La Verdadera Clase de Educación
El hombre ignorante no es el iletrado, sino el que no se conoce a sí mismo; y el hombre
instruido es ignorante cuando pone toda su confianza en los libros, en el conocimiento y en la
autoridad externa para derivar de ellos la comprensión. La comprensión sólo viene mediante el
propio conocimiento, que es darnos cuenta de nuestro proceso psicológico total. La educación,
pues, en su verdadero sentido, es la comprensión de uno mismo, porque dentro de cada uno
de nosotros es donde se concentra la totalidad de la existencia.
Lo que ahora llamamos educación es la acumulación de datos y conocimientos por medio de
los libros, cosa factible a cualquiera que puede leer. Una educación así, ofrece una forma sutil
de escaparnos de nosotros mismos y, como toda huida, inevitablemente aumenta nuestra
desdicha. El conflicto y la confusión resultan de nuestra relación errónea con todo lo que nos
rodea –gente, cosas, ideas-, y hasta que no entendamos bien esa relación y la alteremos, la
mera instrucción, la adquisición de datos y habilidades, nos conducirán inevitablemente al
caos envolvente y la destrucción.
Según está ahora organizada la sociedad, enviamos a nuestros hijos a la escuela para aprender
alguna técnica con la cual puedan finalmente ganarse la vida. Queremos hacer de nuestros
hijos, ante todo, especialistas, esperando así darles estabilidad económica segura. Pero, ¿acaso
puede la técnica capacitarnos para conocernos a nosotros mismos?
Si bien es necesario a todas luces saber leer y escribir y aprender ingeniería o cualquiera otra
profesión, ¿nos dará la técnica capacidad para comprender la vida? Indudablemente, la técnica
es secundaria, y si la técnica es lo único que buscamos, es obvio que estamos negando la parte
más importante de la vida.
La vida es dolor, gozo, belleza, fealdad, amor; y cuando la comprendemos en su totalidad, en
todos sus niveles, esa comprensión crea su propia técnica. Pero lo contrario es falso; la técnica
jamás puede producir la comprensión creadora.
La educación actual es un completo fracaso porque le da demasiada importancia a la técnica.
Al subrayar la técnica, destruimos al hombre. Cultivar la capacidad y la eficiencia sin la
comprensión de la vida, sin tener una percepción completa de cómo funcionan el pensamiento
y el deseo, sólo logrará aumentar nuestra crueldad, que es lo que engendra las guerras y pone en peligro nuestra seguridad física. El desarrollo exclusivo de la técnica ha producido
científicos, matemáticos, constructores de puentes, conquistadores del espacio; pero,
¿comprenden ellos acaso el proceso total de la vida? ¿Puede algún especialista sentir la vida
como un todo? Sí, sólo cuando deje de ser especialista.
El progreso tecnológico resuelve ciertas clases de problemas en un nivel determinado, pero
también introduce problemas más amplios y profundos. Vivir en un solo nivel, sin tener en
cuenta el proceso total de vida, es atraer la miseria y la destrucción. La mayor necesidad, el
problema más urgente de cada individuo, es tener una comprensión integral de la vida, que lo
ponga en condiciones de resolver satisfactoriamente sus crecientes complejidades.
El conocimiento técnico, aunque necesario, no resolverá en modo alguno nuestras tensiones y
conflictos psicológicos internos: y es por haber adquirido conocimientos técnicos sin
comprender el proceso total de la vida, que la tecnología se ha convertido en un instrumento
para nuestra propia destrucción. El hombre que sabe desintegrar el átomo, pero no tiene amor
en su corazón, se convierte en un monstruo.
Elijamos una vocación de acuerdo con nuestras capacidades; pero el hecho de seguir una
vocación ¿nos librará de conflictos y confusiones? Al parecer necesitamos de preparación
técnica; pero una vez graduados de ingenieros, médicos, o contables, entonces ¿qué? ¿Es la
práctica de una profesión la plenitud de la vida? Aparentemente así es para muchos de
nosotros. Nuestras profesiones pueden mantenernos ocupados la mayor parte de nuestra
existencia, pero las mismas cosas que producimos y que nos fascinan, causan nuestra
destrucción y nuestra miseria. Nuestras actitudes y nuestros valores hacen de las cosas y de las
ocupaciones instrumentos de envidia, amargura y odio.
Sin la comprensión de nosotros mismos, la mera ocupación nos lleva a la frustración con sus
inevitables evasiones a través de toda clase de actividades perjudiciales. La técnica sin la
verdadera comprensión conduce a la enemistad y a la crueldad, las cuales tratamos de
enmascarar con frases agradables al oído. ¿De qué vale recalcar la técnica y convertirse en
seres eficientes si el resultado es la mutua destrucción? Nuestro progreso técnico es
fantástico, pero sólo ha logrado aumentar nuestro poder para destruirnos los unos a los otros
y hay hambre y miseria en todas las regiones de la Tierra. No somos felices ni tenemos paz.
Cuando la función de ejercer una profesión es de máxima importancia, la vida se hace aburrida
y oscura, convirtiéndose en una rutina mecánica, de la cual huimos por medio de toda clase de
distracciones. La acumulación de hechos y el desarrollo de la capacidad intelectual, a lo cual llamamos educación nos ha privado de la plenitud de la vida y de la acción integradas. Es
porque no entendemos el proceso total de la vida que nos aferramos tanto a la capacidad y la
eficiencia, que de esta manera asumen avasalladora importancia. Pero el todo no puede
comprenderse si sólo estudiamos una parte. El todo sólo puede comprenderse mediante la
acción y la vivencia.
Otro factor que nos induce a cultivar la técnica es que ella nos da un sentido de seguridad, no
sólo económica, sino también psicológica. Es tranquilizador saber que somos capaces y
eficientes. Saber que podemos tocar el piano o construir una casa nos da una sensación de
vitalidad, de agresiva independencia; pero destacar la capacidad por el deseo de seguridad
psicológica es negar la plenitud de la vida. Jamás puede preverse el contenido de la vida; debe
vivirse renovadamente a cada instante; pero le tememos a lo desconocido y por esto
establecemos para nuestro beneficio zonas de seguridad psicológica en forma de sistemas,
técnicas y creencias. Mientras busquemos la seguridad interna, el proceso total de la vida no
puede comprenderse.
