En el último post usted habló de una especie de no-lucha, de no-esfuerzo, que bastaba con ver el conflicto y su naturaleza y que en el mismo acto de ver se establece un orden que no es mecánico....
Así es, le mostraré el caso de un escritor que llegó en forma intelectual a un diagnóstico correcto del origen psicológico de su sufrimiento. Desde niño percibió que algo no andaba bien ni en él ni en el mundo e inició una búsqueda desesperada de la verdad y cuando tomó cuenta que el propio ego era el causante de su agonía, emprendió una feroz lucha sin cuartel que dejó reflejada en un poema: La guerra santa.
René Daumal nació en Francia el año 1908 y murió de tuberculosis en 1944 el organismo no soportó semejante lucha...la lucha perpetuó la división entre René y sus fantasmas.
Así es, le mostraré el caso de un escritor que llegó en forma intelectual a un diagnóstico correcto del origen psicológico de su sufrimiento. Desde niño percibió que algo no andaba bien ni en él ni en el mundo e inició una búsqueda desesperada de la verdad y cuando tomó cuenta que el propio ego era el causante de su agonía, emprendió una feroz lucha sin cuartel que dejó reflejada en un poema: La guerra santa.
La guerra santa
Voy
a escribir un poema sobre la guerra. Tal vez no sea un verdadero
poema, pero será sobre una verdadera guerra.
No
será un verdadero poema, porque si el verdadero poeta estuviese
aquí, y el ruido se expandiese entre la multitud a la que pensaba
hablar, se haría un gran silencio; primero se inflaría un silencio
pesado, un gran silencio de mil truenos.
Visible,
veríamos al poeta; vidente, él nos vería; y palidecerían
nuestras pobres sombras, lo odiaríamos por ser tan real, nosotros
los débiles, los enojados, nosotros los toda-cosa.
Estaría
aquí, agotado por los mil truenos de la multitud de enemigos que
contiene -porque los contiene y los satisface cuando quiere-
incandescente de dolor y de sagrada cólera pero tan tranquilo como
un pirotécnico, y abriría en el gran silencio una pequeña
canilla, la muy pequeña canilla del molino de palabras, y de allí
saldría un poema, un poema tal que nos haría poner verdes.
Lo
que voy a hacer no será un verdadero poema poético de poeta,
porque si la palabra “guerra” fuese pronunciada en un verdadero
poema, la guerra, la verdadera guerra de la que hablaría el poeta,
la guerra sin piedad, la guerra sin compromiso, se encendería
definitivamente en nuestros corazones.
Porque
en un verdadero poema las palabras tienen sus cosas.
Tampoco
será un discurso filosófico. Porque para ser filosofo, para amar a
la verdad mas que a uno mismo, hay que estar muerto para el error,
hay que haber matado a las traidoras complacencias del sueño y de
la ilusión cómoda. Y eso es el fin y la finalidad de la guerra, y
la guerra apenas ha comenzado, y todavía hay que desenmascarar a
los traidores.
Y
tampoco será obra de ciencia. Porque para ser científica, para ver
y amar a las cosas tal cual son, hay que ser uno mismo, y amar es
verse tal cual uno es. Hay que haber roto los espejos mentirosos,
hay que haber matado con una mirada despiadada a los fantasmas
insinuantes. Y ese es el fin y la finalidad de la guerra, y la
guerra apenas ha comenzado, y todavía hay que arrancar algunas
máscaras.
Y
no será un canto entusiasta. Porque el entusiasmo es estable cuando
el dios se ha levantado, cuando los enemigos ya no son sino fuerzas
sin formas, cuando el alboroto de la guerra tañe a todo trapo, y la
guerra apenas ha comenzado, y nosotros todavía no arrojamos al
fuego nuestro juego de cama.
Tampoco
será una invocación mágica, porque el mago dice a su dios: “Haz
lo que me gusta”, y se niega a hacer la guerra a su peor enemigo,
si el enemigo le gusta; y sin embargo no será un ruego de creyente,
porque el creyente dice a su dios: “Haz lo que quieras”, y para
eso tuvo que poner hierro y fuego en las entrañas de su más
querido enemigo, y eso es el hecho de la guerra, y la guerra apenas
ha comenzado.
Será
un poco todo eso, un poco de esperanza y un poco de esfuerzo hacia
todo eso, y también será un llamado a las armas. Un llamado que el
juego de los ecos podrá devolverme, y que tal vez otros escuchen.
Ahora
pueden adivinar de qué guerra quiero hablar.
