29 de Septiembre, 1973
Las lluvias estaban llegando a su término y el horizonte ondulaba con nubes doradas y blancas; hinchadas por el viento, se remontaban al cielo verdeazul.
Todas las hojas de todos los arbustos lucían lavadas y limpias, relumbrantes bajo el sol mañanero.
Era una mañana deliciosa, la tierra se regocijaba y parecia haber una bendición en el aire.
Desde esa habitación situada en los altos, podia verse el mar azul, el río que fluía hacia su interior, las palmeras y los mangos.
La respiración se detenía ante la maravilla de la tierra y la inmensa configuración de las nubes.
Era muy temprano, había mucha quietud y el ruido aún no había comenzado; escaso tráfico cruzaba el puente, tan sólo una larga fila de carretas de bueyes cargadas con heno.
Años después llegarían los autobuses con su bullicio y su polución de la atmósfera.
Era una bella mañana, una mañana plena de dicha y poesía.
Los dos hermanos eran conducidos en un automóvil hacia un pueblo próximo para que visitarán al padre, a quien no habían visto por cerca de quince años o más.
Debían marchar a pie una corta distancia por un camino muy mal conservado.
Llegaron hasta un estanque, un depósito de agua que tenía en todos sus costados escalones de piedra, los que conducían hacia abajo, donde estaba el agua pura.
En un extremo había un templete que tenía en su cúspide una pequeña torre cuadrada y más bien angosta; alrededor de la misma se veían muchas imágenes de piedra.
En la galeria del templo que dominaba el gran estanque, había unas cuantas personas absolutamente inmóviles como esas imágenes de la torre, y se hallaban entregadas a la meditación.
Más allá del agua, justo detrás de algunas casas, se encontraba la casa donde vivía el padre.
Este salió cuando los dos hermanos se aproximaron, y ellos lo saludaron prostemándose completamente y tocando sus pies.
Eran tímidos y esperaron que él hablara, como era la costumbre.
Antes de pronunciar una palabra, entró él en casa para lavarse los pies, porque los muchachos los habían tocado.
Era un brahmín muy ortodoxo, y nadie podia tocarlo excepto otro brahmín, y sus dos hijos se habían contaminado por haberse mezclado con otros que no eran de su clase y por haber comido alimentos cocinados por no-brahmines.
Por lo tanto, él lavó sus pies y se sentó en el piso, no demasiado cerca de sus contaminados hijos.
Hablaron por un tiempo, y se acercaba la hora de la comida.
El los despidió porque no podia comer con ellos ya que habían dejado de ser brahamines.
El debía de sentir afecto por ellos, porque después de todo eran sus hijos a quienes no había visto por tantos años.
Si la madre de ellos hubiera estado viva, podría haberles servido de comer, pero seguramente no habría comido con sus hijos.
Ambos; padre y madre, deben de haber sentido un afecto profundo por sus hijos, pero la ortodoxia y la tradición prohíben cualquier contacto físico con los mismos.
La tradición es muy fuerte, más fuerte que el amor.
La tradición de la guerra es más fuerte que el amor; la tradición de matar para comer y matar al que llamamos enemigo, niega la sensibilidad y el afecto humano; la tradición de largas jornadas de trabajo engendra una eficiente crueldad; la tradición del matrimonio pronto se convierte en esclavitud; las tradiciones de rico y del pobre los mantienen apartados uno de otro.
Cada profesión tiene su tradición propia, su propia élite que genera envidia y enemistad.
Las ceremonias tradicionales y los rituales que, por todo el mundo, se profesan en los lugares del culto, han separado al hombre del hombre, y las palabras y los gestos no tienen ningún sentido.
Un millar.de ayeres, por plenos y hermosos que puedan ser, niegan el amor.
Se cruza por un raquítico puente, al otro lado de una corriente fangosa que se une al rio grande y ancho; y se llega entonces a un villorio de casas de adobe.
Hay gran cantidad de niños gritando y jugando; las personas mayores se encuentran en los campos o se dedican a la pesca o al trabajo en la ciudad cercana.
En una pequeña habitación oscura, la ventana es una abertura en el muro; las moscas no penetraban en esta oscuridad.
Hacía fresco ahí adentro.
En ese pequeño espacio había un tejedor con un gran telar; no sabia leer pero, habiendo sido educado a su manera, era cortês y estaba totalmente absorto en sus labores.
Sacó del telar una tela exquisita, con bellos diseños en oro y plata.
Cualquiera fuera el color del lienzo o de la seda, él podia tejer, dentro de los dibujos tradicionales, lo más fino y mejor.
Había nacido para esa tradición; era pequeño, gentil y estaba ansioso por demostrar su maravilloso talento.
Uno lo contemplaba, veia asombrado y con amor en el corazón, cómo de los hilos de seda producía la más fina de las telas.
La pieza tejida tenía una gran belleza, nacida de la tradición.
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