La verdadera educación, al mismo tiempo que estimula el aprendizaje de una técnica, debe
realizar algo de mayor importancia; debe ayudar al hombre a experimentar, a sentir el proceso
integral de la vida.
Es esta vivencia la que colocará la capacidad y la técnica en su verdadero lugar. Si alguien tiene
algo que decir, el acto de decirlo crea su propio estilo, pero aprender un estilo sin la vivencia
interna sólo conduce a la superficialidad.
En todas partes del mundo los ingenieros diseñan febrilmente nuevas máquinas que no
necesitan ser manipuladas por el hombre. En una vida gobernada casi completamente por la
máquina, ¿en qué se ha de convertir el ser humano? Tendremos Cada vez más tiempo ocioso
sin saber emplearlo con cordura, y procuraremos escapar de la ociosidad adquiriendo más
conocimientos, buscando diversiones enervantes o forjando nuevos ideales.
Creo que se han escrito muchos volúmenes sobre los ideales educativos; sin embargo, estamos
en mayor confusión que nunca. No existe método alguno por medio del cual se pueda educar a
un niño para que sea libre e íntegro. Mientras nos preocupamos por los principios, los ideales y
los métodos, no ayudamos al individuo a liberarse de sus actividades egocéntricas con todos
sus temores y conflictos.
Los ideales y los planes para una perfecta utopía, jamás nos traerán el cambio radical del
corazón que es esencial, si hemos de poner fin a la guerra y a la destrucción universal. Los
ideales no pueden cambiar nuestros valores actuales: Sólo pueden cambiarse mediante una
educación genuina, que ha de fomentar la comprensión de lo que “es “.
Cuando trabajamos unidos por la realización de un ideal, para el futuro, formamos a los
individuos de acuerdo con nuestra concepción de ese futuro; no nos preocupamos en absoluto
por los seres humanos, sino por la idea que tenemos de lo que los individuos deben ser. Lo que
debe ser resulta mucho más importante para nosotros que lo que es o sea, el individuo con sus
complejidades. Si comenzamos por comprender al individuo directamente, en vez de verlo a
través nuestra visión de lo que debe ser, entonces sí nos interesamos en ver lo que es.
Entones ya no deseamos transformar al individuo en otra cosa, sino ayudarlo a comprenderse
a sí mismo; y en esto no hay provecho ni motivo personal. Si nos mantenemos totalmente
atentos a lo que es, lo comprenderemos y nos veremos libre de ello pero para estar atentos a
lo que somos, tenemos que dejar de luchar por algo que no somos.
Los ideales no tienen lugar en la educación porque impiden la comprensión del presente. No hay duda de que podemos prestar atención a lo que es, sólo cuando dejamos de huir hacia el
futuro. Mirar al futuro, luchar por un ideal, indica pereza mental y deseo de evitar el presente.
¿No es la búsqueda de una utopía teórica concebida previamente, la negación de la libertad e
integridad del individuo? Cuando uno sigue un ideal, una norma, cuando uno tiene ya una
fórmula de lo que debe ser, ¿no está viviendo una vida muy superficial y automática? Lo que
necesitamos no son ideales ni individuos con mentes mecanizadas, sino seres humanos
integrales que sean inteligentes y libres. Forjarse el modelo de lo que debe ser una sociedad
perfecta es motivo de luchas, y derramamientos de sangre por lo que debe ser, mientras
ignoramos lo que “es”.
Si los seres humanos fuesen entes mecánicos o máquinas automáticas, se podría predecir su
futuro y se podría además trazar planes para una Utopía perfecta. Entonces podríamos hacer
meticulosamente el plan de una sociedad futura, y trabajar para lograr su realización. Pero los
seres humanos no son máquinas destinadas a trabajar según un modelo determinado.
Entre el tiempo presente y el futuro existe un inmenso intervalo, en el cual actúan sobre cada
uno de nosotros innumerables influencias; y si sacrificamos el presente por el futuro, seguimos
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trayectorias erróneas hacia un probable fin correcto. Pero los medios determinan el fin; y
además, ¿Quiénes somos nosotros para decidir lo que el hombre debe ser? ¿Con qué derecho
pretendemos moldearle de acuerdo con un determinado patrón derivado de algún libro, o
forjado por nuestras propias ambiciones, esperanzas y temores?
La verdadera educación no tiene nada que ver con ninguna ideología, por mucho que ésta
prometa una utopía futura; ni está fundada en ningún sistema, por bien pensado que sea; ni
tampoco constituye un medio de condicionar al individuo de una manera especial. La
educación, en el verdadero sentido, capacita al individuo para ser maduro y libre; para florecer abundantemente en amor y bondad. En esto es que debiéramos estar interesados y no en
moldear al niño de acuerdo con una norma idealista.
Cualquier método que clasifique a los niños de acuerdo con su temperamento y aptitud, no
hace más que acentuar sus diferencias; crea antagonismos, estimula las divisiones sociales y
no ayuda a desarrollar seres humanos íntegros. Es evidente, pues, que ningún método ni
ningún sistema pueden asegurar una verdadera educación, y la estricta adhesión a un método
particular demuestra indolencia por parte del educador. Mientras la educación se base en
principios preparados de antemano, podrá tal vez producir hombres y mujeres eficientes, pero
no seres humanos creadores.
Sólo el amor puede crear la comprensión de los demás. Donde hay amor hay comunión
instantánea con los otros, en el mismo nivel y al mismo tiempo. Por ser nosotros mismos tan
secos, tan vacíos, tan faltos de amor, hemos permitido que los gobiernos y los sistemas se
encarguen de la educación de nuestros hijos y de la dirección de nuestras vidas; mas los
gobiernos quieren técnicos eficientes, y no seres humanos, porque los seres humanos son
peligrosos para los gobiernos, así como también para las religiones organizadas. Por esto es
que los gobiernos y las organizaciones religiosas buscan el dominio sobre la educación.
La vida no puede adecuarse a un sistema, no puede estar sujeta a una norma, por noble que
ésta se conciba; y una mente que se ha formado sólo de hechos y conocimientos es incapaz de
enfrentarse a la vida en toda su diversidad, su sutileza, su profundidad y sus grandes alturas.
