DIARIO 2 - J.K. - 6 DE OCTUBRE DE 1973

 6, Octubre, 1973 

Hay un árbol solitario en un terreno que ocupa un acre completo; es un árbol viejo y sumamente respetado por todos los otros árboles del cerro. 

En su soledad domina el ruidoso torrente, las colinas y la cabaña que está al otro lado del puente de madera. 

Uno lo admira al pasar junto a él, pero al regresar lo contempla de una manera más pausada; su tronco es muy amplio y está profundamente incrustado en la tierra; es sólido e indestructible. 

Sus ramas son largas, oscuras y curvadas; tienen sombra abundante. 

En los anocheceres se recoge dentro de sí mismo, inabordable; pero mientras dura la luz del día es accesible y acogedor. 

Está íntegro, jamás ha sido tocado por el hacha o la sierra. 

En un día soleado, uno se sentaba debajo dei árbol y sentia su venerable ancianidad; y por estar a solas con él, percibía uno la profundidad y belleza de la vida. 

El viejo aldeano pasó cansadamente junto a uno, que se hallaba sentado en un puente contemplando la puesta dei sol; el hombre estaba casi ciego y rengueaba, llevando un atado en una mano y un palo en la otra

Era uno de esos atardeceres en que los colores del crepúsculo se reflejaban en cada roca, árbol y arbusto; la hierba y los campos parecían tener su propia luz interior. 

El sol acababa de ponerse detrás de un cerro redondeado, y en medio de estos extravagantes colores apareció la estrella vespertina. 

El aldeano se detuvo frente a uno y miró esos asombrosos colores y nos miró. 

Permanecieron mirándose el uno al otro y, sin pronunciar una palabra, el aldeano reanudo su penosa marcha. 

En esa comunicacíón hubo afecto, delicadeza y respeto, no el necio respeto sino el de los hombres religiosos. 

En ese instante, todo tiempo y pensamiento habían dejado de existir. 

Esos dos seres eran totalmente religiosos, no contaminados por la creencia, la imagen, las palabras o la pobreza. 

A menudo pasaron el uno junto al otro en ese camino entre los pedregosos cerros, y cada vez que se miraban, había el júbilo de la percepción, del discernimiento total. 

 Venía, acompañado de su mujer, desde el templo que está al otro lado del camino. 

Ambos estaban silenciosos, profundamente impresionados por los cantos y el culto. 

Aconteció que uno caminaba detrás de ellos y captó el sentimiento de su reverencia, la fuerza de su determinación para llevar una vida religiosa. 

Pero eso moriría pronto, a medida que se vieran envueltos en la responsabilidad para con sus hijos , quienes vinieron corriendo hacia ellos. 

Él tenía alguna clase de profesión, en la que probablemente era muy capaz, porque poseía una casa grande. 

El peso de la existencia lo arrastraría consigo y, aunque concurriera al templo con frecuencia, la batalla proseguiría inevitablemente. 

La palabra no es la cosa; la imagen, el símbolo, no son lo real. 

La realidad, la verdad no es una palabra. 

Ponerla en palabras es destruirla; y su lugar es ocupado por la ilusión. 

El intelecto puede rechazar toda la estructura de la ideología, de la creencia con todos sus atavíos y el poder que las acompaña, pero la razón puede justificar cualquier creencia, cualquier ideación. 

La razón es el orden del pensamiento, y el pensamiento es la respuesta de lo externo. 

Y debido a que es lo externo, el pensamiento fabrica lo interno. 

Ningún hombre puede vivir solamente con lo externo, y entonces lo interno llega a ser una necesidad.

Esta división es el terreno donde tiene lugar la batalla entre el «yo» y el «no yo». 

Lo externo es el dios de las religiones y las ideologías; lo interno trata de conformarse a esas imágenes y entonces sobreviene el conflicto. 

No existe ni lo externo ni lo interno, sino solamente lo total. 

El experimentador es lo experimentado. 

La fragmentación es demencia. 

Esta totalidad no es meramente una palabra; existe cuando la división como lo externo y lo interno ha cesado por completo. 

El pensador es el pensamiento. 

Mientras uno estaba paseando sin un solo pensamiento , solamente observando sin el observador, percibió subitamente la presencia de lo sagrado que el pensamiento jamás ha sido capaz de concebir.

Uno se detiene, observa los árboles, los pájaros, observa al transeunte; no es una ilusión ni algo con que la mente se engaña a si misma. 

Está ahí, en los ojos de uno, en todo el ser. 

El color de la mariposa, es la mariposa. 

Los colores que el sol había dejado se estaban desvaneciendo y, antes de que cayera la noche, se dejó ver la tímida luna nueva para desaparecer en seguida detrás del cerro.

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