No
hablaré de las otras guerras -de aquellas que sufrimos-. Si hablara
de ellas, sería literatura común, un sustituto, un a-falta-de, una
excusa, así como se me ocurrió emplear la palabra “terrible”
cuando aún no tenía la carne de gallina.
Así
como usé la palabra “reventar de hambre” cuando aún no había
llegado a robar en los escaparates.
Así
como hablé de locura antes de haber intentado mirar el infinito por
el ojo de la cerradura; así como hable de muerte, antes de que mi
lengua hubiese probado el gusto de la sal y de lo irreparable. Así
como algunos que siempre se consideraron superiores al cerdo
doméstico hablan de pureza. Así como quienes adoran y repintan sus
cadenas hablan de libertad, y algunos que sólo aman a la sombra de
si mismos hablan de amor, o de sacrificio quienes no serian capaces
de cortarse el dedo más chiquito. O de conocimiento quienes se
disfrazan ante sus propios ojos. Así como nuestra gran enfermedad
es hablar para no ver nada.
Sería
un sustituto impotente, como los viejos y los enfermos, que hablan
con gusto de los golpes que dan o reciben los jóvenes elegantes.
¿Tengo
derecho, entonces, a hablar de la otra guerra -de aquella que no se
sufre solamente- cuando tal vez no esté irremediablemente encendida
en mí, cuando todavía estoy en las escaramuzas? Si, tal vez no
tenga derecho. Pero “tal vez no tenga derecho” también quiere
decir “a veces el deber”, y sobre todo, la “necesidad”,
porque nunca tendré demasiados aliados.
Intentaré,
entonces, hablar de la guerra santa.
Puede
estallar, ¡irreparablemente! Cada tanto, se enciende, pero nunca
por mucho tiempo. Ante los primeros signos de victoria me admiro en
el triunfo, me hago el generoso y pacto con el enemigo. Hay
traidores en la casa, pero tienen cara de amigos, ¡sería tan
desagradable desenmascararlos! Ocupan su lugar al lado del fuego,
tienen sus sillones y sus pantuflas; vienen cuando estoy
somnoliento, me dicen algo lindo, me cuentan una historia palpitante
o divertida, me traen flores o golosinas, o algún hermoso sombrero
de plumas. Hablan en primera persona, creo escuchar mi voz, creo
emitir mi voz: “Yo soy... Yo sé... Yo quiero...”
Mentiras.
Mentiras incorporadas a mi carne, abscesos que me gritan: “No nos
revientes, ¡tenemos la misma sangre!”, pústulas que lloriquean:
“¡Somos tu único bien, tu único ornamento, sigue nutriéndonos,
no te cuesta tanto!”
Y
son muchos, son encantadores y lamentables, son arrogantes y me
hacen chantaje, se coaligan... Esos bárbaros no respetan nada (nada
verdadero, quiere decir, porque frente a todo lo demás están
arrugados de tanto respeto) Gracias a ellos tengo forma, ocupan mi
lugar y tienen la llave del cajón de máscaras. Me dicen: “Nosotros
te vestimos; ¿cómo harías sin nosotros para aparecer en el mundo?
¡Oh, es mejor andar desnudo como una larva!
Para
combatir a esos ejércitos, sólo tengo una pequeña espada apenas
perceptible que corta como una afeitadora -es verdad- y que es muy
asesina. Pero es tan chica que la pierdo a cada rato, nunca se donde
la guardo. Y cuando por fin la encuentro, me parece muy pesada y muy
difícil de manejar.
Yo
se decir apenas algunas palabras, que todavía son mas bien gemidos,
en cambio ellos también saben escribir. En mi boca siempre hay uno
que acecha mis palabras cuando quiero hablar. Las escucha, se las
guarda, y habla en mi lugar, con las mismas palabras, pero con su
inmundo acento. Y gracias a él se me considera y se me juzga
inteligente. (Pero quienes saben no se equivocan: ¿puedo escuchar a
los que saben?) Esos fantasmas me roban todo, y después se
divierten compadeciéndome: “Nosotros te protegemos, te
expresamos, te hacemos valer. ¡Quieres asesinarnos! Te destrozas a
ti mismo cuando nos tratas mal, cuando golpeas con maldad nuestra
sensible nariz, la nuestra, la de tus buenos amigos.”
Y
viene a debilitarme la sucia piedad, con sus tibiezas. Contra
ustedes, fantasmas, toda la luz. Bastará que encienda la lámpara
para que callen, que abra un ojo para que desaparezcan. Porque están
esculpidos de vacío, envejecidos por la nada. Contra ustedes, la
guerra hasta el final. Ninguna piedad, ninguna tolerancia. Un sólo
derecho: el derecho de ya no ser.