Cuando educamos a nuestros hijos de acuerdo con un sistema de pensamiento o una disciplina
particular, cuando les enseñamos a pensar dentro de determinados surcos y divisiones, les
impedimos que lleguen a ser hombres y mujeres íntegros, y por consecuencia resultan incapaces de pensar inteligentemente, o sea de hacerle frente a la vida en su totalidad.
La suprema función de la educación es producir un individuo integro que sea capaz de
habérselas con la vida como un todo. Tanto el idealista, como el especialista, no se preocupan
por el todo, sino por una parte. No puede haber integración mientras uno persigue un modelo
ideal de acción; y la mayoría de los maestros que son idealistas han desechado el amor,
porque tienen la mente seca y el corazón duro. Para estudiar a un niño, uno tiene que estar
alerta, vigilante, sensible, receptivo; y esto requiere mucha mayor inteligencia y afecto que
para animarlo a seguir un ideal.
Otra función de la educación es crear nuevos valores. Implantar únicamente en la mente del
niño valores ya existentes para moldearlo conforma a ciertos ideales, es condicionarlo sin
despertar su inteligencia. La educación está íntimamente relacionada con la presente crisis del
mundo, y el educador que ve las causas de este caos universal, debería preguntarse cómo ha
de despertar la inteligencia en el estudiante, para así ayudar a la futura generación a no traer
ulteriores conflictos y desastres. El educador debe poner todo su pensamiento, todo su
cuidado y afecto en la creación de un verdadero ambiente y en el desarrollo de la
comprensión, de tal modo que cuando el niño haya crecido y madurado sea capaz de
enfrentarse inteligentemente con los problemas humanos que se le presenten. Pero para
poder hacer esto, el educador debe comprenderse a sí mismo, en vez de confiar en ideologías,
sistemas y creencias.
No pensemos en términos de principios e ideas; por lo contrario, demos atención a las cosas
tal como son; porque es la consideración de lo que es lo que despierta la inteligencia, y la
inteligencia del educador es mucho más importante que su conocimiento de un nuevo método
de educación.
Cuando seguimos un método, aunque éste haya sido elaborado por una persona reflexiva e
inteligente, el método se convierte en algo muy importante; y los niños sólo resultan
importantes en la medida en que encajen dentro del método. Medimos y clasificamos al niño,
y después procedemos a educarlo con arreglo a algún plan. Este procedimiento puede ser
conveniente para el maestro, pero ni la práctica de un sistema, ni la tiranía de la opinión y del
proceso de aprendizaje, pueden producir un ser humano íntegro.
La verdadera educación consiste en comprender al niño tal como es, sin imponerle un ideal de
lo que opinamos que debiera ser. Encuadrarle en el marco de un ideal es incitarlo a ajustarse a
ese ideal, lo que engendra en él temores y le produce un conflicto constante entre lo que es y
lo que debiera ser; y todos los conflictos internos tienen sus manifestaciones externas en la
sociedad. Los ideales son un obstáculo real para nuestra comprensión del niño y para que el
niño se comprenda a sí mismo.
Un padre de familia que quiere realmente comprender a su hijo no lo mira a través del velo de
un ideal. Si ama a su hijo, lo observa directamente, estudia sus tendencias, sus caprichos, sus
peculiaridades. Es sólo cuando no sentimos amor por el niño que le imponemos un ideal,
porque entonces son nuestras ambiciones las que tratan de realizarse en él, queriendo que
llegue a ser esto o aquello. Si amamos al niño, entonces hay una posibilidad de ayudarle a que
se comprenda a sí mismo tal como es.
Si un niño miente, por ejemplo, ¿de qué sirve ponerle delante el ideal de la verdad? Primero
hay que averiguar por qué miente. Para ayudarlo necesitamos tiempo para estudiarlo y
observarlo, lo cual requiere paciencia, amor y cuidado; por otra parte, cuando no sentimos
amor ni tenemos comprensión, obligamos al niño a seguir un molde que llamamos un ideal.
Los ideales son un escape conveniente, y el maestro que los sigue es incapaz de comprender a
sus alumnos y de trabajar con ellos inteligentemente. Para ese maestro el ideal futuro, lo que
el niño debe ser, es mucho más importante que lo que el niño es en el presente. La
persecución de un ideal excluye el amor, y sin amor no se puede resolver ningún problema
humano.
Si el maestro es un verdadero maestro, no dependerá de un método, sino que estudiará a cada
alumno individualmente. En nuestras relaciones con los niños y los jóvenes, debemos pensar
que no estamos bregando con artefactos mecánicos, que se pueden reparar con facilidad, sino
seres vivientes, que son impresionables, volubles, miedosos, sensibles, afectuosos; y que para
convivir con ellos tenemos que estar dotados de gran comprensión, tenemos que poseer la
fuerza de la paciencia y del amor. Si nos faltan estas cualidades, buscamos remedios fáciles y
rápidos con la esperanza de obtener resultados maravillosos y automáticos. Si no estamos
alertas, si nuestras actitudes y acciones son mecánicas, nos asustaremos ante cualquier
exigencia perturbadora que no podamos vencer por reacciones automáticas; y ésta es una de
nuestras mayores dificultades en la educación.
El niño es el resultado del pasado y del presente y está ya condicionado por estas
circunstancias. Si le transmitimos nuestro pasado, perpetuaremos su condicionamiento y el
nuestro. Hay una transformación radical sólo cuando comprendemos nuestro
condicionamiento y nos libertamos de él. Discutir lo que debe ser la verdadera educación,
mientras nosotros mismos estamos condicionados, es completamente fútil.
Mientras los niños son tiernos, debemos, por supuesto, protegerlos de todo daño físico, e
impedir que se sientan físicamente inseguros. Pero desgraciadamente no nos detenemos ahí;
queremos dar forma a su manera de pensar y sentir; queremos amoldarlos a nuestros anhelos
e intenciones. Procuramos plasmarlo en nuestros hijos para perpetuar en ellos nuestro ser.
Construimos muros a su alrededor, los condicionamos con nuestras creencias ideológicas, con
nuestros temores y esperanzas, y entonces nos lamentamos y oramos cuando los matan o los
mutilan en las guerras, o cuando sufren de alguna otra manera con las experiencias de la vida.
