LA MUTACIÓN PSICOLÓGICA - J.K. - CAPÍTULO 9

 Capítulo Noveno  Esta mañana quisiera hablar sobre algo que puede ser un poco ajeno a la mayoría de las personas. Me parece que una de las cosas más importantes de la vida es aclarar la mente, vaciarla de toda experiencia y pensamiento, para que quede nueva, fresca, inocente; porque es sólo la mente inocente, en su libertad, la que puede descubrir lo que es verdadero. Esta inocencia no es un estado de permanencia, no es que la mente haya logrado un resultado y se quede ahí. Es el estado de una mente que, como es libre por completo, puede renovarse de momento a momento, sin esfuerzo. Y esta inocencia, esta libertad para descubrir, es de una gran importancia, porque la mayoría de nosotros vivimos muy superficialmente; vivimos en el conocimiento y la información, y creemos que estas cosas son suficientes, pero sin meditación nuestra vida es muy superficial. Al decir “meditación” no me refiero a contemplación o plegaria. Para hallarse en un estado de meditación, o más bien llegar a él natural y fácilmente, sin esfuerzo, tiene uno que empezar a comprender la mente superficial, cotidiana, la mente que se satisface tan fácilmente con la información. Habiendo acumulado conocimientos o adquirido una capacidad técnica que nos permita especializarnos en una dirección determinada y vivir en este mundo más bien superficialmente, la mayoría de nosotros nos contentamos con vivir en ese nivel sin comprender ningún problema psicológico que pueda surgir. Me parece, pues, muy importante observar cuán superficial es ahora la mente, e inquirir si es posible que vaya más allá de sí misma.

 Cuanto más conocimiento y preparación tiene uno, tanto mayor es su capacidad en la vida diaria, y es evidente que debe un tener ese conocimiento, ese adiestramiento, esa capacidad, porque no podemos renunciar a la maquinaria y a la ciencia y retroceder a las costumbres de la antigüedad. Eso sería como hacen las llamadas personas religiosas, que tratan de volver a una tradición o revivir antiguos conceptos y fórmulas filosóficas, destruyéndose por ello a sí mismas y el mundo en que viven. La ciencia, las matemáticas y la técnica de que ahora dispone el hombre son absolutamente necesarias. Sin embargo, vivir en este mundo de tecnología, información y conocimientos que se desarrollan tan rápidamente, tiende a hacer la mente muy superficial, y la mayoría de nosotros nos contentamos con seguir en esa superficialidad, porque el conocimiento y la técnica nos dan más dinero, más comodidad, más de la llamada libertad, cosas todas que son altamente respetadas por una sociedad degradada, en desintegración. Así, la mente que quiere ir más allá de sí misma, tiene que comprender las limitaciones de la técnica, del conocimiento y la información, y estar libre de tales limitaciones.

Como puede uno observar, todas nuestras actividades, emociones, reacciones nervosas, son muy superficiales, están en lo exterior. Viviendo en la superficie, como lo hace la mayoría de nosotros, tratamos de buscar las honduras, tratamos de profundizar cada vez más, bajo la superficie, porque pronto se cansa uno de esta manera superficial de vivir. 

Cuanto más inteligentes, intelectuales, apasionados seamos, tanto más viva será nuestra percepción de lo superficial de nuestra existencia, que se vuelve bastante cansada, aburrida y de escasa importancia.

 Así es que la mente superficial trata de descubrir el propósito de la vida, o bien busca una fórmula que le dé un propósito a la vida. Pugna por vivir con arreglo a un concepto que ha ideado o a una creencia que ha aceptado, y por ello su acción sigue siendo superficial. 

Hay que ver muy claramente este hecho. Lo que vamos a hacer esta mañana es quitar capa tras capa de superficialidad para poder llegar al origen, a la verdadera profundidad de las cosas. 

La superficialidad se perpetúa por la experiencia, y por ello es muy importante comprender todo el significado de la experiencia. 

Ante todo, ve uno cómo la especialización técnica de cualquier clase tiende a hacer la mente estrecha, mezquina, limitada, cualidades que son la esencia misma de lo burgués. 

Luego la mente, como es superficial, busca eso que llama lo importante de la vida, y por ello proyecta un modelo que es complaciente, beneficioso, placentero y que se ajusta a ese patrón. Este proceso le da un determinado propósito, un impulso, una sensación de triunfo.

