están en el colmo del frenesí, del deseo o del terror. Los hombres pueden volverse idealistas porque hacen uso de los símbolos y les rinden culto; y, por ser idealistas, pueden transformar la intermitente codicia del animal en los grandiosos imperialismos de un Rhodes o de un J.P. Morgan; el intermitente afán de pelea del animal lo pueden transformar en el Stalinismo o en la Inquisición española; y el transitorio apego del animal a la tierra que lo sustenta, lo pueden transformar en el deliberado frenesí del nacionalismo. Afortunadamente, el hombre puede también convertir la intermitente bondad del animal en la caridad de toda la vida de una Elizabeth Fry o de un Vicente de Paúl; la intermitente dedicación animal a la hembra, al macho y a la prole, la puede convertir en la razonada y persistente cooperación humana que hasta la fecha ha demostrado ser tan recia que ha logrado salvar al mundo de las desastrosas consecuencias del otro tipo de idealismo. ¿Será posible que este idealismo siga salvando al mundo? No lo sabemos. Lo que sí sabemos es que con la bomba atómica en manos del idealismo nacionalista ha disminuido mucho la ventaja de los idealistas de la caridad y cooperación.
Ni siquiera el mejor de los libros sobre el arte de cocina puede substituir a la peor de las comidas. El hecho es obvio. Y, sin embargo, en el transcurso de los siglos, los filósofos más profundos y los teólogos más hábiles y eruditos han caído constantemente en el error de identificar sus obras puramente verbales con la realidad de los hechos, o peor aun, han imaginado que, en alguna forma, los símbolos son más reales que aquello que representan. Este culto a la palabra no ha dejado de ser combatido. Según San Pablo: “La letra mata; el espíritu vivifica”. “Y ¿Por qué -se pregunta Eckhart-, por qué caer en habladurías sobre Dios? Cualquier cosa que digáis de Dios es falsa”. En el otro extremo de la tierra el autor de uno de los Mahayana sutras afirmó que “Buda nunca predicó la verdad, pues comprendía que tenéis que descubrirla dentro de vosotros mismos”. La gente respetable se desentendía de esos dichos por creer que eran profundamente subversivos. Y así, al correr del tiempo, perduró la idolatría que exagera el valor de los emblemas y las palabras. Las religiones se hundieron en la decadencia, pero la vieja costumbre de promulgar credos y de imponer la creencia en dogmas persistió aun entre los mismos ateos.
Durante los últimos años, los expertos en lógica y semántica han hecho un minucioso análisis de los símbolos que el hombre usa para pensar. La lingüística se ha convertido en una ciencia y hasta existe una materia de estudio denominada por Benjamín Whorf meta-lingüistica. Todo esto es muy encomiable, pero no basta. La lógica y la semántica, la lingüística y la meta-lingüística son disciplinas puramente intelectuales que analizan las diversas formas, correctas e incorrectas, significativas e insignificantes, en que las palabras pueden relacionarse con las cosas, los procesos y los acontecimientos. Pero estas disciplinas no ofrecen orientación alguna respecto del magno problema, más fundamental que cualquier otro, de la relación del hombre, en su totalidad psicofísica, con los dos mundos en que vive: el mundo de los hechos y el mundo de los símbolos.
En todas partes y en toda época de la historia este problema ha sido resuelto individualmente por algunos hombres y mujeres. Aunque hablaran y escribieran sobre ello, estos individuos no crearon ningún sistema porque sabían que todo sistema o doctrina envuelve la tentación de exagerar el valor de los símbolos, de dar más importancia a las palabras que a las realidades que ellas representan. Su propósito nunca fue el de ofrecer explicaciones preconcebidas ni panaceas, sino invitar a la gente a hacer el diagnóstico y el tratamiento de sus propios males, lograr que vayan al lugar donde el problema del hombre y su solución se presentan directamente a la experiencia.
En este volumen, que contiene selecciones de escritos y alocuciones de Krishnamurti, el lector hallará una clara exposición contemporánea del problema humano fundamental y una incitación a resolverlo en la única forma en que puede resolverse, resolviéndolo cada individuo por sí y para sí mismo. Las soluciones colectivas, en que muchos ponen desesperadamente su fe, son siempre soluciones inadecuadas. “Para comprender la confusión y la desdicha que hay dentro de nosotros, y por lo tanto en el mundo, hemos de comenzar por hallar claridad dentro de nosotros mismos, y esa claridad surge del recto pensar. La claridad interior no puede organizarse, porque no puede recibirse ni darse a otra persona. El pensamiento que se organiza colectivamente es una mera repetición. La claridad no es resultado de la afirmación verbal sino de la comprensión de uno mismo y del recto pensar. A la rectitud del pensamiento no se llega por el mero cultivo del intelecto, ni por la imitación de modelos, aunque estos sean dignos y nobles. La rectitud del pensamiento nace del conocimiento propio. Sin comprenderse uno a sí mismo no hay base para el pensamiento; sin el conocimiento propio, lo que “uno piensa no es verdadero”.