Tales experiencias no proporcionan libertad; por el contrario, fortifican la voluntad del “yo”. El
“yo” está compuesto de una serie de reacciones defensivas y expansivas, y su realización se
manifiesta siempre en sus propias proyecciones y en las identificaciones que lo satisfacen.
Mientras traduzcamos la vivencia en términos del “yo” del “mi”, y de “lo mío”; mientras el
“yo”, el “ego”, se mantenga por medio de sus reacciones, la experiencia no podrá liberarse del
conflicto de la confusión y del dolor. La libertad sólo existe cuando comprendemos las
actuaciones del “yo”, del que vive la experiencia. Solo cuando el “yo” con sus acumuladas
reacciones, no es el que vive la experiencia, esa vivencia adquiere una significación
completamente diferente y se convierte en creación.
Si ayudáramos al niño a liberarse de las actuaciones del ego, que causan tanto sufrimiento,
entonces cada uno de nosotros se dispondría a alterar profundamente su actitud y su relación con el niño. Los padres y los educadores, mediante su propio pensamiento y conducta, pueden
ayudar al niño a liberarse y a florecer en amor y bondad.
La educación actual no estimula en modo alguno la comprensión de las tendencias heredadas
y de las influencias ambientales, que condicionan la mente y el corazón y mantienen el temor;
y por lo tanto no nos ayuda a romper con los condicionamientos y a crear seres humanos
íntegros. Cualquier forma de educación que se ocupe sólo de una parte, y no de la totalidad
del hombre, inevitablemente ha de aumentar los conflictos y los sufrimientos.
Es sólo en la libertad individual que el amor y la bondad pueden florecer; y sólo la verdadera
clase de educación puede ofrecer esa libertad. Ni la conformidad con la sociedad del presente,
ni la promesa de una utopía futura, podrán dar jamás al individuo la intuición, sin la cual está
creando problemas constantemente.
El verdadero educador, viendo la naturaleza interna de la libertad, ayuda a cada alumno
individualmente a observar y a comprender los valores e imposiciones que son proyección de
sí mismo; lo ayuda a estar alerta a las influencias condicionadas que lo rodean, y a sus propios deseos, factores ambos que limitan su mente y engendran temor; lo ayuda según va
haciéndose hombre, a observarse y comprenderse en relación con todas las cosas, porque es
el ansia de la realización del yo, lo que trae conflictos y tristezas interminables.
Indudablemente que es posible ayudar al individuo a percibir los valores perdurables de la
vida, sin condicionamiento. Algunos dirán que este desarrollo total del individuo ha de
conducir al caos; pero, ¿será así? Ya existe la confusión en el mundo, y esta confusión ha
surgido por no haber educado al individuo a comprenderse a sí mismo. Al mismo tiempo que
se le ha dado un poco de libertad superficial, también se le ha enseñado a amoldarse, a
aceptar los valores existentes.
Contra esta regimentación muchos se rebelan; pero desgraciadamente su rebelión es una
simple reacción egoísta, que obscurece aún más nuestra experiencia. El verdadero educador,
alerta a la tendencia de la mente hacia la reacción, ayuda al alumno a alterar los valores del
presente, no como reacción contra ellos, sino a través de su comprensión del proceso total de
la vida. La plena cooperación entre los hombres, no es posible sin la integración que la
verdadera educación puede ayudar a despertar en el individuo.
¿Por qué estamos tan seguros de que ni ésta, ni la próxima generación, aún mediante la
verdadera clase de educación, podrán lograr ninguna alteración fundamental en las relaciones
humanas? Nunca lo hemos intentado, y como la mayor parte de nosotros aparentemente le
tenemos miedo a la verdadera educación, no nos sentimos inclinados a hacer la prueba. Sin
investigar realmente esta cuestión en su totalidad, afirmamos que la naturaleza humana no
puede cambiarse, aceptamos las cosas como están y estimulamos al niño a que se ajuste a la
sociedad actual; lo condicionamos a nuestros modos actuales de vida y esperamos que suceda
lo mejor. ¿Pero puede considerarse educación esa conformidad con los valores del presente,
que nos conducen a la guerra y al hambre?
No nos engañemos creyendo que este condicionamiento ha de lograr la inteligencia y la
felicidad. Si permanecemos temerosos, faltos de afecto, apáticos sin esperanza, ello significa
que realmente no sentimos interés en estimular al individuo a florecer abundantemente en
amor y bondad, y, por el contrario, preferimos que siga cargando con la miseria, con las cuales
nos hemos agobiado y de las cuales él también forma parte.
Condicionar al alumno para que acepte el ambiente actual es evidentemente una estupidez. A
menos que voluntariamente efectuemos un cambio radical en la educación, somos
directamente responsables de la perpetuación del caos y de la miseria; y cuando finalmente sobrevenga alguna revolución monstruosa y brutal, esto sólo ofrecerá a otro grupo de
personas la oportunidad de cometer crueldades y explotaciones. Cada grupo que sube al
poder desarrolla sus propios métodos de opresión; ya sea la persuasión psicológica o la fuerza
bruta.
Por razones políticas e industriales, la disciplina se ha convertido en un factor importante en la
presente estructura social, y es por nuestro deseo de tener seguridad psicológica que
aceptamos y practicamos varias formas de disciplina. La disciplina garantiza un resultado, y
para nosotros el fin es más importante que loe medios; mas esos medios determinan el fin.
Uno de los peligros de la disciplina es que el sistema adquiere más importancia que los seres
humanos que están dentro del sistema. La disciplina se convierte entonces en un sustituto del
amor; y es a causa de la vaciedad de nuestros corazones que nos adherimos a la disciplina. La
libertad no puede surgir jamás a través de la disciplina ni de la resistencia; la libertad no es una
meta ni un fin que ha de lograrse. La libertad se encuentra en el principio, no en el fin; ni
tampoco ha de encontrase en un ideal remoto.
La libertad no significa la oportunidad de lograr la satisfacción propia o el ignorar la
consideración a los demás. El maestro que es sincero protegerá a los discípulos y les ayudará
por todos los medios posibles a crecer hacia la verdadera clase de libertad; pero le será
imposible hacer esto si él mismo está aferrado a una ideología, si es en alguna forma
dogmático o egoísta.