También tenemos que comprender plenamente eso que se llama experiencia. Como vivimos una vida muy superficial, siempre estamos buscando experiencias cada vez más amplias y más profundas. Por eso acude la gente a las iglesias, toma mezcalina, ensaya el LSD-25, el ácido lisérgico y otras varias drogas, para conseguir una nueva sacudida, un nuevo estímulo, una nueva sensación. La mente busca también experiencias a través del arte, de la música y de las más recientes formas de expresión. 

Ahora bien, una mente que quiera encontrarse a gran profundidad –encontrarse, no provocar ese estado- tiene que comprender todas estas cosas. Comprender no es meramente abarcar intelectualmente la comunicación verbal, sino más bien ver de modo inmediato la verdad de las cosas; y esta comprensión inmediata es compasión. Ninguna abundancia de argumentos, de investigar la verdad de las opiniones, puede producir comprensión. Lo que se necesita es sensibilidad, percepción, exploración cuidadosa que paso a paso confiera a la mente la capacidad para aprehender con celeridad.

 ¿Cuál es, pues la naturaleza de la experiencia? Todos queremos nuevas experiencias, ¿no es así? Estamos cansados de lo viejo, de las cosas que nos han traído dolor, que nos han causado pena, de la rutina de la oficina, de los ritos de la iglesia, del culto al Estado. Está uno harto de todo eso, cansado, agotado. Quiere uno, pues, más experiencias en diferentes direcciones y a distintos niveles, Más sólo la mente que no busca ni acumula experiencia, sólo una mente así, es la que puede hallarse en un estado de completa profundidad. 

La experiencia es el producto de un estímulo y una respuesta. La reacción de la mente a un estímulo puede ser adecuada o inadecuada, según su pasado, su condicionamiento. Es decir, respondemos a cada estímulo con arreglo a nuestro pasado, a nuestro condicionamiento particular. Esa respuesta al estímulo es la experiencia; y toda experiencia deja un residuo al cual llamamos conocimiento. Para decirlo de otro modo, al pasar por diversas experiencias, la mente actúa como un tamiz, en el cual cada experiencia deja cierto sedimento. Ese sedimento es la memoria y con ese recuerdo se hace frente a la siguiente experiencia. 

De modo que cada experiencia – por muy amplia y profunda, por vital que sea – deja un nuevo depósito de sedimento o recuerdo, y por ello refuerza el condicionamiento de la mente. 

Os ruego que no toméis esto como una opinión, ni tampoco se trata de que creáis lo que se está diciendo. Si os observáis veréis que esto es lo que en realidad sucede. El que habla describe la acumulación mental de la experiencia, y ese proceso lo observáis en vosotros mismos. No hay pues nada que creer, ni os estoy hipnotizando con mis palabras.

Así, toda la experiencia, sea la que fuere, deja un sedimento, que se convierte en el pasado como recuerdo, y en ese sedimento vivimos. Es el “yo”, es la estructura misma de la actividad egocéntrica. Viendo la naturaleza limitada de esta actividad egocéntrica, buscamos cada vez más y mayores experiencias, o insistimos en averiguar cómo superar estas limitaciones para dar con algo más grande. Más toda esa búsqueda sigue siendo la actividad de la acumulación, y no sirve más que para aumentar lo que ya había, el sedimento de la experiencia, ya sea la de un minuto, la de un día o la de millones de años.

Pues bien, tenéis que ver claramente este hecho, tenéis que daros cuenta de él, como os dais cuenta de tener hambre. Cuando sentís hambre, nadie tiene que decíroslo. Es vuestra propia experiencia. Del mismo modo, habéis de ver muy claramente por vosotros mismos que toda experiencia –ya sea de afecto, de simpatía, de orgullo, de celos, de inspiración, de miedo o de lo que queráis- deja un residuo en la mente; y que la constante repetición y superposición de tal residuo o sedimento es todo el proceso del pensar, de nuestro ser. Cualquier actividad que surja de este proceso, a cualquier nivel que sea, tiene que ser superficial, inevitablemente; y una mente que quiera investigar sobre la posibilidad de descubrir un estado original o un mundo no contaminado por el pasado ha de comprender este proceso de experiencia.

Surge, pues, la cuestión de si es posible vernos libres de toda autoridad egocéntrica, sin esfuerzo, sin tratar de disolverla y de convertirla por ello en un problema. 

Espero que esté presentando claramente la cuestión. De lo contrario, carecerá de toda claridad lo que voy a decir ahora. 

Ahora bien, la palabra “meditación” significa en general reflexionar, investigar o ponderar algo; o puede significar un estado de mente contemplativo, sin el proceso del pensamiento. 

Es una palabra que tiene muy poco sentido en esta parte del mundo, pero en Oriente tiene una gran importancia. 

