19, Septiembre, 1973
El monzón había llegado.
El mar se veia casi negro bajo las densas nubes oscuras, y el viento desgarraba los árboles.
Lo vería por unos cuantos días con lluvias torrenciales; luego éstas se detendrían durante un día o algo así, para comenzar nuevamente.
Las ranas croaban en todas las charcas y el aire estaba impregnado con el delicioso aroma que traen las lluvias.
La tierra se hallaba limpia otra vez y en pocos dias más estaria asombrosamente verde.
Las cosas crecían casi a la vista de uno; saldría el sol y todas las cosas de la tierra resplandecerían.
Habría cantos en la madrugada y las pequeñas ardillas llenarían toda la región.
En todas partes brotarían las flores, las silvestres y las cultivadas, el jazmín, la rosa y la caléndula.
Cierto día, en la carretera que conduce al mar, mientras uno paseaba bajo las palmeras y los árboles cargados de lluvia, mirando miles de cosas, un grupo de niños estaba cantando. ¡Parecían tan felices, tan inocentes y tan por completo ajenos al mundo!
Uno de ellos, una niña, nos reconoció y se acerco sonriendo, y caminamos por un rato tomados de la mano. Ninguno dijo una palabra y cuando llegamos cerca de su casa, ella saludó y desapareció en el interior.
El mundo y la familia van a destruirla, y ella también tendrá hijos y llorará por ellos, y el mundo también los destruirá con sus arteros recursos.
Pero esta tarde, estaba ella feliz y ansiosa por compartir su felicidad tomada de la mano de alguien.
Una tarde, cuando habían cesado las lluvias y el cielo del oeste se veia dorado, al volver por la misma carretera, dejamos atrás a un joven que portaba un fuego en un pote de barro.
Excepto por el limpio taparrabo se hallaba completamente desnudo, y detrás de él dos hombres llevaban un cuerpo muerto.
Eran dos brahamines, estaban recientemente lavados, limpios y caminaban manteniéndose bien derechos.
El joven que sostenía el fuego debía de haber sido el hijo dei hombre muerto; todos avanzaban muy rápidamente.
El cuerpo iba a ser incinerado en alguna playa apartada,
Era todo tan simple, tan distinto de los féretros elaborados cargados de flores y seguidos por una larga fila de bruñidos automóviles o de plañideras que caminaban tras dei ataúd -la tenebrosa oscuridad que hay en todo eso-.
Aquí veía uno un cadáver decentemente cubierto que, en la parte trasera de una bicicleta, era conducido hacia el rio sagrado donde irían a quemarlo.
La muerte está en todas partes, y nosotros jamás parecemos capaces de vivir con ella.
Es algo oscuro, atemorizador, que debe ser eludido, algo de lo que nunca hay que hablar.
A la muerte hay que mantenerla lejos de la puerta cerrada.
Pero ella está siempre ahí.
La belleza del amor es muerte, y uno no conoce ni lo uno ni lo otro.
La muerte es dolor y el amor es placer, y ambos no pueden encontrarse nunca; deben mantenerse apartados, y la división es angustia y agonía.
Esto ha sido así desde el principio del tiempo, esta división y el conflicto interminable.
Siempre existirá la muerte para aquellos que no ven que el observador es lo observado, que el experimentador es lo experimentado.
Esto es como un vasto rio en que se halla atrapado el hombre con todos sus dioses mundanos, sus vanidades, sus penas y su conocimiento.
A menos que abandone en el río todas las cosas que ha acumulado y nade hacia la costa, la muerte estará siempre junto a su puerta, esperando y vigilando.
Cuando él deja el río, no hay costa alguna, la ribera es la palabra, el observador.
Él lo ha abandonado todo, el rio y la ribera.
Porque el río es tiempo y las orillas son los pensamientos del tiempo; el río es el movimiento del tiempo y a él pertenece el pensamiento.
Cuando el observador abandona todo lo que él es, entonces el observador no existe.
Esto no es muerte.
Es lo intemporal.
Uno no puede conocerlo, porque aquello que se conoce pertenece al tiempo; uno no puede experimentarlo; el reconocimiento es producido por el tiempo.
Liberarse de lo conocido es liberarse del tiempo.
La inmortalidad no es la palabra, el libro, la imagen que uno ha fabricado.
El alma, el yo, el atman, es hijo del pensamiento, el cual es tiempo.
Cuando el tiempo no existe, no existe la muerte.
Hay amor.
El cielo del oeste había perdido su color, y asomando en el horizonte estaba la luna, joven, tímida y tierna.
Todo parecia estar pasando por la carretera: el casamiento, la muerte, la risa de los niños y alguien que sollozaba.
Cerca de la luna había una estrella solitaria.
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