La sensibilidad no puede jamás despertarse por la fuerza. Podemos obligar a un niño a estarse
quieto exteriormente, pero no nos enfrentamos cara a cara con aquello que lo hace ser
obstinado, cínico, etc. La fuerza provoca el antagonismo y el temor. El premio o el castigo en
cualquier forma sólo embotan la mente y la someten; y si esto es lo que deseamos, entonces la
educación por la fuerza es un medio excelente de proceder.
Pero tal educación no puede ayudarnos a comprender al niño, ni puede crear un adecuado
ambiente social en el que dejen de existir el separatismo y el odio. En el amor al niño se
encuentra implícita la verdadera educación. Pero la mayor parte de nosotros no amamos a
nuestros hijos; sentimos ambición por ellos, lo que significa que sentimos ambición por
nosotros mismos. Desgraciadamente estamos tan atareados con las ocupaciones de la mente,
que tenemos poco tiempo para sentir los impulsos del corazón. Después de todo, la disciplina
implica resistencia; y ¿se conseguirá alguna vez el amor mediante la resistencia? La disciplina
sólo puede edificar muros a nuestro alrededor; es siempre exclusiva, y siempre provocadora de conflictos. La disciplina no conduce a la comprensión, porque a la comprensión se llega
mediante la observación, mediante el estudio, sin perjuicios de ninguna especie. La disciplina es una manera muy fácil de dominar a un niño, pero no le ayuda a comprender los
problemas que envuelve la vida. Alguna forma de compulsión, como la disciplina de premios y
castigos, puede ser necesaria para mantener el orden y la aparente quietud de un gran
número de alumnos hacinados en un salón de clases; pero con un buen educador y un número
reducido de alumnos, ¿sería acaso necesaria alguna represión que eufemísticamente
llamáramos disciplina?. Si las clases son pequeñas y el maestro puede dar toda su atención a
cada alumno, observándolo y ayudándolo, entonces la compulsión o la fuerza en cualquier
forma es evidentemente innecesaria.
Si en un grupo de esta clase algún alumno persiste en desordenar, o en ser injustificadamente
molesto, el educador debe inquirir o investigar la causa de su conducta incorrecta, que puede
ser una mala dieta, falta de descanso, disgustos familiares o algún temor oculto.
En la verdadera educación esta implícito el cultivo de la libertad y la inteligencia, lo cual no es
posible cuando hay alguna forma de compulsión, con sus temores consiguientes. Al fin y al
cabo la misión del maestro es ayudar al alumno entender las complejidades de la totalidad de
su ser. Exigirle que reprima una parte de su naturaleza en beneficio de otra parte, es crear en
él conflictos interminables que dan por resultado antagonismos sociales. Es la inteligencia y no
la disciplina la que produce el orden.
La conformidad y la obediencia no caben en la verdadera educación. La cooperación entre el
maestro y el alumno es imposible si no hay afecto y respeto mutuos. Cuando se les exige a los
niños que respeten a los mayores, tal acción generalmente se convierte en hábito, en mera
actuación externa y el temor asume la apariencia de veneración. Sin respeto y consideración
no es posible que haya relación vital, especialmente cuando el maestro es un simple
instrumento de sus conocimientos.
Si el maestro exige respeto de parte de sus alumnos, y él a su vez los respeta muy poco,
evidentemente esto ocasionará indiferencia y falta de respeto por parte de ellos. Sin respeto a
la vida humana, el conocimiento sólo conduce a la destrucción y la miseria. El cultivo del
respeto que se debe a los demás es parte esencial de la verdadera educación; pero si el
educador no posee esa cualidad, no puede ayudar a sus alumnos a vivir una vida íntegra.
La inteligencia es el discernimiento de lo esencial, y para discernir lo esencial hay que estar
libre de los impedimentos que la mente proyecta en busca de su propia seguridad y
comodidad. El temor es inevitable mientras la mente busca seguridad; y cuando los seres
humanos están regimentados en alguna forma, se destruyen la inteligencia y la actitud alerta.
El fin de la educación es cultivar las verdaderas relaciones que deben existir no sólo entre los
individuos, sino también entre éstos y la sociedad; y es por eso esencial que la educación, ante
todo, ayude al individuo a comprender sus propios procesos psicológicos. La inteligencia
consiste en comprender a sí mismo y en proyectarse más allá de y sobre sí mismo; pero no
puede haber inteligencia mientras haya temor. El temor pervierte la inteligencia y es una de las
causas de la acción egoísta. La disciplina puede suprimir el temor, pero no lo destruye; y el
conocimiento superficial que recibimos hoy día es la educación, oculta aún más ese temor.
Cuando somos niños, el temor se nos inculca a la mayoría de nosotros en la escuela y en el
hogar. Ni los padres ni los maestros tienen la paciencia ni el tiempo ni la sabiduría para disipar
los temores instintivos propios de la niñez, los cuales, según vamos creciendo, dominan
nuestras actitudes y nuestros juicios y nos crean muchos problemas. La verdadera educación
debe tener en consideración este problema del temor, porque el temor deforma nuestra visión
total de la vida. No tener miedo es el principio de la sabiduría, y sólo la verdadera educación
puede lograr la liberación del temor, en la cual existe únicamente la profunda inteligencia
creadora.
El premio o el castigo por una acción, lo único que hace es fortalecer el egoísmo. Actuar por
respeto o consideración a otra persona, en el nombre de Dios o de la patria, conduce al temor;
y el temor no puede ser la base de la acción buena. Si quisiéramos ayudar al niño a ser
considerado para con los demás, no deberíamos usar el amor como soborno, sino que
debiéramos tomar el tiempo que fuese necesario y tener la paciencia de explicar las formas de
la consideración.
No existe el respeto a otra persona cuando por ello hay una recompensa; porque el soborno o
el castigo resultan más significativos que el sentimiento de respeto. Si no le tenemos respeto al
niño, y sólo le ofrecemos una recompensa o le amenazamos con un castigo, estimulamos la
codicia y el temor. Puesto que nosotros mismos hemos sido educados a actuar con miras
egoístas, no vemos cómo pueda haber acción libre del deseo de ganancia.
