18, Octubre, 1973
Existe en sánscrito una larga plegaria por la paz.
Fue escrita hace muchos, muchos siglos por alguien para quien la paz era una necesidad absoluta; y tal vez su vida cotidiana tenía sus raíces en ella.
Fue escrita antes del rastrero veneno del nacionalismo, antes de la inmortalidad del poder del dinero y de la insistencia en lo mundano que el industrialismo ha originado.
La plegaria es para que la paz sea perdurable: «Que haya paz entre los dioses, en el cielo y entre las estrellas; que haya paz sobre la tierra, entre los hombres y los animales de cuatro patas; que no nos hagamos daño; que seamos generosos unos con otros; que podamos tener esa inteligencia que habrá de guiar nuestra vida y acción; que haya paz en nuestra plegaria, en nuestros lábios y en nuestros corazones».
Roma, Italia
En esta paz no hay mención alguna de individualidad; eso venía más adelante.
Sólo se alude a «nosotros» -nuestra paz, nuestra inteligencia, nuestro conocimiento, nuestra iluminación-
El sonido de los cantos en sánscrito parece tener un efecto extraño.
En un templo, cerca de cincuenta sacerdotes cantaban en sánscrito, y las paredes mismas parecían estar vibrando.
Hay un sendero que pasa a través del campo verde y resplandeciente, del bosque iluminado por el sol, y prosigue más allá.
Es difícil que alguien se llegue hasta este bosque pleno de luz y sombras.
Es un lugar apacible, tranquilo y retirado.
Hay ardillas y, en ocasiones, un ciervo tímido y vigilante pronto a escapar corriendo; las ardillas lo contemplan a uno desde una rama y a veces lo increpan.
Este bosque tiene el perfume del verano y el olor de la tierra húmeda.
Hay árboles enormes y cargados de musgo; son acogedores y uno percibe la calidez de su bienvenida.
Cada vez que uno se sienta ahí y mira a través de las ramas y las hojas el sorprendente cielo azul, esa paz y esa bienvenida están aguardándolo a uno.
Éramos varios los que íbamos a través del bosque, pero había soledad y silencio; la gente charlaba, indiferente y ajena a la dignidad y grandeza de los árboles, con los cuales no tenían ninguna relación; por tanto, esas personas probablemente tampoco tenían relación alguna entre ellas.
La relación entre los árboles y uno era completa e instantánea -una relación de amigos-.
En consecuencia, uno era el amigo de todos los árboles, arbustos y flores de la tierra.
No estaba allí para destruir, y así, entre ellos y uno había paz.
La paz no es un intervalo entre el fin y el comienzo del conflicto, de la angustia y el dolor.
Ningún gobierno puede traer la paz; su paz es la paz de la corrupción y la decadencia; el orden regimentado de un pueblo engendra degeneración, porque ese orden no interesa en todos los pueblos de la tierra.
Las tiranías jamás pueden sostener la paz, porque destruyen la libertad; la paz y la libertad marchan juntas.
Matar a otro por la paz , es la idiotez propia de las ideologías.
Uno no puede comprar la paz; ésta no es la invención de un intelecto; no es algo que pueda adquirirse mediante la plegaria o el regateo.
La paz no se encuentra en ningún edifício sagrado, en ningún libro, en ninguna persona.
Nadie puede conducirnos hacia ella, ningún gurú, ningún sacerdote, ningún símbolo.
La paz está en la meditación.
La meditación en sí es el movimiento de la paz.
No es un fin que pueda ser encontrado; no es algo elaborado por el pensamiento o la palabra.
El acto de la meditación es inteligencia.
La meditación no es ninguna de esas cosas que se nos han enseñado o que hemos experimentado.
Descartar lo que hemos aprendido o experimentado es meditación.
La meditación consiste en liberarse del experimentador.
Cuando no hay paz en las relaciones, no hay paz en la meditación; ésta es, entonces, un escape hacia la ilusión y los ensueños fantasiosos.
La meditación no puede ser demostrada ni descrita.
Uno no puede juzgar la paz.
La percibirá -si la paz está ahí- a través de las actividades cotidianas, a través del orden, de la virtud que imperen en la propia vida.
Había en esa mañana densas nubes y neblinas; iba a llover.
Demoraría unos cuantos días para ver nuevamente el cielo azul.
Pero a medida que uno entraba en el bosque, esa paz y esa cálida acogida no disminuían.
Eran una paz impenetrable y una quietud total.
Las ardillas se escondían y los saltamontes del prado permanecían silenciosos; más allá de los cerros y valles, estaba el inquieto mar.
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