Se ha escrito mucho sobre el asunto y hay muchas escuelas que propugnan diversos métodos o sistemas de meditación. Para mí, la meditación no es ninguna de esas cosas. 

Meditación es el vaciamiento total de la mente, y no puede uno vaciarla de manera forzada, según un método, una escuela o sistema. Además, debe uno ver la completa falacia de los sistemas. 

Practicar un sistema de meditación es ir en pos de la experiencia, es un intento de lograr una experiencia más elevada o la experiencia máxima y definitiva. 

Cuando uno comprende la naturaleza de la experiencia, rechaza todo eso, lo da por terminado para siempre, porque la mente propia ya no sigue a nadie, no persigue la experiencia, no tiene deseo de visiones. Toda búsqueda de visiones, toda intensificación artificial de la sensibilidad –por medio de drogas, disciplina, rituales, culto, plegaria- es actividad egocéntrica.

Nuestra pregunta es, pues: una mente que se haya superficializado por la tradición, por el tiempo, por la mente, por la experiencia, ¿cómo podrá una mente así liberarse sin esfuerzo de su superficialidad? ¿Cómo puede estar tan por completo despierta que ya no tenga sentido alguno la búsqueda de experiencia? ¿Comprendéis? Lo que está lleno de luz no pide más luz: es la luz misma; y toda influencia, toda experiencia que penetre en esa luz, se quema, desaparece en ese mismo momento, de modo que la mente queda siempre clara, inmaculada, inocente. 

Sólo la mente clara, inocente, es la que puede ver lo que está más allá de la medida del tiempo. Y ¿cómo va a producirse ese estado mental?

 ¿He planteado con claridad la pregunta? 

No es mi Pregunta: es, o debe ser, la de todos, de modo que yo os la estoy formulando. 

Si yo os impusiera esta pregunta, la convertiríais en un problema, diríais: “¿Cómo voy a hacerlo?” 

Esa pregunta ha de nacer de vuestra percepción, porque habéis vivido, habéis observado y visto lo que es el mundo, y os habéis observado a vosotros mismos en vuestras acciones; habéis leído y acumulado información, habéis progresado en conocimiento, habéis visto personas muy listas de mente, como las máquinas computadoras; profesores que pueden soltar una retahíla de conocimientos, y os habéis encontrado con teólogos de ideas fijas, alrededor de las cuales han edificado maravillosas teorías. Habiendo percibido todo esto, debéis haberos formulado inevitablemente la Pregunta: “¿Cómo va la mente, que es esclava del tiempo, producto del pasado, cómo va una mente así a prescindir por completo, fácilmente y sin esfuerzo, del pasado? ¿Cómo se va a librar del tiempo sin ninguna directiva o motivo, de modo que se encuentre en la fuente original de la vida?”.

Ahora bien, cuando os hacéis esa pregunta, u os la hace otro, ¿cuál es vuestra respuesta? Por favor, no me respondáis, sino escuchad simplemente. Es una pregunta inmensa, no es una simple cuestión retórica que podáis contestar rápidamente o desecharla; es una pregunta de enorme importancia para una mente que haya visto claramente las tonterías de la religión organizada y haya dejado de hacer caso a sacerdotes, gurus, templos, iglesias, rituales, inciensos, que no haga ningún caso a nada de eso. 

Y, si habéis llegado a este punto, entonces tenéis que haberos preguntado: ¿cómo va la mente a ir más allá de si misma? 

¿Qué hacéis cuando os veis enfrentados directamente con un inmenso problema, cuando os sucede algo tremendo e inmediato? 

La experiencia es tan vital, tan exigente, que os absorbe por completo, ¿no? 

La mente se sobrecoge ante ese enorme acontecimiento, de modo que se queda quieta. Ésa es una forma de silencio. 

Vuestra mente responde como un niño al que se ha dado un juguete muy interesante. Este juguete lo absorbe, le hace concentrarse de modo que, de momento, deja de ser travieso, ya no alborota ni hace nada de eso. 

Y lo mismo les ocurre a los adultos cuando se enfrentan con algún gran problema. Como la mente no comprende todo su significado, se entrega a esa experiencia y se embota, sufre una conmoción, se queda paralizada, de modo que queda fugazmente silenciosa. Esto es algo que hemos experimentado la mayoría de nosotros. 

Luego existe un silencio de la mente que viene cuando se mira el problema con completa concentración. En ese estado no hay distracción, porque por el momento la mente no tiene otro pensamiento, otro interés, no mira a ninguna parte, pues sólo le interesa esa única cosa; se intensifica la concentración y se excluye todo lo demás. En ese esfuerzo hay vitalidad, una demanda, una urgencia que también produce un cierto silencio.