La verdadera educación habrá de estimular el pensar en los demás, y la actitud de
consideración hacia ellos sin atractivo ni amenaza de ninguna clase. Si no esperamos por más tiempo resultados inmediatos, comenzaremos a ver la importancia de que el educador y el
niño estén libres del temor al castigo, de la esperanza de la recompensa, así como de
cualquiera otra forma de compulsión; pero la compulsión continuará mientras la autoridad
forme parte de las relaciones humanas.
Someterse a la autoridad tiene muchas ventajas si se piensa en términos de ganancias y
motivos personales; pero una educación basada en la prosperidad y el beneficio personales
sólo puede edificar una estructura social caracterizada por la competencia, el antagonismo y la
crueldad. Esta es la clase de sociedad en que hemos sido educados, y son evidentes nuestra
animosidad y confusión.
Se nos ha enseñado a doblegarnos ante la autoridad de un maestro, de un libro, de un partido,
porque es provechoso hacerlo así. Los especialistas en todos los compartimentos de la vida,
desde el sacerdote hasta el burócrata, ejercen su autoridad y nos dominan; pero ningún
maestro ni ningún gobierno que usen la fuerza, podrán jamás crear el espíritu de cooperación
en la vida de relación, que es esencial para el bienestar de la sociedad.
Si hemos de tener verdaderas relaciones humanas los unos con los otros, no debe haber
compulsión, ni siquiera persuasión. ¿Cómo puede haber afecto y cooperación genuinos entre
los que están en el poder y los que están sometidos a ese poder? Mediante la consideración
desapasionada de esta cuestión de la autoridad y sus muchas implicaciones, a través de la
observación de que el mismo deseo de poder es en sí destructivo, surge enseguida una
comprensión espontánea de todo el proceso de la autoridad. Desde el momento en que
desechamos la autoridad, estamos en consorcio con los demás, y sólo entonces es que hay
cooperación y afecto.
El problema vital de la educación es el educador. Aún un pequeño grupo de alumnos se
convierte en instrumento de importancia personal del educador, si éste utiliza la autoridad
como medio para su propia liberación, si la enseñanza es para él una expansiva realización de
sí mismo. Pero la mera aceptación intelectual o verbal de los efectos nocivos de la autoridad,
es estúpida y vana.
Debemos tener un profundo conocimiento de los ocultos móviles de la autoridad y del
dominio. Si vemos que la inteligencia nunca puede despertarse por la fuerza, el darnos cuenta
de ese hecho disipará nuestros temores, y entonces comenzaremos a cultivar un nuevo
ambiente, que transcenderá en gran manera el actual orden social y será opuesto a él.
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Para comprender el significado el significado de la vida con sus conflictos y dolores, tenemos
que pensar con independencia de toda autoridad, inclusive la autoridad de la religión
organizada; pero si en nuestro deseo de ayudar al niño, colocamos ante él ejemplos
autoritarios, estaremos estimulando el temor la imitación y varias formas de superstición.Los que tienen inclinaciones religiosas tratan de imponer al niño las creencias, esperanzas y
temores que ellos a su vez han adquirido de sus padres; y los que son antirreligiosos sienten
igualmente el mismo deseo de ejercer su influencia sobre el niño, para que acepte el modo
particular de pensar que ellos tienen. Todos nosotros queremos que nuestros hijos acepten
nuestra forma de culto, o que sigan de corazón nuestra ideología preferida. Es tan fácil
enredarse en imágenes y fórmulas, ya sean inventadas por nosotros mismos o por otras
personas, que se hace necesario estar a la expectativa y en actitud alerta para evitarlo.
Lo que llamamos religión es simplemente una creencia organizada, con sus dogmas, ritos,
misterios y supersticiones. Cada religión tiene su propio libro sagrado, su mediador, sus
sacerdotes y sus fórmulas para amenazar y retener a la gente. La mayor parte de nosotros
hemos sido condicionados a todo esto, que se considera educación religiosa; pero este
condicionamiento coloca al hombre frente al hombre, crea antagonismo, no sólo entre los
creyentes, sino también contra los que tiene otras creencias. Aunque todas las religiones
afirman que adoran a Dios y dicen que debemos amarnos los unos a los otros, inculcan el con
sus doctrinas de premios y castigos, y con sus dogmas de competencia perpetúan la suspicacia
y el antagonismo.
Los dogmas, los misterios y los ritos no conducen a la vida espiritual. La educación religiosa, en
su verdadero sentido, ha de estimular al niño a comprender su propia relación con las
personas, las cosas y la naturaleza. No hay existencia sin relación; y sin el conocimiento de sí
mismo toda relación con uno o con muchos, trae conflictos y dolores. Por supuesto que
explicar esto cabalmente a un niño es imposible; pero si el educador y los padres captan a
plenitud el significado de la convivencia, entones por su actitud, su conducta y su lenguaje,
seguramente podrán trasmitir al niño la significación de la vida espiritual, sin necesidad de usar
muchas palabras ni muchas explicaciones.
Lo que llamamos educación religiosa desalienta la interrogación y la duda, sin embargo, sólo
cuando investigamos la significación de los valores que la sociedad y la religión han colocado
ante nosotros, es cuando comenzamos a averiguar lo que es la verdad. Es función del educador
examinar profundamente sus propios pensamientos y sentimientos, y desechar los valores que
le han proporcionado seguridad y satisfacción, pues sólo entonces puede ayudar a sus alumnos
a estar alertas ante sí mismos y a comprender sus propias urgencias y sus propios temores.
La mejor época para crecer en rectitud y claridad es la niñez; y aquellos de nosotros que somos
mayores podemos, si tenemos comprensión, ayudar a los jóvenes a liberarse de los obstáculos
que la sociedad les ha impuesto, así como también de los que ellos mismos están
imponiéndose. Si lamente y el corazón del niños no están moldeados por previos conceptos y
prejuicios religiosos, entonces tendrá libertad para descubrir mediante el conocimiento de sí
propio, lo que está más allá y por encima de su yo.
La verdadera religión no es un conjunto de creencias y ritos, esperanzas y temores; y si
podemos permitir al niño que crezca sin estas influencias perjudiciales, entonces quizá, según
vaya adquiriendo madurez, comenzará a inquirir con respecto a la naturaleza de la realidad, de
Dios. Es por eso que para educar a un niño es necesario tener profundo conocimiento y
comprensión.