Este tema básico lo desarrolla Krishnamurti una y otra vez. “Hay esperanza en los hombres, no en la sociedad, no en los sistemas ni en los credos religiosos organizados, sino en vosotros y en mí”. Las religiones organizadas, con sus mediadores, sus libros sagrados, sus dogmas, sus jerarquías y sus rituales, sólo ofrecen una falsa solución al problema fundamental. “Cuando citáis la Bhagavad Gita, o la Biblia, o algún libro sagrado chino, ¿qué hacéis, acaso, sino repetir? Y lo que repetís no es la verdad. Es una mentira, porque la verdad no puede repetirse”. Una mentira puede ampliarse, exponerse y repetirse, pero no puede hacerse lo mismo con la verdad. Cuando la verdad se repite, deja de ser la verdad; por eso los libros sagrados no tienen importancia. Es a través del conocimiento propio, no a través de la creencia en símbolos originados por otros, como el hombre llega a la realidad eterna en que está arraigado su ser. La creencia en la perfección y en el valor supremo de cualquier conjunto determinado de símbolos no conduce a la liberación, sino a la historia, a la repetición de los viejos desastres de siempre. “La creencia tiene un inevitable efecto separatista. Si tenéis una creencia, si buscáis seguridad en vuestra particular creencia, os sentís separados de aquellos que buscan seguridad en alguna forma de creencia. Todas las creencias organizadas se basan en la separación aunque prediquen la fraternidad”. El individuo que ha resuelto el problema de sus relaciones con los dos mundos de hechos y símbolos, es un individuo sin creencias. Con relación a los problemas de la vida práctica, mantiene hipótesis viables que le sirven para realizar sus propósitos, y a las cuales no concede más importancia que a cualquier otra clase de instrumento. En cuanto se refiere al prójimo y a la realidad en que se afinca su vida, tiene las vivencias directas del amor y la comprensión. Es con el fin de librarse de las creencias que Krishnamurti “no ha leído ningún libro sagrado, ni la Bhagavad Gita, ni las Upanishads”. Nosotros ni siquiera leemos obras sagradas; nos conformamos con leer periódicos, revistas e historietas detectivescas de nuestra preferencia. Esto quiere decir que nos enfrentamos a la crisis de nuestro tiempo, no con amor y comprensión, sino con “fórmulas, con sistemas”, que en verdad tienen muy poco valor. Pero “los hombres de buena voluntad no deben tener fórmulas”, porque las fórmulas conducen inevitablemente a “la ceguera del pensamiento”. El apego a las fórmulas es casi universal. Y es inevitable que así sea, “porque nuestra educación se basa en qué pensar, y no en cómo pensar”. Se nos educa como miembros creyentes y militantes de algún grupo: comunista, cristiano, mahometano, hindú, budista o freudiano. Por tanto, “respondéis al reto, que es siempre nuevo, de acuerdo con una norma vieja, y de ahí que la respuesta carezca de validez, de originalidad y frescor. Si respondéis como católico o como comunista, estáis respondiendo -¿no es verdad?- de acuerdo con el pensamiento condicionado. En consecuencia, vuestra respuesta no tiene sentido. ¿Y no es el hindú, el musulmán, el budista, el cristiano quienes han creado este problema? Así como la nueva religión es el culto del Estado, la vieja religión era el culto de una idea. “Si respondéis a un reto según el viejo condicionamiento, vuestra respuesta no os permitirá comprender el nuevo reto. Por eso, “lo que uno tiene que hacer para enfrentar el reto nuevo es librarse, despojarse enteramente del trasfondo, encararse con el reto de un modo nuevo”. En otras palabras, los símbolos jamás deben elevarse a la categoría de dogmas, y ningún sistema debe considerarse más que como una conveniencia provisional. El creer en fórmulas, y los actos que de esas creencias se derivan, no pueden conducimos a una solución de nuestro problema. “Es sólo a través de la comprensión creadora de nosotros mismos como puede surgir un mundo creador, un mundo feliz, un mundo en que no existan ideas”. Un mundo en que no existan ideas sería un mundo dichoso, porque sería un mundo sin las poderosas fuerzas que condicionan, que obligan a los hombres a emprender acciones impropias, sería un mundo sin los dogmas consagrados por la tradición que sirven para justificar los peores crímenes y dar estudiados visos de razón a los mayores desatinos.