Pero
ahora el canto es otro. Se sienten protegidos. Se hacen los
conciliadores. “Si, tú eres el amo. ¿Pero qué es un amo sin
servidores? Déjanos en nuestros modestos lugares que prometemos
ayudarte. Imagina, por ejemplo, que quieras escribir un poema. ¿Qué
harías sin nosotros?”
Si,
rebeldes, un día volveré a ponerlos en sus lugares. Los doblegaré
bajo mi yugo. Los alimentaré con heno y les pegaré todas las
mañanas. Pero mientras succionen mi sangre, y roben mi palabra,
¡oh! mas vale no escribir mas poemas.
Esa
es la maravillosa paz que me proponen. Que cierre los ojos para no
ver el crimen. Que me mueva de la mañana a la noche para no ver a
la muerte, siempre boquiabierta. Que me crea victorioso antes de
haber luchado. ¡Paz mentirosa! Acomodarse en las propias cobardías,
porque todo el mundo se acomoda. ¡Paz de vencidos! Un poco de
mugre, un poco de embriaguez, un poco de blasfemia, bajo palabras
espirituales. Una mascarada de virtud, un poco de pereza y
entonación, e incluso tal vez mucha, si se es artista, un poco de
todo eso, y alrededor muchas palabras hermosas. Esa es la paz que
nos proponen. ¡Paz de vendidos! Y para salvaguardar esa paz
vergonzosa, uno es capaz de hacer todo, también la guerra.
Porque
existe una vieja y segura receta para conservar la paz: acusar
siempre a los otros. ¡Paz de traición!
Ahora
saben que quiero hablar de la guerra santa. Y aquel que se haya
declarado esa guerra, está en paz con sus semejantes, y aunque esté
en el campo de la más violenta de las batallas, en el fondo del
fondo de sí mismo reina una paz mas activa que todas las guerras. Y
cuanto mas reina la paz en el fondo del fondo, en el silencio y la
soledad central, con mayor rabia se abate la guerra contra el
tumulto de las mentiras y la gran ilusión.
Y
en ese enorme silencio envuelto en gritos de guerra, escondido desde
afuera por el huyente espejismo del tiempo, el eterno vencedor
escucha las voces de otros silencios. Solo, después de haber roto
la ilusión de no estar solo, solo, ya no está solo para estar
solo. Estoy separado de él por los ejércitos de fantasmas que
quiero aniquilar. ¡Que pueda yo un día instalarme en esa
ciudadela! Y sobre las murallas, ¡que sea destrozado hasta el
hueso, para que el tumulto no llegue a la cámara real!
“¿Matare?”,
pregunta Arjuna, el guerrero. “¿Pagaré el tributo a César?,
pregunta otro. Mata, se le responde, si eres asesino. No tienes
elección. Pero si tus manos se enrojecen con la sangre de los
enemigos, no dejes que una sola gota salpique la cámara real, donde
espera el vencedor inmóvil. Paga, se le responde, pero no dejes que
César mire ni siquiera una vez el tesoro real.
Y
yo, que en el mundo de Cesar no tengo otra arma que la palabra, y
yo, que en el mundo de Cesar no tengo otra moneda que las palabras,
¿hablaré? Hablaré para llamarme a la guerra santa. Hablaré para
denunciar a los traidores que he alimentado. Hablaré para que mis
palabras avergüencen a mis acciones, hasta el día en que una paz
acorazada de truenos reine en la cámara del eterno vencedor.
Y
porqué he empleado la palabra guerra, y porqué esa palabra guerra
hoy no es mas que un simple ruido que la gente instruida hace con
sus bocas; porque ahora es una palabra seria y llena de sentido, se
sabrá que hablo seriamente y que no son vanos ruidos que hago con
mi boca.
Primavera
1940
René Daumal nació en Francia el año 1908 y murió de tuberculosis en 1944 el organismo no soportó semejante lucha...la lucha perpetuó la división entre René y sus fantasmas.
Nacimiento | 16 de marzo de 1908 Boulzicourt, Ardennes, Francia | |
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Fallecimiento | 21 de mayo de 1944 (36 años) París, Francia | |
Causa de muerte | Tuberculosis | |
Nacionalidad | Francesa | |
Lengua materna | Francés | |
Información profesional | ||
Ocupación | Escritor, ensayista, traductor y poeta | |
Obras notables | El monte análogo (1952) | |
Firma |
Aclaración: El monte análogo quedó inconcluso a su muerte, su compañera y amigos encontraron notas del autor donde narraba en forma suscinta una especie de epílogo para su novela, ello fue publicado unos años después de su muerte.