La mayor parte de los que tienen inclinaciones religiosas, que hablan de Dios y de la
inmortalidad, fundamentalmente no creen en la libertad individual ni en la integración. Sin
embargo, la verdadera religión es el cultivo de la libertad en la búsqueda de la verdad. No
puede haber componenda con la libertad. La libertad parcial del individuo no es libertad.
Cualquier condicionamiento, ya sea político o religioso, no es libertad, y por lo tanto no podrá
jamás traer paz.
La religión no es una forma de condicionamiento. Es un estado de tranquilidad en el cual está
la realidad, Dios; pero ese estado creativo puede llegar a ser sólo con el conocimiento propio y
la libertad. La libertad trae la virtud, y sin virtud no puede haber tranquilidad. La mente
tranquila no es una mente condicionada; no ha sido disciplinada o adiestrada para estar
quieta. La quietud lega solamente cuando la mente comprende sus modos de proceder, que
son los del “yo”, del ego.
La religión organizada es el pensamiento congelado del hombre, del cual edifica templos e
iglesias; se ha convertido en solaz para los temerosos, y en opio para los afligidos. Pero Dios o
la verdad, están mucho más allá del pensamiento y de las demandas emocionales. Los padres
de familia y los maestros que reconocen sus procesos psicológicos que infunden miedo y
tristeza, deben poder ayudar a los jóvenes a observar y entender sus propios conflictos y
aflicciones.
Si nosotros, como mayores, podemos ayudar a los niños, según van creciendo, a pensar con
claridad y desapasionamiento, a amar, no a albergar animosidades, ¿qué más hay que hacer?
La verdadera educación religiosa es la que ayuda al niño a comprender inteligentemente, a
discernir por sí mismo lo temporal y lo real, y a enfrentarse desinteresadamente a la vida. ¿No
sería, por lo tanto, más significativo empezar cada día en el hogar y el la escuela con algún
pensamiento serio, o con un ejercicio de lectura que tenga profundidad y significación, más
bien que mascullando palabras o frases frecuentemente repetidas?
Las generaciones pasadas, con sus ambiciones, tradiciones e ideales, han traído al mundo
miseria y destrucción. Tal vez las generaciones venideras, con la verdadera clase de educación,
puedan poner fin a este caos y establecer un orden social más feliz. Si los jóvenes tienen el
espíritu de investigación y buscan constantemente la verdad de todas las cosas, ya sean
políticas o religiosas, personales o ambientales, entonces la juventud tendrá una gran
significación y hay esperanza de un mundo mejor.
La mayor parte de los niños son curiosos, quieren saber; pero su ansiedad de inquirir queda
embotada por nuestras aseveraciones pontificales, nuestra impaciencia suprema y nuestra
actitud de indiferencia que aparca bruscamente a un lado su curiosidad. Nosotros no
estimulamos a los niños para que pregunten, porque estamos recelosos de lo que puedan
preguntarnos; y no alentamos su descontento, porque nosotros mismos ya hemos dejado de
cuestionar.
La mayoría de los padres y los maestros te temen al descontento porque perturba todas las
formas de seguridad; y por eso estimulan a los jóvenes a reprimirlo por medio de empleos
permanentes, de herencias, alianzas matrimoniales y el consuelo de los dogmas religiosos. Las
personas mayores, conociendo demasiado bien las muchas maneras de entorpecer la mente y
el corazón, proceden a embotar al niño tanto como ellos lo están, imponiéndole las
autoridades, las tradiciones y las creencias que ellas mismas han aceptado.
Sólo estimulando al niño a que cuestione el libro, cualquiera que sea, a que investigue la
validez de los valores sociales existentes, de las tradiciones, de las formas de gobierno, de las
creencias religiosas, etc., pueden los educadores y los padres de familia tener la esperanza de
despertar y mantener la comprensión crítica y la profunda intuición del niño.
Los jóvenes, si el que están realmente vivos, se sienten llenos de esperanzas e inquietudes;
debe ser así, de lo contrario ya están viejos y muertos, y los viejos son los que una vez
estuvieron descontentos, pero que han tenido éxito en apagar esa llama y han encontrado
seguridad y consuelo de varias maneras. Anhelan tener permanencia para ellos y sus
familiares, y ansían ardorosamente la certeza de sus ideas, la seguridad en sus relaciones y en
sus pertenencias; de modo que tan pronto se sienten descontentos, se abstraen en sus
responsabilidades, en sus ocupaciones, o en cualquier otra cosa, a fin de eludir ese
sentimiento perturbador de descontento.
Cuando somos jóvenes estamos en la época de sentir el descontento, no sólo con nosotros
mismos, sino también con todo lo que nos rodea. Debemos aprender a pensar con claridad y
sin perjuicios, para no sentirnos interiormente esclavizados y temeroso. La independencia no
es para esa sección coloreada del mapa que llamamos nuestro país, sino para nosotros como
individuos; y aunque exteriormente seamos dependientes unos de otros, esta mutua
dependencia no se hace cruel ni opresiva, si internamente, estamos libres del anhelo de
poderío, posición y autoridad.
Debemos entender el descontento, del cual la mayoría de nosotros siente temor. El
descontento puede traer lo que parece ser desorden; pero si conduce, como debiera, al
conocimiento propio, a la propia abnegación, entonces creará un nuevo orden social y una paz
duradera. Con la propia abnegación surge un gozo inconmensurable.
El descontento es el medio que conduce a la libertad; pero para inquirir sin prejuicios, no debe
haber ninguna exacerbación emocional, que a menudo se presenta en forma de reuniones
políticas, gritos de combate, búsqueda de un “gurú” o maestro espiritual u orgías religiosas de
todas clases. Este exceso emocional embota la mente y el corazón, incapacitándolos para intuir
y por lo tanto haciéndolos fácilmente moldeables por las circunstancias y el miedo. Es el deseo
vehemente de investigar, y no la fácil imitación de la multitud, lo que ha de producir una nueva
comprensión de las modalidades de vida.