Una educación que nos enseña qué pensar y no cómo pensar requiere una clase gobernante de sacerdotes y de maestros. Pero “la idea misma de dirigir a los demás es antisocial y antiespiritual. El dirigente siente satisfecho su anhelo de poder, y los que se dejan gobernar por él sienten satisfecho su deseo de certeza y seguridad. El guía espiritual provee a sus discípulos una especie de narcótico. Pero alguien podría interrogar: “¿Qué hace usted? ¿No se comporta usted como un guía espiritual?” “Es obvio -contesta Krishnamurti- que yo no actúo como vuestro guía, porque, en primer término, no os doy satisfacción alguna. No os digo lo que debéis hacer en todo momento, ni de día en día, sino que os señalo algo; y vosotros podéis aceptarlo o rechazarlo, de acuerdo con vuestro propio criterio y no de acuerdo con el mío. Nada os pido a vosotros, ni vuestro culto, ni vuestros elogios, ni vuestros reproches, ni vuestros dioses. Yo digo: esto es un hecho; podéis aceptarlo o rechazarlo. Y la mayoría de vosotros lo rechazará por la simple razón de que el hecho no os satisface”.
¿Qué es precisamente lo que nos ofrece Krishnamurti? ¿Qué es lo que podemos aceptar, si nos parece bien, pero que con toda probabilidad preferiremos rechazar? No se trata, como hemos visto, de un sistema de creencias, de un catálogo de dogmas, ni de un repertorio de ideas o ideales. No se trata de ningún caudillaje, ni mediación, ni dirección espiritual, ni siquiera se trata de un ejemplo; ni de un ritual, ni de una iglesia, ni de un código, ni de una elevación o alguna forma de parloteo estimulador.
¿Se tratará acaso de la autodisciplina? Tampoco, pues es la cruda realidad que la autodisciplina no sirve en absoluto para resolver nuestro problema. Para hallar la solución, la mente ha de abrirse a la realidad, ha de enfrentarse con los hechos del mundo exterior y del mundo interior, sin ideas preconcebidas ni limitaciones de ninguna especie. (El servicio a Dios es la libertad perfecta. Y, a la inversa, la libertad perfecta es el servicio a Dios). Al someterse a la disciplina, la mente no experimenta ningún cambio radical; es el mismo “yo” de antes, pero “maniatado, mantenido bajo dominio”.
La autodisciplina figura en la lista de cosas que Krishnamurti no nos ofrece. ¿No ofrecerá él la creación? Contestamos otra vez con la negativa. “La creación os puede traer lo que buscáis; pero la respuesta puede venir de vuestro inconsciente, o del depósito de todos vuestros deseos. La respuesta no es la voz apacible de Dios”. “Veamos -continúa Krishnamurti- lo que sucede cuando rezáis. Mediante la repetición constante de ciertas palabras, y dominando vuestro pensamiento, la mente se aquieta, ¿no es verdad? Por lo menos la mente consciente se aquieta. Arrodillados, como lo hacen los cristianos, o sentados, como lo hacen los hindúes, a través de tanta repetición la mente del que ora se aquieta. En esa quietud brota la insinuación de algo que habéis pedido, que puede venir de lo inconsciente, o que puede ser la respuesta de vuestros recuerdos. Pero, ciertamente, eso no es la voz de la realidad, pues la voz de la realidad debe venir a vosotros; a ella no se puede apelar, a ella no se puede orar. No podéis seducirla para que venga a vuestra pequeña jaula practicando el ‘puja’, el ‘bhajan’ y otras cosas por el estilo, ni haciendo ofrendas florales, ni ceremonias propiciatorias, ni olvidándoos de vosotros mismos, ni emulando a otros. Una vez que se aprende el truco de aquietar la mente por la repetición de ciertas palabras, y de recibir insinuaciones en medio de esa quietud, surge el peligro -a menos que estéis en vigilancia muy alerta para averiguar el origen de tales insinuaciones- de que quedéis atrapados y la oración se convierta entonces en substituto de la búsqueda de la Verdad. Lo que pedís lo obtendréis, pero eso no será la verdad. Si deseáis, si pedís, recibiréis, pero a la larga tendréis que pagar su precio”.
