19, Octubre, 1973
El bosque dormía; el serpenteante sendero que lo atravesaba estaba oscuro y no se percibía el más leve movimiento.
El prolongado crepúsculo estaba desapareciendo en esos instantes, y el silencio de la noche cubría la tierra.
El pequeño torrente, tan porfiado en su gorgoteo durante el día, iba cediendo a la quietud de la noche que se aproximaba.
A través de las pequeñas aberturas entre las hojas se divisaban las estrellas, brillantes y muy cercanas.
La oscuridad de la noche es tan necesaria como la luz del día.
Los acogedores árboles, recogidos ahora en sí mismos, se mostraban distantes; se encontraban ahí, rodeãndolo a uno, pero apartados e inaccesibles; dormían y no había que molestarlos.
En esta quieta oscuridad, había un crecer y un florecer que reunía fuerzas para enfrentarse a la vibrante vitalidad del día.
La noche y el día son esenciales; ambos dan vida, energía a todas las cosas vivientes.
Sólo el hombre la disipa.
El dormir es muy importante; un dormir sin demasiados sueños ni agitación.
Mientras dormimos ocurren muchas cosas, tanto en el organismo físico como en el cerebro (la mente es el cerebro); ambos son una sola cosa, un movimiento unitario.
Para esta estructura total, el dormir es absolutamente esencial.
Durante el sueño adviene el orden, el ajuste de las funciones y se originan percepciones más profundas; cuanto más quieto está el cerebro, tanto más profundo es el discemimiento.
El cerebro necesita seguridad y orden para funcionar armoniosamente, sin fricción alguna.
La noche se encarga de ello, y durante el dormir tranquilo hay movimientos, hay estados que el pensamiento jamás podrá alcanzar.
Los sueños son desorden; deforman la percepción total.
Mientras duerme la mente se rejuvenece a sí misma.
Pero suele decirse que los sueños son necesarios, que si uno no soñara podría enloquecer, se afirma que ayudan, que son reveladores.
Están los sueños superficiales, que no tienen mucho significado; están los sueños significativos y también existe el estado sin sueños en absoluto.
Los sueños son, en sus diferentes formas y símbolos, la expresión de nuestra vida cotidiana.
Si no hay armonía, si no hay orden en nuestra vida cotidiana de relación, entonces los sueños son una continuación de ese desorden.
Mientras dormimos, el cerebro trata de producir ese orden desde esta confusa contradicción.
En esta lucha constante entre el orden y el desorden, el cerebro se desgasta.
Pero él debe tener seguridad y orden para poder siquiera funcionar, y así es como llegan a ser necesarias las creencias, las ideologías y demás conceptos neuróticos.
Convertir la noche en día es uno de esos hábitos neuróticos.
La insensatez que se desarrolla en el mundo moderno después del anochecer, es un escape de la rutina y el fastidio del día.
La total percepción del desorden en la relación tanto privada como pública, personal o distante, el darse cuenta, sin opción alguna, de «lo que es» durante las horas conscientes del día, induce orden donde imperaba el desorden.
Entonces el cerebro no necesita buscar el orden mientras dormimos.
Los sueños son solo superficiales, sin significación.
El orden en la totalidad de la conciencia, no sólo en el nivel «consciente», se produce cuando cesa por completo la división entre el observador y lo observado.
Se trasciende «lo que es» cuando el observador -que es el pasado, que es tiempo- llega a su fin.
El presente activo, «lo que es», no se halla esclavizado al tiempo, como lo está el observador.
Sólo cuando la mente -el cerebro y el organismo- tiene este orden total durante el sueño, hay una percepción profunda de ese estado inexpresable en palabras, de ese movimiento intemporal.
Esto no es ningún sueño fantástico, alguna abstracción de escape.
Es la meditación en su expresión máxima y completa.
O sea, que el cerebro está activo, despierto o dormido, pero el constante conflicto entre el orden y el desorden, desgasta al cerebro.
El orden es la más alta forma de virtud, sensibilidad, inteligencia.
Cuando existe esta gran belleza del orden, de la armonía, el cerebro no está incesantemente activo; ciertas partes se encargan de la memoria, pero ésta es una parte muy pequeña; el resto del cerebro se halla libre del ruido de la experiencia.
Esa libertad es el orden, la armonía del silencio.
Esta libertad y el ruido de la memoria se mueven juntos; la acción de este movimiento es inteligencia.
La meditación consiste en estar libre de lo conocido y, no obstante, operar en el campo de lo conocido.
No hay un «yo» como operador.
Esta meditación se desarrolla tanto en el sueño como en la vigilia.
El sendero salía lentamente del bosque y, de horizonte a horizonte, el cielo se encontraba repleto de estrellas.
En los campos nada se movía.
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