Cuando la mente está absorta en un juguete, en un problema cualquiera, lo único que está haciendo es escapar. Cuando se apoderan de la mente imágenes, símbolos, palabras tales como “Dios”, “Salvador”, etc., todo esto es una profunda evasión, una huída de lo real, y en esa fuga hay un cierto silencio. Cuando la mente se sacrifica o se olvida de si misma mediante la completa identificación con algo, puede estar perfectamente quieta, pero se encuentra entonces en un estado neurótico. 

La demanda de identificarse con un propósito, con una idea, con un símbolo, con un país, con una raza: todo eso es neurótico, como lo son todas las personas supuestamente religiosas. Se han identificado con el salvador, con el Maestro, con esto o con aquello, lo cual les da una enorme sensación de alivio y les trae cierta perspectiva beatífica de la vida, cosa que es una actitud enteramente neurótica.

Existe luego la mente que ha aprendido a concentrarse, que se ha enseñado a no desviar nunca la mirada de la idea, de la imagen, del símbolo que ha proyectado frente a sí misma. 

Y ¿que ocurre en ese estado de concentración? 

Toda concentración es esfuerzo y todo esfuerzo es resistencia. 

Es como construir una muralla defensiva en torno vuestro, con un agujerito por el cual miráis sólo una idea o un pensamiento, de modo que nunca podáis ser sacudidos, nunca os volváis inseguros. 

No estáis nunca abiertos, sino que siempre vivís en vuestra concha de concentración, tras los muros de vuestra inspirada persecución de algo, y de esto sacáis una enorme sensación de vitalidad, un impulso que os permite hacer cosas extraordinarias: ayudar a personas que están en los barrios pobres, a las que viven en los desiertos, hacer toda clase de buenas obras; pero es aún la actividad egocéntrica de una mente que se concentra en una sola cosa, excluyendo toda otra. 

Y eso da también a la mente una cierta paz, un cierto silencio.

Bueno, pues existe un silencio que no tiene nada que ver con ninguno de estos estados neuróticos, y ahí es donde reside nuestra dificultad; porque desgraciadamente, y digo eso con mucha cortesía, la mayoría de nosotros somos neuróticos. Así, pues, para comprender lo que es el silencio tiene uno primero que estar libre de toda neurosis. En el silencio de que estoy hablando no hay autocompasión, no se percibe un resultado, no se proyecta una imagen; no hay visiones, ni pugna uno por concentrarse. Ese silencio viene sin llamarlo, cuando habéis comprendido la absorción de la mente en una idea y las diversas formas de concentración que practica; y cuando habéis comprendido también el proceso del pensar. Partiendo del hecho de observar, de vigilar la actividad egocéntrica de la mente, viene un sentido de disciplina extraordinariamente flexible. Y esa es la disciplina que habéis de tener. No la disciplina defensiva, reaccionaria; no tiene nada que ver con sentarse con las piernas cruzadas en un rincón, ni todas esas cosas tan pueriles. Y en ello no hay imitación no hay conformidad, no hay esfuerzo para lograr un resultado. El observar todos los movimientos del pensamiento y del deseo, el hambre de nuevas experiencias, el proceso de identificarse con algo: meramente el observar y comprender todo eso produce de modo natural una facilidad de disciplina en libertad. Con esta disciplina de comprensión viene un peculiar darse cuenta de inmediato, una percepción directa, un estado de completa atención. En esta atención hay virtud, y esa es la única virtud. La moral social, el carácter que se desarrolla por la resistencia de acuerdo con la respetabilidad y la ética de la sociedad: esto no es virtud en absoluto. Virtud es la comprensión de toda esta estructura social que el hombre ha construido en torno de si mismo; y también la comprensión del llamado autosacrificio de la mente mediante la identificación y el control. La atención nace de esa comprensión, y sólo en la atención hay virtud.