Los jóvenes se dejan persuadir muy fácilmente por el sacerdote o por el político, por el rico o
por el pobre, a pensar de una manera determinada; pero la verdadera clase de educación debe
ayudarles a vigilar estas influencias para no repetir como loros los estribillos partidistas, ni caer
en astutas trampas de ambición, ya sea la propia o la ajena. No deben permitir los jóvenes que
la autoridad les sofoque el corazón la mente. Seguir a otro, por grande que sea, o adherirse a
una ideología lisonjera, no ha de contribuir a la paz mundial.
Cuando salimos de la escuela o de la universidad, muchos de nosotros echamos a un lado los
libros y nos parece que ya hemos terminado con todo lo que sea aprendizaje; y hay otros que
sienten el estímulo de continuar pensando con más amplitud, que se mantienen leyendo y
captando lo que otras personas han dicho, y se convierten en adictos al conocimiento.
Mientras exista el culto por el conocimiento o por la técnica como medio para llegar al triunfo
y al poder, tiene que haber rivalidad despiadada, antagonismo y lucha incesante por el pan.
Mientras el éxito sea nuestra meta, no podemos liberarnos del temor, porque, el deseo de
triunfar, inevitablemente engendra el temor al fracaso. Por eso a los jóvenes no se les debe
inculcar el culto al éxito. La mayor parte de la gente busca el triunfo en una u otra forma, ya
sea en una cancha de tenis, en el mundo de los negocios, o en la política. Todos queremos
estar en primer puesto, y ese deseo crea constante conflicto en nosotros mismos y con
nuestros vecinos; nos lleva a la rivalidad, la envidia, la animosidad y finalmente a la guerra.
De la misma manera que los mayores, la juventud busca éxito y seguridad; aunque al principio
esté descontenta, pronto se torna respetable y no se atreve ir en contra de la sociedad. Los
muros de sus propios deseos empiezan a encerrarlos, se alinean con los demás, y finalmente
asumen las riendas de la autoridad. Su descontento, que es la propia llama de la investigación,
de la búsqueda, de la comprensión, se apaga y muere; y en su lugar aparece el deseo de
encontrar un puesto mejor, un matrimonio ventajoso o una carrera de porvenir, todo lo cual es la manifestación del ansia de mayor seguridad.
No hay diferencia esencial entre el viejo y el joven, pues ambos son esclavos de sus propios
deseos y placeres. La madurez no es cuestión de edad; viene con la comprensión. El espíritu
ardiente de investigación se encuentra tal vez más fácilmente en los jóvenes, porque los viejos
han sido ya vapuleados por la vida, gastados por los conflictos, y sólo les espera la muerte en
una u otra forma. Esto no significa que no sean capaces de hacer investigaciones, con un
propósito, sino que estas cosas les ocasionan más dificultad.
Muchos adultos son inmaduros, más bien infantiles, y ésta es una de las causas que
contribuyen a la confusión y a la miseria del mundo. Son los viejos los responsables de la crisis
moral y económica prevaleciente; y una de las más desgraciadas flaquezas, es que esperamos
que alguien actúe por nosotros y cambie el rumbo de nuestras vidas. Esperamos que otros
sean los que se rebelen y construyen de nuevo, mientras nosotros permanecemos inactivos
hasta estar seguros de los resultados. La mayor parte de nosotros perseguimos la seguridad y el éxito; y una mente que busca la
seguridad, que ansía el triunfo, no es inteligente y es por lo tanto incapaz de la acción
integrada. Sólo puede haber acción integral si una comprende su propio condicionamiento, sus
prejuicios raciales, nacionales, políticos y religiosos; es decir, si uno se da cuenta de que las
modalidades del “yo” tienden siempre a la separatividad.
La vida es un pozo de aguas profundas. Podemos llegar hasta él con baldes pequeños y sacar
sólo poco agua, o podemos venir con grandes cubos y sacar mucho agua para alimentarnos y
fortalecernos. Cuando se es joven se está en la época de investigar, de experimentar con todo.
La escuela debe ayudar a los jóvenes a descubrir su vocación y sus responsabilidades, y no
meramente atiborrar sus mentes con datos y conocimiento técnico; debe ser la tierra en la
cual puedan crecer sin miedo, feliz e íntegramente.
Educar a un niño es ayudarlo a comprender la libertad y la integración. Para tener libertad
tiene que haber orden, que sólo la virtud puede dar; y la integración sólo se produce en medio
de una gran sencillez. Partiendo de innumerables complejidades debemos llegar a la sencillez.
Debemos ser sencillos en nuestra vida interna y en nuestras necesidades externas.
La educación de hoy se ocupa tan sólo de la eficiencia externa; desatiende totalmente o
pervierte deliberadamente la naturaleza interna del hombre; desarrolla sólo una parte de él y
abandona el resto para que se desenvuelva lentamente lo mejor que pueda. Nuestra
confusión, nuestro antagonismo y nuestros temores internos, siempre dominan la estructura
externa de la sociedad, no importa lo hábilmente construida que esté. Cuando no hay
verdadera educación nos destruimos mutuamente, y es imposible la seguridad física de cada
uno. Educar bien al alumno es ayudarlo a entender el proceso total de su ser; porque sólo
cuando hay integración de la mente y el corazón en cada acción cotidiana, es que puede haber
inteligencia y transformación interna.
Al ofrecer información y entrenamiento técnico la educación, sobre todo, estimular una visión
integral de la vida; debe ayudar al alumno a reconocer y a destruir en sí mismo, todas las
distinciones y todos los perjuicios sociales y disuadirlo de la persecución codiciosa del poder y
de la autoridad. Debe estimularle a la verdadera observación de sí mismo y a vivir la vida en su
totalidad, lo cual no es dar significación sólo a una parte, al “mí”, y a “lo mío”, sino ayudar a la
mente a ir por encima y más allá de sí mismo para descubrir lo real. Se llega a la libertad únicamente mediante el conocimiento de sí mismo en los menesteres
cotidianos; es decir, en las relaciones con la gente, con las cosas, con las ideas y con la naturaleza. Si el educador ayuda al estudiante a integrarse, no puede acentuar de un modo
fanático o irrazonable, ningún aspecto particular de la vida. Es la comprensión del proceso
total de la existencia lo que produce la integración. Cuando hay autoconocimiento cesa el
poder de crear ilusiones; y sólo entonces es posible que la realidad o Dios sea.