De la oración pasamos al yoga, otra de las cosas que no nos ofrece Krishnamurti. Porque el yoga es concentración, y la concentración es exclusión. “Erigís un muro de resistencia por la concentración en un pensamiento que habéis escogido, y tratáis de mantener alejados los demás pensamientos”. Lo que comúnmente se llama meditación es el mero “cultivo de la resistencia, de la concentración exclusiva en una idea que habéis escogido”. Pero, ¿cómo hacéis la selección? “¿Qué os hace pensar que algo sea bueno, verdadero, noble, y lo demás no lo sea? Es claro que la opción se basa en el placer, en la recompensa o en el éxito; o es meramente una respuesta del propio condicionamiento o de la tradición. ¿Por qué escogéis algo? ¿Por qué no examináis cada pensamiento? Si sentís interés por muchas cosas, ¿por qué razón escogéis una de ellas? ¿Por qué no investigáis todo lo que os interesa? En lugar de crear resistencia por la concentración en un interés o en una idea, ¿por qué no estudiáis cada interés y cada idea a medida que surgen? Después de todo, vosotros tenéis muchos intereses, muchos disfraces, conscientes e inconscientes. ¿Por qué preferís uno y desecháis los demás, si al oponeros a éstos creáis la resistencia, la lucha y el conflicto? Mientras que si examináis todo pensamiento en el instante en que surge todo pensamiento, he dicho, y no algunos pensamientos-, entonces no hay exclusión. En verdad que es una tarea ardua el investigar cada uno de nuestros pensamientos. Porque, mientras investigamos un pensamiento, se introduce otro inadvertidamente. Pero si uno se da cuenta cabal de este proceso y sin deseo de justificar o dominar se dedica a observar pasivamente un pensamiento, notará que no habrá la intromisión de ningún otro pensamiento. Esa intromisión de otros pensamientos sólo ocurre cuando censuráis, comparáis, o inclináis”.
“No juzguéis para que no seáis juzgados”. Esta enseñanza del Evangelio es tan aplicable a nuestra propia vida como a nuestro trato con los demás. Cuando uno juzga, compara o condena, la mente no está abierta a la verdad, no puede estar libre de la tiranía de los símbolos y sistemas; no puede escapar al ambiente, ni al pasado. Ni la introspección con un fin predeterminado, ni el autoanálisis dentro de alguna norma tradicional, ni una serie de principios consagrados, pueden servirnos de ninguna ayuda. Hay una espontaneidad trascendente en la vida, una “Realidad creadora”, como la llama Krishnamurti, que se revela a uno cuando la mente se halla en estado de “alerta pasividad”, de “captación pasiva sin opción”. El juicio y la comparación irremediablemente nos conducen a la dualidad. Sólo la captación pasiva sin opción puede conducirnos a la no dualidad, a la reconciliación de los opuestos en una comprensión total, en un amor total. Ama et fac quod vis. Si amáis podéis hacer lo que os plazca. Pero si comenzáis haciendo lo que queréis, o lo que no queréis hacer, en obediencia a algún sistema, a nociones, ideales o prohibiciones tradicionales, jamás amaréis. El proceso liberador ha de comenzar con la comprensión sin opción de lo que queréis, y de vuestras reacciones ante cualquier sistema de símbolos que os diga que debéis o no debéis querer eso. Mediante esta comprensión sin opción, a medida que penetra en los estratos profundos del “ego” y del subconsciente con él asociado, surgirán el amor y la mutua comprensión; pero éstos serán de naturaleza muy distinta al amor y la mutua comprensión que nosotros conocemos. Esta comprensión sin opción, en todo instante y en todas las circunstancias de la vida, es la única meditación eficaz. Todas las otras formas de yoga conducen, ya sea a la ceguera del pensamiento que se deriva de la autodisciplina, o a alguna modalidad de arrobamiento provocado por autosugestión, es decir, a alguna forma de falso “samadhi”. La liberación auténtica es “la libertad interior de la Realidad creadora”. “No es una dádiva; ha de ser descubierta y vivenciada. No es una adquisición que habéis de retener para glorificaros a vosotros. Es un estado de ser, como el silencio, en el que no hay devenir, en el que hay plenitud. Esta ‘creatividad’ no tiene necesariamente que buscar expresión; no es un talento que requiera manifestación externa. No es necesario que seáis un gran artista ni que tengáis vuestro público. Si esto es lo que buscáis, no comprenderéis la Realidad interior. No es un don, ni es resultado del talento; este tesoro imperecedero sólo se halla cuando el pensamiento se libra de la concupiscencia, de la mala voluntad y de la ignorancia, cuando el pensamiento se libra de lo mundano y del afán de continuidad personal. Ha de ‘vivenciarse’ a través del recto pensar y la meditación”.
La autocomprensión sin opción nos lleva a la Realidad creadora, que está debajo de todas nuestras ilusiones destructivas; nos lleva a la serena sabiduría que siempre está allí a pesar de la ignorancia, a pesar del conocimiento, que es meramente otra forma de la ignorancia. El conocimiento es cuestión de símbolos, y es, con demasiada frecuencia, un estorbo a la sabiduría, al descubrimiento de uno mismo de instante en instante. La mente que ha llegado a la quietud de la sabiduría “comprenderá el ser, comprenderá lo que es amar. El amor no es personal ni impersonal. El amor es amor, y la mente no puede definirlo ni describirlo como algo exclusivo ni inclusivo. El amor es su propia eternidad; es lo real, lo supremo, lo inconmensurable”.

ALDOUS HUXLEY