 Debéis tener una mente virtuosa, pero no es virtud la que se limita a ajustarse a los patrones sociales y religiosos de una determinada sociedad, ya sea capitalista o comunista. Tiene que haber virtud, porque sin ella no hay libertad. Más, como la humildad, la virtud no puede cultivarse. No podéis cultivar la virtud, lo mismo que no podéis cultivar el amor. Pero cuando hay atención completa hay también virtud y amor. De la atención completa viene el silencio total, no sólo al nivel de la mente consciente, sino también del inconsciente. Tanto lo consciente como lo inconsciente son, en realidad, muy triviales, y la percepción de su trivialidad libera la mente del pasado, lo mismo que del presente. Al prestar toda la atención a lo presente, viene un silencio en el cual la mente ya no está experimentando. Toda experimentación ha terminado, porque ya no hay nada que experimentar. Como está del todo despierta la mente es luz para sí misma. En este silencio hay paz. No es la paz de los políticos ni la que hay entre dos guerras. Es una paz que no nace de la reacción. Y cuando la mente está así, en quietud completa, puede seguir adelante. El movimiento de la quietud es enteramente distinto del movimiento de la actividad egocéntrica. Este movimiento de la quietud es creación. Cuando la mente es capaz de moverse en quietud, conoce la muerte y el amor, y puede entonces vivir en este mundo y sin embargo estar libre de él.

¿Queréis hacer alguna pregunta?

Pregunta: Anhelo el silencio, pero veo que mis intentos para alcanzarlo son cada vez más lastimosos a medida que pasa el tiempo.

Krishnamurti: Ante todo, no podéis anhelar este silencio; no sabéis nada sobre él. Aun cuando lo supierais, no sería así, porque lo que conoceríais no sería lo que es. Tiene uno pues que andar con mucho cuidado para no decir nunca “yo lo sé.”

Señor, mirad, lo que conocéis lo reconocéis. Os reconozco porque os encontré ayer. Como entonces oí lo que decíais y vi vuestro modo de ser, digo que os conozco. Lo que conozco ya es del pasado, y desde ese pasado puedo reconoceros. Mas este silencio no puede reconocerse; en él no hay proceso alguno de reconocimiento. Esto es lo primero que hay que comprender. Para reconocer algo tenéis que haberlo experimentado ya, haberlo conocido, o tenéis que haber leído sobre ello, o alguien tiene que haberlo descrito; mas lo que se reconoce, lo que se conoce, lo que se describe, no es este silencio porque nuestra vida es tan superficial, tan vacía, tan monótona, tan estúpida, que queremos escapar de toda su fealdad. Mas no podemos escapar de algo tan deplorable. No podemos huir. Lo que tenemos que hacer es comprenderlo, y para comprender algo es preciso que no lo rechacéis, que no escapéis. Debéis tener un gran amor, un verdadero afecto por aquello que queréis comprender. Si queréis comprender a un niño, no podéis obligarlo o forzarlo, ni compararlo con su hermano mayor; tenéis que mirarlo, observarlo muy cuidadosamente, con ternura, con afecto, con todo lo que tengáis. Del mismo modo debemos comprender eso tan mezquino que llamamos nuestra vida, con todos sus celos, conflictos, desdichas, afanes y sufrimientos. De esa comprensión viene una cierta paz, que no podéis buscar a ciegas.

Tal vez ya os es conocida aquella bonita historia del discípulo que fue a ver a su maestro. Éste se encontraba sentado en un hermoso jardín, bien regado, y el discípulo vino a sentarse cerca de él, no enfrente, porque sentarse directamente ante el Maestro no es muy respetuoso. Así, sentado un poco a un lado, cruza las piernas y cierra los ojos. Entonces el Maestro Pregunta: “Amigo mío, ¿qué estás haciendo? “ Al abrir los ojos el discípulo dice: “Maestro trato de llegar a la conciencia del Buda”, y cierra los ojos de nuevo. Poco después el Maestro coge dos piedras y empieza frotarlas una contra otra, haciendo mucho ruido; así, el discípulo desciende de su gran elevación y dice: Maestro, ¿qué estáis haciendo?” El Maestro replica: “Estoy frotando estas dos piedras para convertir una de ellas en espejo.” Y dice el discípulo: “Pero, Maestro, seguramente que nunca lo conseguiréis, aunque las estéis frotando durante un millón de años.” Entonces sonríe el Maestro y responde: “De la misma manera, amigo mío, puedes estar sentado así durante un millón de años, y nunca llegarás a lo que estás tratando de alcanzar,” y eso es lo que todos estamos haciendo. Todos adoptamos posturas; todos queremos algo, andamos a tientas en busca de algo, cosa que requiere esfuerzo, pugna, disciplina. Pero me temo que ninguna de estas cosas abra la puerta; lo que sí la abrirá es comprender sin esfuerzo; simplemente mirar, observar con afecto, con amor, mas no podéis tener amor si no sois humildes; y la humildad sólo es posible cuando no queréis ninguna cosa, ni de los dioses ni de ningún ser humano. 

30 de julio de 1964

Saanen

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